De todas las doctrinas Tradicionales, la doctrina islámica es quizás aquella donde está marcada más netamente la distinción de dos partes complementarias la una de la otra, que uno puede designar como el exoterismo y el esoterismo. Son, siguiendo la terminología árabe, es-shariyah, es decir, literalmente la «gran ruta», común a todos, y el-haqîqah, es decir, la «verdad» interior, reservada a una elite, no en virtud de una decisión más o menos arbitraria, sino por la naturaleza misma de las cosas, porque no todos poseen las aptitudes o las «cualificaciones» requeridas para llegar a su conocimiento. Se las compara frecuentemente, para expresar su carácter respectivamente «exterior» e «interior», a la «corteza» y al «núcleo» (el-qishr wa el-lobb), o también a la circunferencia y a su centro. La shariyah comprende todo lo que el lenguaje occidental designaría como propiamente «religioso», y concretamente todo el lado social y legislativo que, en el islam, se integra esencialmente en la religión; se podría decir que la shariyah es ante todo una regla de acción, mientras que la haqîqah es conocimiento puro; pero debe entenderse bien que es este conocimiento el que da a la shariyah misma su sentido superior y profundo y su verdadera razón de ser, de suerte que, si bien todos los que participan en la Tradición no son conscientes de ello, la haqîqah es verdaderamente el principio de la misma, como el centro lo es de la circunferencia.
Pero esto no es todo: Puede decirse que el esoterismo comprende no solo la haqîqah, sino también los medios destinados a llegar a ella; y el conjunto de estos medios se llama tarîqah, «vía» o «sendero» que conduce de la shariyah hasta la haqîqah. Si nos representamos la imagen simbólica de la circunferencia, la tarîqah será representada por el radio que va de ésta al centro; y vemos entonces esto: A cada punto de la circunferencia corresponde un radio, y todos los radios, que son también en multitud indefinida, finalizan igualmente en el centro. Puede decirse que estos radios son otros tantos turuq adaptados a los seres que están «situados» en los diferentes puntos de la circunferencia, según la diversidad de sus naturalezas individuales; es por lo que se dice que «las vías hacia Dios son tan numerosas como las almas de los hombres» (et-tu-ruqu ila ‘Llahi Ka-nufûsi bani Adam); así, las «vías» son múltiples, y tanto más diferentes entre ellas cuanto que se las considere más cerca del punto de partida sobre la circunferencia, pero la meta es una, ya que no hay más que un solo centro y una sola verdad. En todo rigor, las diferencias iniciales se desvanecen con la «individualidad» misma (el-inniyah, de ana, «yo»), es decir, cuando son alcanzados los estados superiores del ser y cuando los atributos (çifât) de el-abd, o de la criatura, que no son propiamente más que limitaciones, desaparecen (el-fanâ o la «extinción») para no dejar subsistir más que los de Allah (el-baqâ o la «permanencia»), siendo el ser identificado a estos en su «personalidad» o en su «esencia» (edh-dhât).
El esoterismo, considerado así como comprendiendo a la vez tarîqah y haqîqah, en tanto que medios y fin, es designado en árabe por el término general et-taçawwuf, que uno no puede traducir exactamente más que por «iniciación»; volveremos por lo demás sobre este punto después. Los occidentales han forjado el término «çufismo» para designar especialmente al esoterismo islámico (cuando es que taçawwuf puede aplicarse a toda doctrina esotérica e iniciática, en cualquier forma Tradicional a que la misma pertenezca); pero este término, además de que no es más que una denominación enteramente convencional, presenta un inconveniente bastante enojoso: Es que su terminación evoca así inevitablemente la idea de una doctrina propia a una escuela particular, cuando es que nada hay de tal en realidad, y cuando es que las escuelas no son aquí más que turuq, es decir, en suma, métodos diversos, sin que pueda haber ahí en el fondo ninguna diferencia doctrinal, ya que «la doctrina de la Unidad es única» (et-tawhîdu wâhidun). Por lo que es de la desviación de estas designaciones, las mismas vienen evidentemente del término çûfî; pero, al respecto de éste, hay lugar primeramente a precisar esto: Es que nadie puede decirse jamás çûfî, si ello no es por pura ignorancia, ya que prueba por ahí mismo que no lo es realmente, siendo esta cualidad necesariamente un «secreto» (sirr) entre el verdadero çûfî y Allah; uno puede solamente decirse mutaçcawwuf, término que se aplica a quienquiera que entra en la «vía» iniciática, y ello, a cualquier grado que haya llegado, pero el çûfî, en el verdadero sentido de esta palabra, es solamente aquel que ha alcanzado el grado supremo. Se ha pretendido asignar a la palabra çûfî orígenes muy diversos; pero esa cuestión, bajo el punto de vista en que uno se coloca lo más habitualmente, es sin duda insoluble: Diríamos de muy buena gana que la palabra en cuestión tiene demasiadas etimologías supuestas, y ni más ni menos plausibles las unas que las otras, como para tener alguna verdaderamente; en realidad, es menester ver ahí antes una denominación puramente simbólica, una especie de «cifra», si se quiere, que, como tal, no tiene necesidad de tener una derivación lingüística propiamente hablando; y este caso no es por lo demás único, sino que se los podría encontrar comparables en otras Tradiciones. En cuando a las así dichas etimologías, no son en el fondo más que similitudes fonéticas, que, por lo demás, según las leyes de un cierto simbolismo, corresponden efectivamente a relaciones entre diversas ideas que vienen a agruparse así más o menos accesoriamente alrededor del término en cuestión; pero aquí, siendo dado el carácter de la lengua árabe (carácter que le es por otra parte común con la lengua hebraica), el sentido primero y fundamental debe ser dado por los números; y, de hecho, lo que hay de particularmente sobresaliente, es que por la adición de los valores numéricos de las letras de las que está formada, la palabra çûfî tiene el mismo número que El-Hekmah el-ilahiyah, es decir, «la Sabiduría Divina». El çûfî verdadero es pues el que posee esa Sabiduría, o, en otros términos, es el-ârif bi’ Llah, es decir, «el que conoce por Dios», ya que Él no puede ser conocido más que por Él mismo; y es éste efectivamente el grado supremo y «total» en el conocimiento de la haqîqah[2].
De todo lo que precede, podemos extraer algunas consecuencias importantes, y en primer lugar la de que el «çufismo» en ningún punto es algo «sobreañadido» a la doctrina islámica, algo que hubiera venido a agregarse a la misma a destiempo y desde el exterior, sino que es al contrario una parte esencial de esa doctrina, puesto que, sin él, sería manifiestamente incompleta, e incluso incompleta por lo alto, es decir, en cuanto a su principio mismo. La suposición enteramente gratuita de un origen extranjero, griego, persa o hindú, es por lo demás contradicha formalmente por el hecho de que los medios de expresión propios al esoterismo islámico están estrechamente ligados a la constitución misma de la lengua árabe; y si hay incontestablemente similitudes con las doctrinas del mismo orden que existen en otras partes, las mismas se explican de modo muy natural y sin que haya necesidad de recurrir a «préstamos» hipotéticos, pues, siendo una la verdad, todas las doctrinas Tradicionales son necesariamente idénticas en su esencia cualesquiera que sea la diversidad de las formas de que se revistan. Poco importa, por lo demás, en cuanto a esta cuestión de los orígenes que el término çûfî mismo y sus derivados (taçawwuf, mu-taçawwuf) hayan existido en la lengua desde el comienzo, o que no hayan aparecido sino en una época más o menos tardía, lo que es un gran tema de discusión entre los historiadores; ello puede bien haber existido antes que la palabra, sea bajo otra designación, sea incluso sin que se haya hecho sentir la necesidad de darle alguna. En todo caso, y esto debe bastar para zanjar la cuestión para cualquiera que no considere simplemente «lo exterior», la Tradición indica expresamente que el esoterismo, tanto como el exoterismo, procede directamente de la enseñanza misma del Profeta, y, de hecho, toda tarîqah auténtica y regular posee una silsilah o «cadena» de transmisión iniciática que se remonta siempre en definitiva a éste a través de un mayor o menor número de intermediarios. Incluso si, después, algunas turuq han «tomado en préstamo» realmente, y valdría más decir «adaptado», algunos detalles de sus métodos particulares (aunque, aquí todavía, las similitudes pueden también explicarse por la posesión de los mismos conocimientos, concretamente en lo que concierne a la «ciencia del ritmo» en sus diferentes ramas), eso no tiene más que una importancia secundaria y en nada afecta a lo esencial. La verdad es que el «çûfîsmo» es árabe como el Corán mismo, en el cual tiene sus principios directos; pero todavía es menester, para encontrarlos, que el Corán sea comprendido e interpretado según los haqaiq que constituyen el sentido profundo del mismo, y no sólo por los simples procedimientos lingüísticos, lógicos y teológicos de los ulamâ ez-zâhir (literalmente «sabios de lo exterior») o doctores de la shariyah, cuya competencia no se extiende más que al dominio exotérico. Se trata ahí, efectivamente, de dos dominios netamente diferentes, y es por eso por lo que jamás puede haber entre ellos ni contradicción ni conflicto real; es por lo demás evidente que de ninguna manera se podría oponer el exoterismo y el esoterismo, puesto que el segundo toma antes al contrario su base y su punto de apoyo necesario en el primero, y dado que no son más que los dos aspectos o las dos caras de una sola y misma doctrina.
Seguidamente debemos hacer observar que, contrariamente a una opinión muy difundida actualmente entre los occidentales, el esoterismo islámico no tiene nada en común con el «misticismo»; las razones de ello son fáciles de comprender por todo lo que hemos expuesto hasta aquí. En primer lugar, el misticismo parece ser en realidad algo enteramente especial al cristianismo, y no es sino por asimilaciones erróneas que se puede pretender encontrar en otras partes equivalentes más o menos exactos del mismo; algunas semejanzas exteriores, en el empleo de ciertas expresiones, están sin duda en el origen de esta equivocación, pero de ningún modo podrían justificarla en presencia de diferencias que recaen sobre todo lo esencial. El misticismo pertenece entero, por definición misma, al dominio religioso, pues depende pura y simplemente del exoterismo; y, además, la meta hacia la cual tiende está seguramente lejos de ser del orden del conocimiento puro. Por otra parte, el místico, teniendo una actitud «pasiva» y limitándose por consecuencia a recibir lo que viene a él en cierto modo espontáneamente y sin ninguna iniciativa de su parte, no podría tener método; no puede pues haber tarîqah mística, y una tal cosa no es ni siquiera concebible, ya que es contradictoria en su mismo fondo. Además, el místico, siendo siempre un aislado, y eso por el hecho mismo del carácter «pasivo» de su «realización», no tiene ni sheikh o «maestro espiritual» (lo que, bien entendido, no tiene nada en absoluto en común con un «director de consciencia» en el sentido religioso), ni silsilah o «cadena» por la cual le sería transmitida una «influencia espiritual» (empleamos esta expresión para traducir tan exactamente como es posible la significación del término árabe barakah), siendo por lo demás la segunda de estas dos cosas una consecuencia inmediata de la primera. La transmisión regular de la «influencia espiritual» es lo que caracteriza esencialmente a la «iniciación», e incluso lo que la constituye propiamente, y es por lo que hemos empleado este término más atrás para traducir taçawwuf; el esoterismo islámico, como todo verdadero esoterismo, es «iniciático» y no puede ser otra cosa; y, sin entrar siquiera en la cuestión de la diferencia de las metas, diferencia que se resulta por otra parte de la misma de los dominios a que se refieren, podemos decir que la «vía mística» y la «vía iniciática» son radicalmente incompatibles en razón de sus caracteres respectivos. ¿Sería menester añadir todavía que no hay en árabe ningún término por el cual pueda traducirse siquiera aproximadamente el de «misticismo», de tal modo que la idea que éste expresa representa algo completamente extraño a la Tradición islámica?
La doctrina iniciática es, en su esencia, puramente metafísica en el sentido verdadero y original de este término; pero, en el islam, como en las demás formas Tradicionales, conlleva además, a título de aplicaciones más o menos directas a diversos dominios contingentes, todo un conjunto complejo de «ciencias Tradicionales»; y estando estas ciencias como suspendidas de los principios metafísicos de los que dependen y derivan enteramente, y extrayendo por otra parte de ese vinculamiento y de las «transposiciones» que el mismo permite todo su valor real, son por ahí, si bien que a un rango secundario y subordinado, parte integrante de la doctrina misma y en ningún punto añadiduras o agregados más o menos artificiales y superfluos. Hay algo ahí que parece particularmente difícil de comprender para los occidentales, sin duda porque no pueden encontrar entre ellos ningún punto de comparación a este respecto; hubo sin embargo ciencias análogas en occidente, en la Antigüedad y en la Edad Media, pero son ya cosas enteramente olvidadas de los modernos, quienes ignoran la verdadera naturaleza de las ciencias en cuestión y con frecuencia ni tan siquiera conciben su existencia; y, muy especialmente, los que confunden el esoterismo con el misticismo no saben cuáles pueden ser las funciones y el lugar de esas ciencias, que, evidentemente, representan conocimientos tan alejados como es posible de lo que pueden ser las preocupaciones de un místico, y cuya incorporación al «çûfîsmo», por consiguiente, constituye para ellos un indescifrable enigma. Tal es la ciencia de los números y de las letras, de la que hemos indicado un ejemplo más atrás para la interpretación del término çûfî, y que no se encuentra bajo una forma comparable más que en la qabbalah hebraica, en razón de la estrecha afinidad de lenguas que sirven a la expresión de estas dos Tradiciones, lenguas de las que la ciencia en cuestión es incluso la única que puede dar la comprensión profunda. Tales son también las diversas ciencias «cosmológicas» que entran en parte en lo que se designa bajo el nombre de «hermetismo», y debemos notar a este propósito que la alquimia no es entendida en un sentido «material» más que por los ignorantes para los que el simbolismo es letra muerta, aquellos mismos que los verdaderos alquimistas de la Edad Media occidental estigmatizaban con los nombres de «sopladores» y de «quemadores de carbón», y que fueron los auténticos precursores de la química moderna, por poco halagüeño que sea para ésta un tal origen. Del mismo modo, la astrología, otra ciencia cosmológica, es en realidad muy distinta cosa que el «arte adivinatorio» o la «ciencia conjetural» que quieren ver ahí únicamente los modernos; la misma se refiere ante todo al conocimiento de las «leyes cíclicas», que juega una función importante en todas las doctrinas Tradicionales. Hay por otra parte una cierta correspondencia entre todas estas ciencias que, por el hecho de que proceden esencialmente de los mismos principios, son, bajo cierto punto de vista, como representaciones diferentes de una sola y misma cosa: Así, la astrología, la alquimia e inclusive la ciencia de las letras no hacen por así decir más que traducir las mismas verdades en las lenguas propias a diferentes órdenes de realidad, unidos entre ellos por la ley de la analogía universal, fundamento de toda correspondencia simbólica; y, en virtud de esta misma analogía, esas ciencias encuentran, por una transposición apropiada, su aplicación en el dominio del «microcosmo» tanto como en el del «macrocosmo», ya que el proceso iniciático reproduce en todas sus fases, el proceso cosmológico mismo. Es menester por lo demás, para tener la plena consciencia de todas estas correlaciones, haber llegado a un grado muy elevado de la jerarquía iniciática, grado que se designa como el «azufre rojo» (el-Kebrît el ahmar); y el que posee este grado puede, por la ciencia denominada simiâ (palabra que es menester no confundir con Kimiâ), operando algunas mutaciones sobre las letras y los números, actuar sobre los seres y las cosas que corresponden a estos en el orden cósmico. El jafr, que, según la Tradición, debe su origen a Seyidnâ Ali mismo, es una aplicación de esas mismas ciencias a la presión de los acontecimientos futuros; y esta aplicación en la que intervienen naturalmente las «leyes cíclicas» a las cuales hacíamos alusión hace un momento, presenta, para quien sepa comprenderla e interpretarla (pues hay ahí como una especie de «criptografía», lo que no es por lo demás más de sorprender que la notación algebraica), todo el rigor de una ciencia exacta y matemática. Se podrían citar muchas otras «ciencias Tradicionales» de las que algunas parecerían quizás todavía más extrañas a los que en ningún punto tienen el hábito de estas cosas; pero es menester limitarnos, y no podríamos insistir más sobre esto sin salir del cuatro de esta exposición en que debemos forzosamente atenernos a las generalidades.
En fin, debemos añadir una última observación cuya importancia es capital para comprender bien el verdadero carácter de la doctrina iniciática: Es que éste en ningún punto es asunto de «erudición» y no podría aprenderse de ninguna manera tampoco por la lectura de libros al modo de los conocimientos ordinarios y «profanos». Los escritos de los más grandes maestros mismos no pueden servir más que como «soportes» a la meditación; uno no avanza un paso como mutaçawwuf únicamente por haberlos leído, y los mismos permanecen por lo demás con la mayor frecuencia incomprensibles a los que no están «cualificados». Es menester en efecto, ante todo, poseer ciertas disposiciones o aptitudes innatas a las cuales ningún esfuerzo podría suplir; y es menester después el vinculamiento a una silsilah regular, ya que la transmisión de la «influencia espiritual», que se obtiene por ese vinculamiento, es, como ya lo hemos dicho, la condición esencial sin la cual de modo ninguno hay iniciación, aunque no sea más que al grado más elemental. Esa transmisión, siendo adquirida de una vez por todas, debe ser el punto de partida de un trabajo puramente interior para el cual todos los medios exteriores no pueden ser nada más que ayudas y apoyos, por lo demás necesarios desde que es menester tener en cuenta la naturaleza del ser humano tal cual es de hecho; y es por ese trabajo interior sólo que el ser se elevará de grado en grado, si es capaz de ello, hasta la cima de la jerarquía iniciática, hasta la «Identidad Suprema», estado absolutamente permanente de incondicionado, más allá de las limitaciones de toda existencia contingente y transitoria, que es el estado del verdadero çûfî.
[1] Publicado en Cuadernos del Sur, 1947, pág. 153-154.
Autor: René Guénon (Sheik Abd el-Wahid Yahia)
Fuente: http://estudiossobresufismo.blogspot.com/2007/05/el-eosterismo-islmico-sheik-abd-el.html
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