Desde el momento en que se hace inevitable llevar a cabo determinadas elecciones, hay que aceptar ante todo –en vista de la paz civil de nuestras sociedades europeas- a los grupos que pueden integrarse con más facilidad, a los más cercanos a nuestra cultura. Si se manifiesta una incompatibilidad cultural, una incomprensión, toda la sociedad resulta afectada. Y esto no beneficia a nadie, ni siquiera a los inmigrantes musulmanes. Definir los criterios que permitan la unidad de un país y favorezcan su paz social es por tanto interés de todos. (Le figaro magacine/ volpe. Entrevista realizada por Jean Sévillia, 3-marzo-2002)
También el Islam ha tenido momentos de gran esplendor y de decadencia en el curso de su historia… Es verdad que el mundo islámico no está del todo equivocado cuando reprocha al Occidente de tradición cristiana la decadencia moral y la manipulación de la vida humana. Se hace fuerte en nuestras debilidades, en nuestro escepticismo. Esto nos impone un serio examen de conciencia. Lo importante es ir a las raíces de los valores anunciados por las diversas religiones. Es aquí donde puede empezar un verdadero diálogo interreligioso, pero naturalmente podemos y debemos decir que, por ejemplo, los valores del matrimonio monógamo, de la dignidad de la mujer, etc…, demuestran indudablemente una superioridad de la cultura judeocristiana. (Avvenire, 3 de marzo 2002)
La sal de la tierra.
Ediciones Palabra. Madrid, 2006. pp. 264-267
ENTREVISTADOR: Cierto orientalismo romántico ha creado una imagen de Oriente y del Islam que no siempre responde a la realidad. No obstante, no se puede negar que el Islam se distingue especialmente por su forma de juzgar, que difiere de los principios de la sociedad occidental. La posición del individuo o la igualdad del hombre y la mujer se valoran de forma muy diferente en Oriente y en Occidente. El terrorismo islámico desacredita cada vez más al Islam, y en Europa crece el miedo a los homicidios fanáticos. Nadie se atrevería a negar que es muy necesario un mejor conocimiento y comprensión entre las culturas. Pero ¿en qué fundamentos se podrían basar?
RESPUESTA: Esta es una pregunta muy difícil. Pero yo diría que aquí también conviene empezar aclarando que el Islam no es una realidad uniforme. No cuenta con una autoridad uniforme, y por eso el diálogo con el Islam sólo puede llevarse a cabo con determinados grupos islámicos. Nadie puede hablar en nombre de todo el Islam, que no tiene un magisterio doctrinal común; independientemente de la división en chiítas y sunnitas, ésta se manifiesta además de diversas maneras: hay, por una parte, un islam “noble”, representado, por ejemplo, por el Rey de Marruecos, y hay un Islam terrorista, extremista, que sin embargo no se debe identificar con el Islam en general, porque no sería justo.
El Islam, efectivamente, tiene estructuras para la convivencia social, para la política, para la religión, totalmente diferentes. Cuando hoy en día se discute en Occidente la posibilidad de establecer facultades de teología islámica, o presentar el Islam como corporación de derecho publico, se presupone que todas las religiones están estructuradas de igual forma; que todas se adaptan a un mismo sistema democrático con sus ordenamientos jurídicos y con los espacios libres propios de ese ordenamiento. Pero la esencia misma del Islam lo contradice. Porque el islamismo no admite en absoluto esa separación de los ámbitos políticos y religiosos que, desde el principio, caracteriza al Cristianismo. El Corán es una ley religiosa que regula la totalidad de la vida política y social islámica, y de ahí se sigue que todo el ordenamiento de vida en general sea como dice el Islam. La sharíah configura la sociedad desde el principio hasta el final. Consecuentemente, el Islam puede utilizar las libertades que conceden nuestras constituciones pero no puede poner entre sus finalidades una que diga “Bien, ya somos una corporación de derecho público, ya estamos presentes en la sociedad como los católicos y los protestantes”. Desde este punto de vista, el Islam no ha alcanzado todavía su verdadero objetivo; se encuentra en una fase incompleta.
En el ordenamiento vital del Islam hay una totalidad que abarca absolutamente todo, con planteamientos muy distintos a los nuestros. Hay un claro sometimiento de la mujer al varón, y, en su concepción de la vida, existe un sistema ordenado de derecho penal, que continuamente se contrapone a nuestro concepto de sociedad moderna. A ese respecto, interesa distinguir claramente que no se trata de una confesión religiosa, como tantas otras, pues no se inserta en los espacios libres de una sociedad pluralista. Si se entiende así, cosa que sucede con cierta frecuencia, se estaría juzgando el Islam como un modelo cristiano y no según su propia naturaleza. Por eso, evidentemente, el diálogo con el Islam es mucho más complicado que un diálogo en el interior del Cristianismo.
ENTREVISTADOR: Podríamos formular la pregunta en sentido contrario: ¿Qué puede decir el reforzado islamismo universal al mundo cristiano?
RESPUESTA: Esta consolidación islámica es un fenómeno de muchas caras. Para empezar, juega un papel importante el aspecto financiero. El inmenso poder económico conseguido por los países árabes les permite la construcción de enormes mezquitas, y otras muchas maneras de mantener la presencia islámica en las culturas de todo el mundo. Pero eso, claro está, es sólo un factor. El otro es una identidad cada vez más consolidada, una conciencia de sí mismo cada vez más fuerte.
En la situación cultural del siglo XIX y principios del XX hasta entrados los años sesenta, la superioridad industrial, cultural, política y militar de los países cristianos era tan grande que el islamismo quedó relegado a un segundo plano, y el Cristianismo –o al menos las civilizaciones fundadas en el Cristianismo- quedó como el gran poder vencedor de la Historia Universal. Pero entonces tuvo lugar la grave crisis moral del mundo occidental en la que también se encontraba el mundo cristiano. Ante la profunda contradicción moral del mundo occidental y su confusión interior, y ante la reaparición del poder económico en los países árabes, el alma islámica despertó: “Nosotros también valemos algo”. “Nuestra identidad vale más que otras”. “Nuestra religión se mantiene firme, mientras que de la vuestra ya no queda nada”.
Éste es el sentimiento del mundo islámico: “Los países occidentales no tienen mensaje moral, lo único que pueden ofrecer al mundo es un know how”. “La religión cristiana ha abdicado, ya no le queda nada de auténtica religión”. “Los cristianos no tienen moral, ni tienen fe, sólo les quedan los restos de ideas de una ilustración moderna”. “Nosotros, en cambio, tenemos una religión firme y segura”.
Así, los musulmanes tienen la convicción de que el Islam, al final, es el que ha quedado en escena como la religión más viva, que ellos tienen algo que decir al mundo; que son la verdadera fuerza religiosa del futuro. Antes, la sharíah y todo lo demás habían salido de escena; ahora está presente el nuevo orgullo. Y eso ha originado un nuevo entusiasmo, ha despertado un fuerte e intenso deseo de vivir el Islam. Y su fuerza consiste en que: “Nosotros tenemos un mensaje moral ininterrumpido desde los profetas y diremos al mundo cómo se ha de vivir; los cristianos ya no lo pueden hacer”. Con esta fuerza interior del Islam, que está fascinando los ambientes académicos, es con la que tenemos que habérnoslas.
Sin raíces.
Ediciones Península. Barcelona, 2005. pp. 63-67
La vieja Europa anterior a la época moderna había conocido esencialmente, en sus dos mitades, un único antagonista con el que tenía que confrontarse a vida o muerte, a saber, el mundo islámico; el paso sucesivo consistió en un ensanchamiento hacia América y hacia partes de Asia sin grandes sujetos culturales. Ahora se avanza hacia dos continentes que hasta ese momento sólo habían sido alcanzados marginalmente: África y Asia, que se habían intentado transformar en sucursales de Europa, en “colonias”. Hasta cierto punto se consiguió, por cuanto ahora también Asia y África persiguen el ideal forjado por la técnica y por el bienestar, con lo cual también allí las antiguas tradiciones religiosas entran en una situación de crisis, y la vida pública se ve dominada cada vez más por estratos de pensamiento puramente secular.
Pero se da también un efecto contrario: el renacer del Islam, debido en parte a la nueva riqueza material de los países islámicos, y sobre todo a la conciencia de que el Islam está en condiciones de ofrecer una base espiritual válida para la vida de los pueblos, una base que parece habérsele escapado de la mano a la vieja Europa. De este modo, a pesar de mantener el poderío político y económico, ésta es considerada cada vez más encaminada a la decadencia y al ocaso (…) Se difunde especialmente en los mundos estrictamente no europeos de Asia y de África la impresión de que el mundo de valores de Europa, su cultura y su fe, aquello en lo que se basa su identidad, ha llegado a su fin y ya ha abandonado la escena; que ahora ha llegado la hora de los sistemas de valores de otros mundos, de la América precolombina, del Islam y de la mística asiática (…) Se impone una comparación con el Imperio Romano en su ocaso, que seguía funcionando como gran marco histórico cuando en realidad vivía ya de los modelos que habrían de disolverlo, pues había agotado su energía vital (…) Se impone la tarea de interrogarnos sobre lo que puede garantizar el futuro y lo que está en condiciones de mantener viva la identidad interior de Europa a través de todas las metamorfosis históricas. O más sencillamente, qué es lo que hoy y mañana promete dar dignidad humana a la existencia.
(…) En nuestra sociedad actual, gracias a Dios, se multa a quien deshonra la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se multa también a cualquiera que ofenda al Corán y las convicciones del Islam. En cambio, cuando se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, entonces la libertad de opinión se impone como bien supremo y limitarlo sería amenazar e incluso destruir la tolerancia y la libertad en general. Pero la libertad de opinión encuentra su límite en esto: que no puede destruir el honor y la dignidad del otro; no es libertad para mentir o para destruir los derechos humanos. Aquí hay un odio de Occidente a sí mismo que es extraño, y que sólo se puede considerar como algo patológico; Occidente intenta de manera loable abrirse lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; de su propia historia ya sólo ve lo que es execrable y destructivo, mientras que ya no está en situación de percibir lo que es grande y puro. Para sobrevivir, Europa necesita una nueva –ciertamente crítica y humilde- aceptación de sí misma. La multiculturalidad, que es alentada y favorecida continuamente y con pasión, a veces es sobre todo abandono y rechazo de lo que es propio, huída de las cosas propias.
El cristiano en la crisis de Europa
Ediciones cristiandad. Madrid, 2005. pp. 30-31
La afirmación de que mencionar las raíces cristianas de Europa hiere la sensibilidad de muchos no cristianos que viven en ella es poco convincente, pues se trata, sobre todo, de una realidad histórica que nadie puede negar seriamente. En buena lógica esa referencia histórica implica también una referencia al presente, desde el momento que, con la mención de las raíces, se indican las fuentes restantes de orientación moral que constituyen un factor de la identidad de esa formación que es Europa. ¿Quién podría sentirse ofendido? ¿Qué identidad se vería amenazada? Los musulmanes, a los que tantas veces y de tan buena gana se hace referencia en este aspecto, no se sentirán amenazados por nuestros fundamentos morales cristianos, sino por el cinismo de una cultura secularizada que niega sus propios principios básicos.
El Cristianismo en la era neopagana
Ediciones Encuentro. Madrid, 1995. pp. 104-106 y p. 154-155
ENTREVISTADOR: La última pregunta me la sugieren los dramáticos acontecimientos de la crisis del Oriente Medio. La Historia Mundial de estos últimos años aparece marcada por un nuevo despertar de dos grandes y opuestos fundamentalismos: el islámico en los países árabes y el evangélico-protestante en el mundo norteamericano. ¿Cómo se explica este fenómeno imprevisto y qué reflexiones plantea a una conciencia católica?
RESPUESTA: Comencemos por el fundamentalismo islámico. Una industrialización realizada con muchas prisas y demasiado segura de sí misma sometió, cada vez con mayor violencia, los profundos valores culturales y religiosos del mundo islámico a los modelos de civilización occidental liberal. Pero en el momento en que este proceso había permitido una cierta potencia económica propia de unas nuevas élites intelectuales tenía que llegar la reacción. La conciencia de la historia y de la propia cultura se levantaba contra la pretensión de exclusividad de la civilización técnica y liberal, cuyo cinismo respecto a la dignidad de Dios y del hombre suscita cólera y aversión. Estas reacciones se ponen en relación con el pasado combativo del Islam, con su disponibilidad a usar la fuerza al servicio de lo sagrado. En el contexto de la teoría y de la praxis moderna de la violencia, de cuño ácrata-revolucionario, que en cierto sentido también representa un movimiento de protesta contra la civilización moderna, se producen nuevas y peligrosas formas de violencia, de motivación político-religiosa. Pero deberíamos distinguir cuidadosamente entre los distintos aspectos del “fundamentalismo” islámico, y no confundirlo superficialmente con el terrorismo; existen aquí aspectos muy serios que deberían hacernos reflexionar.
El fundamentalismo norteamericano se coloca en un contexto cultural y religioso totalmente distinto. Pero tiene algo en común con los fenómenos que se observan en el Islam: se trata de una reacción contra una civilización cuyo núcleo fue definido de este modo por Jacques Monod: “La opinión tradicional según la cual la ética y los valores no son objeto de una invención humana fue destruida por la ciencia, convertida en absurda y relegada al ámbito de las buenas intenciones”. El cinismo de la autocreación total del hombre, según esta fórmula clásica, provoca una reacción que para encontrar de nuevo un camino seguro, se ciñe a la “letra” y pone en relación este terreno seguro con formas de vida tradicional vistas como un ideal. También aquí es casi inevitable un rasgo militante, provocado abiertamente por el carácter igualmente militante del “credo” científico.
Para el Cristianismo católico, esto significa que debemos reconocer los elementos legítimos de tales reacciones, prestando atención a lo que une y no a lo que divide. Cierto, en todo esto hay algo trágico, cuando se observa que los dos fundamentalismos descritos tienen algo en común: la defensa de los valores intrínsecos a las “fundamentales” nociones morales de la humanidad; sin embargo, ellos mismos se combaten mutuamente porque identifican estos valores con un pasado determinado. Es por esto por lo que se debería separar el grito de la conciencia, que es común, del sueño del propio pasado, considerado como el único válido, superando así el elemento de violencia.
ENTREVISTADOR: El aspecto diplomático y pastoral hacia el Judaísmo y hacia el Islam parece más eficaz que el diálogo teológico. Según usted, ¿en qué se centrará el diálogo teológico con el Judaísmo y con qué criterios puede comenzar el diálogo con el Islam?
RESPUESTA: Está claro que debe ser más fácil hallar cierto acuerdo entre realidades políticas, aunque con el telón de fondo teológico, que entenderse sobre los problemas más profundos de la existencia humana, como son los de la fe y la teología. Ya es un paso adelante, incluso hacia la comprensión más profunda, el haber hallado soluciones a nivel diplomático que, en estos casos es distinto pero no totalmente separado del otro (…) El Islam tiene un libro sagrado considerado de inspiración verbal; pero también esta tradición, en parte, resulta de tradiciones judías y cristianas: la unicidad de Dios, la figura de Jesús y de María. El diálogo debería concentrarse en estos elementos fundamentales para llegar por lo menos a una responsabilidad ética común en la definición de los grandes valores morales. Aunque es algo difícil, pienso que se debería discutir también el problema de la “teocracia”, es decir, de la fusión entre religión y política, tal como surge de la coránica, mientras que la tradición cristiana distingue claramente “lo que es del César” de “lo que es de Dios”. También es verdad que el Estado necesita ciertos fundamentos morales y religiosos, pero, según nuestra convicción, que nos viene precisamente del núcleo del Nuevo Testamento, la distinción es necesaria. Tenemos, pues, materias abundantes para discutir, sobre las que no se prevee un consenso muy cercano, pero que por lo menos impulsan a seguir el diálogo y a identificar los elementos comunes para alcanzar una mayor comprensión recíproca y una posibilidad más amplia de servir a la humanidad como tal.
Fe, verdad y tolerancia [El cristianismo y las religiones del mundo].
Ed. Sígueme. Salamanca, 2006.
Finalmente, aparece el Islam, con la tesis de que él es la religión última: sobrepasando al Judaísmo y al Cristianismo, lleva hasta la verdadera simplicidad del Dios único, mientras que el Cristianismo, con la fe en la divinidad de Cristo y en la Trinidad de Dios, habría recaído en errores paganos. El Islam, sin culto y sin misterio, pasaría por ser la religión universal en la que el desarrollo de la humanidad habría llegado a su meta. Evidentemente, la cuestión que el Islam nos plantea exige una confrontación detenida. Pero esto no cabe en el marco de la presente obra, la cual –en mi opinión- se limita a estudiar la alternativa más fundamental, entre la mística de la identidad y la mística del amor personal. (p. 77)
Es también engañosa la apariencia de que, en sustitución del fatigado Cristianismo, aparecería ahora el auge de las religiones asiáticas o del Islam (…) Sigue siendo igualmente discutible hasta qué punto el nuevo auge del mundo islámico se nutra de energía realmente religiosa. En muchos aspectos –como resulta visible- se corre el riesgo también allí de incurrir en una independización patológica del sentimiento, que no hace más que reforzar la amenaza de que sucedan las cosas horribles de las que nos hablaban Pauli, Heisenberg y Fest. Las cosas no pueden ser de otra manera: la razón y la religión tienen que volver a acercarse la una a la otra, sin disolverse recíprocamente. No se trata de salvaguardar intereses de antiguas corporaciones religiosas. Se trata del hombre, del mundo. Y es evidente que ambos no pueden salvarse si no llega a verse a Dios de manera convincente. Nadie puede arrogarse la idea de conocer con seguridad el camino para resolver esta situación difícil. Tal cosa no es posible por de pronto, porque la Verdad no puede buscar otros medios para imponerse si no es precisamente la fuerza de la convicción. (pp. 127-128)
… El Islam, a pesar de sus grandezas, se halla en constante peligro de perder el equilibrio, de dar entrada a la violencia y de hacer que la religiosidad se desvíe hacia lo exterior y hacia lo ritualista. (pp. 177-178)
Naturalmente, debemos respetar los estados islámicos, su religión, pero sin embargo pedir también la libertad de conciencia de cuantos quieren hacerse cristianos, y con valor debemos asistir a estas personas, precisamente si estamos convencidos de que han encontrado algo que es la respuesta verdadera. No debemos dejarles solos. Se debe hacer todo lo posible para que puedan, en libertad y con paz, vivir cuanto han hallado en la religión cristiana.
Las religiones no conducen ni mucho menos al hombre en la misma dirección; además, tampoco existen por sí mismas en una misma fisonomía. Por ejemplo, hoy día contemplamos diversas maneras en que se puede vivir y entender el Islam: formas destructoras y formas en las que creemos reconocer cierta cercanía al misterio de Cristo. (p. 48)
El alma de Benedicto XVI.
Editorial CCS. Madrid, 2005. pp. 126-129
Sobre el destino divino hay una divergencia real, o digamos una diferencia, entre el Islam y el Cristianismo. Para los musulmanes, el destino está predeterminado por Dios y el hombre vive en una especie de red que limita en gran manera sus movimientos. La fe cristiana, por el contrario, cuenta con el factor de la libertad. Esto significa que, para el cristiano, Dios por una parte abraza todo, sabe todo, guía el curso de la Historia, pero ha predispuesto las cosas de tal modo que la libertad encuentra su lugar. En síntesis, para mí, cristiano, Dios tiene la Historia en sus manos, pero me da la libertad de entregarme completamente a su amor o de rechazarlo. (La repubblica, 1 octubre 2001)
Discurso del Papa en Ratisbona
(…) En el conjunto de la universidad era una convicción indiscutida el hecho de que incluso frente a un escepticismo así de radical seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón y en el contexto de la tradición de la fe cristiana.
Me acordé de todo esto cuando recientemente leí la parte editada por el profesor Theodore Khoury (Münster) del diálogo que el docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo, tal vez durante el invierno del 1391 en Ankara, mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y la verdad de ambos. Fue probablemente el mismo emperador quien anotó, durante el asedio de Constantinopla entre 1394 y 1402, este diálogo. De este modo se explica el que sus razonamientos son reportados con mucho más detalle que las respuestas del erudito persa.
El diálogo afronta el ámbito de las estructuras de la fe contenidas en la Biblia y en el Corán y se detiene sobre todo en la imagen de Dios y del hombre, pero necesariamente también en la relación entre las «tres Leyes» o tres órdenes de vida: Antiguo Testamento, Nuevo Testamento, Corán. Quisiera tocar en esta conferencia un solo argumento -más que nada marginal en la estructura del diálogo- que, en el contexto del tema «fe y razón» me ha fascinado y que servirá como punto de partida para mis reflexiones sobre este tema.
En el séptimo coloquio (controversia) editado por el profesor Khoury, el emperador toca el tema de la «yihad» (guerra santa). Seguramente el emperador sabía que en la sura 2,256 está escrito: «Ninguna constricción en las cosas de la fe». Es una de las suras del período inicial en el que Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado.
Pero, naturalmente, el emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en los particulares, como la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y los «incrédulos», de manera sorprendentemente brusca se dirige a su interlocutor simplemente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia, en general, diciendo:
Muéstrame también aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba.
El emperador explica así minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo irracional. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no goza con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por lo tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas… Para convencer a un alma razonable no hay que recurrir a los músculos ni a instrumentos para golpear ni de ningún otro medio con el que se pueda amenazar a una persona de muerte…».
La afirmación decisiva en esta argumentación contra la conversión mediante la violencia es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. El editor, Theodore Khoury, comenta que para el emperador, como buen bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. Para la doctrina musulmana, en cambio, Dios es absolutamente trascendente.
Su voluntad no está ligada a ninguna de nuestras categorías, incluso a la de la racionalidad. En este contexto Khoury cita una obra del conocido islamólogo francés R. Arnaldez, quien revela que Ibn Hazm llega a decir que Dios no estaría condicionado ni siquiera por su misma palabra y que nada lo obligaría a revelarnos la Verdad. Si fuese su voluntad, el hombre debería practicar incluso la idolatría.
Aquí se abre, en la comprensión de Dios y por lo tanto en la realización concreta de la religión, un dilema que hoy nos plantea un desafío muy directo. La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o es válido siempre por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda concordancia entre aquello que es griego en el mejor sentido y aquello que es fe en Dios sobre el fundamento de la Biblia.
(…) En el tardío Medioevo, se han desarrollado en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraposición al así llamado intelectualismo agustiniano y tomista, con Juan Duns Escoto comenzó un planteamiento voluntarista, que al final llevó a la afirmación de que sólo conoceremos de Dios la «voluntas ordinata». Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual Él habría podido crear y hacer también lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que, sin lugar a dudas, pueden acercarse a aquellas de Ibn Hazn y podrían llevar hasta la imagen de un Dios-Árbitro, que no está ligado ni siquiera a la Verdad y al Bien.
(…) Hace falta valentía para comprometer toda la amplitud de la razón y no la negación de su grandeza: este es el programa con el que la teología anclada en la fe bíblica ingresa en el debate de nuestro tiempo. «No actuar razonablemente (con «logos») es contrario a la naturaleza de Dios» dijo Manuel II, de acuerdo al entendimiento cristiano de Dios, en respuesta a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a encontrar este gran «logos», esta amplitud de la razón.
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