El Asno Roñoso de la Cola Cortada / Mangy Ass with the lopped-off tail

La cosmovisión islámica de la medicina

Remedios integrales, cuerpo, mente y espíritu en la historia del Islam en Al-Andalus
MEDICINA
«El conocía bien al viejo Esculapio y a Dioscórides, y también a Rufus, al viejo Hipócrates, a Haly y a Galeno; a Serapión, Razes y Avicena; a Averroes, Damasceno y Constantino...» ("Cuentos de Canterbury", Cátedra, Madrid, 1997, pág. 75). Geoffrey Chaucer (1342-1400).
El Sagrado Corán, al igual que los hadices (dichos y tradiciones), contiene una serie de aforismos médicos de orden general atribuidos al Profeta Muhammad (BPD). Tales sentencias no tardaron en ser reunidas y comentadas en varios tratados conocidos con el título genérico de «Medicina del Profeta». Asimismo, y como continuación de esa medicina profética, se desarrolló en el seno de la escuela shií duodecimana una tradición médica de los Doce Imames Impecables, la Paz sea con ellos (Véase Islamic Medical Wisdom. The Tibb al-A’imma, Ansariyan Publications, Qum, 1995).

Basados principalmente en las hierbas, la higiene, la dietética, las súplicas y las jaculatorias, esos aforismos y tradiciones otorgaron carta de nobleza a la medicina musulmana, que alcanzó un desarrollo y un grado de fiabilidad extraordinarios en todo el mundo islámico, gracias a una intensa investigación y a la enseñanza y la práctica dispensadas en una notable red de hospitales.

Cuando entre 637 y 651 derribaron el Imperio persa de los sasánidas, los musulmanes árabes se apoderaron de Gundishapur, ciudad del sudoeste de Irán, sobre el río Karún. Hallándose en todo su apogeo, esta ciudad, que había sido fundada por los sasánidas a finales del siglo III, constituía a la sazón el principal centro científico y médico del Asia central. La escuela de medicina de Gundishapur había recibido las aportaciones de científicos y de filósofos cristianos expulsados de Edesa (actual Urfa, en Turquía) por los bizantinos en el siglo V, o llegados después de que Justiniano cerrara la Academia de Atenas (529). La escuela de Gundishapur entonces se encontró en la confluencia de las tradiciones médicas griegas y helenísticas, así como de las experiencias y teorías persas e hindúes (estas últimas importantes en el terreno de la farmacología), y con los inmensos conocimientos que atesoraba se dispuso a fecundar la investigación médica ya en el seno del Islam.

Verdaderas «dinastías» de médicos nestorianos participaron en el Bagdad de los abbasíes en la construcción de hospitales y, sobre todo, en las traducciones, en primer lugar del griego, pero también del siríaco, del pahlaví persa y del sánscrito. Una empresa impulsada por los califas, quienes enviaron sendas misiones a Bizancio, comandadas por sabios cristianos y judíos, con el objeto de adquirir manuscritos, entre los cuales las obras médicas ocupaban un lugar primordial. El sabio cristiano de al-Hira y director de «La casa de la sabiduría», Hunain Ibn Ishaq (808-872), el más grande estos traductores, conocía el griego, el siríaco, el persa y el árabe, lengua en la cual tradujo, entre otros, los principales textos médicos de los griegos -un centenar de obras de Galeno, Hipócrates y Dioscórides-. Asimismo, escribió unas «Cuestiones de medicina» (bajo la forma de preguntas y respuestas), el «Tratado del ojo» y el «Libro de las drogas simples». Su hijo, Ishaq Ibn Hunain (m. 910) fue también médico y traductor. El traductor y matemático Tabit Ibn Qurra (836-901), por su parte, escribió una reconocida obra médica, «El tesoro».

A la antigua farmacopea, los musulmanes le añadieron ámbar gris, alcanfor, casia, clavos de especia, mercurio, mirra; e introdujeron nuevos preparados farmacéuticos: jarabes (sharáb en árabe), julepes (shulab), agua de rosas, etc. Los musulmanes establecieron las primeras farmacias y dispensarios, fundaron la primera escuela medieval de farmacia y escribieron grandes tratados de farmacología. Los médicos musulmanes siempre han sido entusiastas defensores del baño, especialmente en fiebres y en forma de baño de vapor. Sus instrucciones para el tratamiento de la viruela y el sarampión, apenas podrían mejorarse hoy en día.

Los filósofos franceses Denis Diderot (1713-1784) y Jean Le Rond d’Alembert (1717-1783) insertaron esta mención sobre la civilización islámica en su gran Enciclopedia o «Diccionario razonado de las Ciencias, las Artes y los Oficios», vasta obra de 17 tomos que se finalizó en 1772, 21 años después de la aparición del primer volumen, y en la que participaron también eruditos como Buffon, Holbach, Montesquieu, Quesnay, Rosseau, Turgot, Voltaire, etc: «Los árboles florecen en Córdoba; los placeres refinados, la magnificencia, la galantería reinan en la corte de los reyes moros. Fueron tal vez esos árabes quienes inventaron los torneos y los combates a pie. Sus espectáculos y teatros, por burdos que fueran, demostraban que los demás pueblos eran aun menos cultos. Córdoba era el único país de Occidente donde se cultivaba la geometría, la astronomía, la química, la medicina. Sancho el Craso, rey de León, tuvo que ir a Córdoba en 956 a ponerse en manos de un médico árabe, que, en vez de aceptar la invitación real, exigió que el rey acudiera a verlo».

No se equivocaba Geoffrey Chaucer, el padre de las letras inglesas, al destacar en su obra máxima los nombres de cuatro médicos musulmanes: Haly (Alí Ibn al-Abbás), Razes, Avicena y Averroes. Véase E. G. Browne: Arabian Medicine, Cambridge, 1921; Manfred Ullman: Islamic Medicine, Edinburgh University Press, Edinburgo, 1978.


HIGIENE
«Para que una ciudad esté preservada contra las influencias deletéreas de la atmósfera, es necesario levantarla en un lugar donde el aire es puro y no propenso a las enfermedades. Si el aire es inmóvil y de mala calidad, o sí la ciudad está situada en las inmediaciones de aguas corrompidas, de exhalaciones fétidas o de pantanos insalubres, la infección de las cercanías se introducirá allí prontamente y propagará las enfermedades entre todos los seres vivientes que esa ciudad encierra» (Al-Muqaddimah, pág. 617). Ibn Jaldún (1332-1406)
Un arabista francés, Gustav Lebon (1841-1931), hablando de la higiene de los musulmanes, dice que «No han desconocido éstos la importancia de ella, pues harto sabían que la higiene nos enseña los medios de preservarnos de las enfermedades que la medicina no sabe curar. Las prescripciones en el Corán, como, por ejemplo, frecuencia en las abluciones, prohibición del vino y preferencia dada en los países cálidos al régimen vegetal sobre el animal, son muy cuerdas, y nada hay que criticar en las recomendaciones higiénicas que se atribuyen al Profeta... Parece que los hospitales árabes se construían con unas condiciones higiénicas muy superiores a las de nuestros establecimientos modernos. Hacíanlos muy grandes, y dejaban circular abundantemente por ellos el aire y el agua. Habiéndose encargado a ar-Razí que escogiese el barrio más sano de Bagdad para construir un hospital, empleó el siguiente medio, que no rechazarían hoy los partidarios de las teorías sobre los microbios. Suspendió unos pedazos de carne en varios barrios de la ciudad, y declaró más sano aquél donde la carne tardó más en descomponerse» (G. Lebon: La civilización de los árabes, El Nilo, Buenos Aires, 1974, págs. 441-2).
Numerosos especialistas han remarcado esta predilección musulmana por la higiene: «En la vida del musulmán las abluciones son una arraigada costumbre: cada vez que se toca algún objeto sucio, después de alguna secreción corporal, antes y después de las comidas, afectando a distintas partes del cuerpo, como manos, órganos genitales, boca, oídos, nariz... Ir al baño público, y procurarse una limpieza total, es obligado en ciertas ocasiones... y la purificación después de la menstruación o de las relaciones sexuales, habitual» (Martínez Montávez y Ruíz Bravo-Villasante: Europa Islámica. O. cit., págs. 166-8).
Por otra parte, Américo Castro remarca lo siguiente: «Si poseyéramos un mapa de los pueblos con baño en la España medieval, tendríamos un dato importante para medir el área de la influencia musulmana. Pueblecitos de Castilla en donde muy pocos practicarán hoy el uso del baño en agua caliente, poseían baños públicos en el siglo XIII....Incluso un pueblo insignificante como Usagre (Badajoz), poseía su baño... En estos fueros suele mandarse que el dueño del baño provea a los bañistas de agua caliente, jabón y toallas...En 1567 tuvo lugar una solemne ceremonia y fueron derribados todos los baños que había en Granada. La gente olvidó la costumbre de lavarse en España lo mismo que en Europa» (A. Castro: España en su historia. Cristianos, moros y judíos, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1996, págs. 82-83).

Por su parte, Philip K. Hitti en su History of the Arabs (Londres, 1937) dice que la Córdoba andalusí «tenía kilómetros de calles pavimentadas, con iluminación, para que la gente andase en la noche segura, mientras en Londres y París nadie que se aventurase en una noche lluviosa podría evitar hundirse en el barro, ¡y eso siete siglos después de que Córdoba estuviese pavimentada! Los hombres de Oxford mantenían por entonces que bañarse era una costumbre pagana, mientras los estudiantes de Córdoba se bañaban en lujosas termas públicas» (citado por Seied Muÿtaba Musaví Larí: El Islam y la civilización occidental, OPCI, Qum, 1990, pág. 188).

La peste negra y los médicos hispanomusulmanes
La gran epidemia del siglo XIV, la «muerte negra», provocada por la peste bubónica, que se cobró las vidas de cien millones de personas entre 1347 y 1348 (la mayor catástrofe que registra la historia de la humanidad), dio la oportunidad a los médicos musulmanes españoles para emanciparse del prejuicio de ciertos teólogos de escasos conocimientos que consideraban la peste como un castigo divino y para determinar que se trataba de una plaga originada por el contagio.
El profesor Angel Blanco Rebollo del Instituto de Ciencias de la Educación de la Universidad de Barcelona explica los pormenores del fenómeno que conmocionó la Baja Edad Media: «La ciencia médica medieval, sorprendida ante una enfermedad que no se parecía en nada a cuanto conocía hasta entonces, buscó explicaciones de toda índole. Entre éstas, halló gran eco la que achacaba el mal a una alteración del aire, que se debía a una conjunción de los planetas. Así, el médico Guy de Chauliac (1300-1368) llegó a afirmar que la coincidencia de Saturno, Marte y Júpiter el 24 de marzo de 1345 había sido el factor principal para desencadenar la gran epidemia... Como cabe suponer, la época fue testigo de una notoria proliferación de tratados y remedios para combatir la peste. Entre ellos, debido a su carácter riguroso, merecen destacarse las obras de tres médicos hispanomusulmanes que describieron con todo lujo de detalles la epidemia de 1348 y los posibles remedios a seguir: «Descripción de la peste y medios para evitarla en lo sucesivo», de Ibn Játima, que por las respuestas que ofrece sobre la génesis, desarrollo y tratamiento de la enfermedad quizá puede considerarse como la obra más completa y acertada de su tiempo; «Información exacta acerca de la epidemia», de Al Saquri, de la cual se conserva un excelente resumen en El Escorial que lleva por título «El buen consejo»; y por último «El libro que satisface al que pregunta sobre la terrible enfermedad», de Ibn al-Jatib, tratado que versa acerca de la idea del contagio» (Angel Blanco: La peste negra, Anaya, Madrid, 1990, pág. 36).
Efectivamente, el célebre estadista, historiador y médico Ibn al-Jatib de Granada (ver aparte), describe en su famoso tratado de higiene algunas de las causas del contagio: «La existencia del contagio está determinada por la experiencia, el estudio y la evidencia de los sentidos, por la prueba fidedigna de propagación por medio de los vestidos, vasos, pendientes; se transmite por las personas de una casa determinada, por la contaminación producida en las aguas de un puerto a la llegada de personas procedentes de países infectados..., por la inmunidad en que se hallan los individuos aislados y... las tribus nómadas beduínas de Africa. Debe sentarse el principio de que cualquier prueba originada por la tradición debe ser modificada cuando está en contradicción manifiesta con la evidencia percibida por los sentidos» (Ibn al-Jatib: Kitab al-Wusul li-hifz al-sihha fi-l-fusul "Libro del cuidado de la salud durante las estaciones del año" o "Libro de Higiene", trad. cast. M.C. Vázquez de Benito, Edic. Universidad de Salamanca, Salamanca, 1984). Esta aguda observación de Ibn al-Jatib constituía una afirmación sensata y clarividente del Islam revolucionario en tiempos de intransigencia ortodoxa.
El médico andalusí Abu Ÿafar Muhammad Ibn Alí Ibn Játima (1323-1369?) —que fue amigo y corresponsal de Ibn al-Jatib—, escribió un libro sobre la epidemia de peste bubónica que asoló a la provincia de Almería entre los años 1348-1349. Este tratado es infinitamente superior a las numerosas obras sobre epidemias publicadas en Europa entre los siglos XIV y XVI. Dice Ibn Játima: «El resultado de mi larga experiencia es que si una persona se pone en contacto con un paciente inmediatamente se ve atacada por la epidemia y experimenta los mismos síntomas. Si el primer paciente expectora sangre, el segundo le sucede igual... Si al primero se le presentan bubas, el segundo aparece con ellas en los mismos sitios. Si el primero tiene una úlcera, al segundo se le presenta también; y este segundo paciente a su vez transmite la enfermedad». Dice Blanco que Ibn Játima «recomendaba asimismo no tocar ni la ropa ni los objetos cotidianos del paciente, ya que podrían estar apestados, recomendación que se veía fuertemente acreditada por su experiencia en el zoco almeriense, y en especial el barrio de compraventa de ropa usada, donde la mortalidad fue muy superior a la que soportaron otros lugares de la ciudad. Con esta observación, el médico musulmán se adelantaba en muchos años a las modernas teorías sobre el contagio de las enfermedades infecciosas» (Angel Blanco: La peste negra. O. cit., págs. 30-31).
Para apreciar la capacidad de estos facultativos musulmanes hay que tener presente que la doctrina de las enfermedades contagiosas no está tratada por los médicos griegos y romanos y pasó casi desapercibida para la mayoría de los escritores de medicina medievales.
El investigador Blanco nos señala los orígenes de la plaga y otros detalles significativos: «Hoy sabemos que la peste, enfermedad infecciosa que afecta al hombre y a los roedores, se transmite de roedor en roedor y de éstos al hombre por medio de la pulga. La rata negra, portadora de la enfermedad, llegó a Europa en el siglo XIV y desplazó a la rata común europea, que no la padecía. Así comenzó la tragedia...Hoy está comúnmente aceptado que la epidemia siguió el curso de las caravanas que recorrían el Asia Central en dirección al Mar Negro. El origen podríamos localizarlo en el sureste de China, en la región de Yunnan, de donde los mogoles la importaron en 1253. Aproximadamente entre 1338-39 hizo su aparición en las proximidades del lago Issik-kul, en Rusia. A partir de aquí, y acompañando probablemente el desplazamiento de los ejércitos, la peste comenzó a moverse con gran rapidez. Entre 1346 y 47 estaba ya en Crimea, entrando en contacto con los circuitos económicos controlados por los genoveses e irrumpiendo bruscamente en la región mediterránea» (Angel Blanco: La peste negra. O. cit., págs.87 y 81).
Fenómenos climatológicos sumados a las alienantes condiciones de vida de la Europa medieval conspiraron para que la tragedia se convirtiera en una catástrofe colosal. Por ejemplo, desde principios del siglo XIV Europa sufrió una ola invernal —conocida como pequeña «Edad Glaciar»— que mató el ganado, congeló mares como el Báltico en 1303 y 1307 y forzó a las gentes a hacinarse para darse calor con las lógicas consecuencias de falta de higiene, promiscuidad y enfermedades: «Respecto al vestuario de las gentes, se reducía a unos pocos e insuficientes harapos o a gruesos y sucios tabardos que servían de refugio a parásitos de todo tipo y se convertían en la causa frecuente de muchos contagios. En el campo, los animales de labor compartían el techo de sus mismos propietarios, que aprovechaban así su calor natural, pero que eran fuente constante de infecciones. El aspecto exterior de las ciudades resultaba también desconsolador. Las calles, sin pavimentar, eran estrechas, carecían de alcantarillado y estaban mal aireadas... Las ratas negras merodeando impunemente por las calles inmundas, llenas de desperdicios, constituían una estampa concluyente de la existencia cotidiana en la Edad Media» (Angel Blanco: La peste negra. O. cit., págs. 22-23).
Un historiador británico agrega otros detalles no menos reveladores: «Las grandes casas solariegas —a menudo llenas de gentes y en ínfimas condiciones sanitarias— no resultaban mucho mejores que las cabañas de los campesinos; por otra parte, la dieta de las clases altas (mucha carne y mucho vino) no era mucho más sana que la de los labriegos (vegetales, cerveza o vino flojo)» (J.C. Russell: That Earlier Plague, Demography, 5, Londres, 1968).
El principal cronista de la época, el monje carmelita Jean de Venette (1308-1369), nos habla de los efectos fulminantes de la peste: «El que hoy estaba sano, mañana estaba muerto y enterrado. Tenían de repente bubones en las axilas, y la aparición de estas bubas era signo infalible de muerte».
El flagelo de las vicisitudes que produjo la Peste Negra caló hondo en la cultura europea. El humanista italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375) describe los efectos de la peste en Florencia en el principio de su obra máxima, el «Decamerón» (1353). Igualmente, los pintores flamencos Hieronymus Bosch «El Bosco» (1450-1516), Pieter Brueghel «El Viejo» (1528-1569) y su hijo, Pieter Brueghel «El Joven» (1564-1638), plasmaron con incomparable maestría una patética serie de pinturas que describen con gran realismo las convulsiones sociales de la Baja Edad Media durante la época de la peste: como la relajación de costumbres, la hipocresía del clero, la superstición y la ignorancia de los laicos, los crímenes y los excesos de los poderosos, etc.
Sería recién a fines del siglo XIX cuando el misterio de lo que causa la peste bubónica (del griego bubón: bulto, tumor, que se produce en las zonas ganglionares del cuerpo) sería desvelado: simultáneamente, el microbiólogo suizo Alexandre-Emile Yersin (1863-1943) y el bacteriólogo japonés Shibasaburu Kitisato (1852-1931) descubrirían el bacilo que la produce, —llamado Pasteurella pestis— durante un brote epidémico en Hong-Kong en 1894.
Véase Henry Sigerist: Civilization and Disease, University of Chicago Press, Chicago, 1943; Philip Ziegler: The Black Death, Harper & Row, Nueva York, 1969; G.A. Hodget: Historia social y económica de la Europa medieval, Alianza, Madrid, 1974; Henri Pirenne: Las ciudades medievales, Alianza, Madrid, 1975; J.N. Biraben: Les hommes et la Peste, 2 vols., Mouton, La Haya, 1975; William Mc Neill: Plagues and Peoples, Doubleday, Nueva York, 1976; E. Mitre, P. Azcarate y A. Arraz: Catástrofes medievales, Cuadernos Historia 16, nº 120, Madrid, 1985; J. Valdeón: La Baja Edad Media, Anaya, Madrid, 1987; Robert S. Gottfried: La muerte negra, FCE, México, 1989.


HOSPITALES
«He ordenado la construcción del hospital como señal de amplia compasión para con los enfermos pobres musulmanes». Muhammad V, sultán de Granada.
El primer hospital (en árabe maristán) más famoso del Islam fue el fundado en Damasco en 707; cien años después contaba con veinticuatro médicos. La enseñanza médica se daba principalmente en los hospitales. En 931 había 860 médicos titulados en Bagdad.
Entre los hospitales cuya construcción está históricamente comprobada, el primero fue el que se erigió en Bagdad hacia 800 bajo la dirección del gran médico nestoriano Ÿibril Ibn Bajtishu. Este hospital tomó como modelo la brillante y cosmopolita academia médica de Gundishapur.
A partir del siglo IX, las ciudades de todo el mundo musulmán, desde Asia central a al-Andalus, se dotaron de instituciones similares. En cada hospital había un equipo de médicos y cirujanos —algunos de ellos especialistas—, así como personal de ambos sexos (los pacientes femeninos y masculinos estaban separados). Distintos departamentos atendían los casos de medicina interna, cirujía, oftalmología y ortopedia. Además, cada hospital importante contaba con una administración (se llegaron a redactar tratados sobre la buena administración de los centros hospitalarios), un dispensario, una farmacia —donde se preparaban las recetas médicas—, varios almacenes, una mezquita y, con frecuencia, una biblioteca especializada. Los maestros, como por ejemplo el gran ar-Razí, dispensaban a los estudiantes una enseñanza teórica y práctica, basada en la observación clínica y sancionada por la redacción de una tesis y la obtención de un diploma que permitía ejercer la medicina, tras haber pronunciado el juramento de Hipócrates.
En El Cairo, el primer hospital fundado por Ahmad Ibn Tulún (835-884) —el primero de los cinco tuluníes que gobernaron entre 868 y 905— hacia 872, existía todavía en el siglo XV y otros establecimientos sanitarios fueron localizados allí posteriormente.
En el siglo XII, el maristán de Damasco de Nuruddín Ibn Imaduddín Zenguí (1118-1174), sultán de Siria y Egipto, era uno de los más grandes de la época, y el hospital al-Mansurí, fundado en 1284 por el sultán mameluco Saifuddín Qala’ûn al-Alfí (gobernante entre 1279-1290) en El Cairo -todavía conservado en parte-, podía albergar a ocho mil pacientes de ambos sexos.
Los más famosos hospitales de al-Andalus son los de la Granada nazarí. En el último reducto del Islam en Europa, había por lo menos dos maristanes y una casa cuna a mediados del siglo XIV. Uno de ellos fue fundado por el sultán Muhammad V (m. 1391) en 1365 y englobaba también un hospicio o casa de alienados. Según Ibn al-Jatib (ver aparte), este maristán aventajaba al hospital al-Mansurí de El Cairo, hospital modélico según todas las referencias. En 1496, por orden de los reyes Católicos Isabel y Fernando, se expulsa a los enfermos del mismo y se instala en el edificio una «ceca» o Casa de la Moneda. La sólida estructura llegó en perfecto estado hasta el año 1843 cuando fue lamentablemente demolida.
En este nosocomio se empleaban técnicas novedosas, como la musicoterapia (apelando al murmullo del agua de las fuentes o a suaves melodías ejecutadas con el laúd, el qanún o la flauta de caña) para curar a los perturbados mentales, algo bastante distinto a la idiosincracia occidental que, incluso hoy día, a las puertas del siglo XXI, todavía apela a métodos psiquiátricos como el electroshock, chalecos de fuerza, el uso de fármacos nocivos en las "curas de sueño", la lobotomía, etc., o a interminables y costosas secciones de psicoterapia con bastantes magros resultados: «Al igual que en el resto del mundo islámico, los locos, de no ser peligrosos, quedaban en libertad y no eran importunados nunca» (Fernando Díaz-Plaja: La vida cotidiana en la España musulmana, Edaf, Madrid, 1993, pág. 336). Actualmente, el maristán que está cerca de Jan el Jalili en El Cairo emplea la música y el ruido del agua para curar a los dementes.

Pioneros de la medicina moderna
Los musulmanes superaron rápidamente a sus maestros. El gobierno califal, que difundió copias de los manuscritos por todo el mundo islámico (Egipto, Siria, Magreb, al-Andalus), supervisaba la práctica médica y paramédica de cirujanos, ortopedistas, oculistas, veterinarios, perfumistas (por los cadáveres), fabricantes de jarabes, boticarios y droguistas. Se publicaban manuales de clínica y la construcción de hospitales se extendió desde Irak a todo el mundo islámico.
Establecido en Bagdad, el médico y traductor iraní Alí Ibn Rabban at-Tabarí (m. 850) —no confundirlo con el historiador at-Tabarí (839-923)—, redactó el primer tratado médico completo en árabe, el «Libro de la sabiduría», en el que abordó todas las ramas de la medicina de entonces. En Egipto, donde fue notable la extensión de hospitales y bibliotecas, eran especialmente frecuentes las enfermedades oculares (y ello hasta el siglo XX); esto explica que Ibn Alí al-Mausilí escribiera para los fatimíes su «Libro sobre el tratamiento de las enfermedades del ojo», que fue una obra de referencia en Europa hasta el siglo XVIII.
El médico y filósofo judío Abu al-Barakat Hibat Allah Ibn Malká al-Bagdadí Awhad al-Zamán (1096-1170), de quien sabemos algo gracias al viajero judeo-andalusí Benjamín de Tudela (ver aparte), se convirtió al Islam en sus últimos años (entre 1160 y 1170) y es autor del Kitab al-Mu’tabar («Libro de lo que ha sido establecido por reflexiones personales»).
Las invasiones mongolas en los siglos XIII-XIV no impidieron que la medicina —la veterinaria incluída— conociera un brillante período (¡gracias al mecenazgo de los mogoles islamizados!) tal como patentiza en particular el médico, político e historiador persa Rashíd al-Din (1247-1318), que promovió la construcción de hospitales en Tabriz y fue médico personal del ilján mongol shií Ulÿaitú, que gobernó Irán entre 1304 y 1316.
El «renacimiento safaví» incidió también en la renovación de la medicina mediante obras como «La quintaesencia de la experiencia» (clínica), —en árabe, Julasat al-taÿarib—, de Muhammad Husaini Nurbajshí (m. 1507), conocido como Baha ud-Daula.
Entre otros notables facultativos safavíes pueden mencionarse a Hakim Muhammad (siglo XVII), tempranamente un oficial en el ejército otomano que escribió el «Tesoro Perfecto» (Dhajira-ie kamilah), el cual es el único tratado de cirugía de la época safávida, a Sultan Alí Gunadí y su Dastur al-ilaÿ ("Reglas de tratamiento", a Kamaluddín Husaini de Mahán que redactóel Risalah dar tiriaq ("Tratado sobre la triaca"), y a Mir Muhammad Zamán, que compuso el Tuhfat al-mu’minim ("Regalo para los creyentes"), que trata tantos temas médicos como farmacológicos.
En la medida que la sífilis se expandía por el Irán del siglo XVII, importada por los viajeros extranjeros, especialmente franceses, es importante señalar el tratamiento aconsejado por un médico como Imaduddín para combatir el flagelo, a lo que los persas llamaban «fuego franco» (atishak-e faranÿi). La enfermedad fue primeramente observada por Baha ud-Daula, pero el tratamiento curativo fue llevado a cabo por Imaduddín. Su autoridad en la materia fue tan acabada, que incluso hoy día se continúa aplicando este tratamiento en algunas regiones de Irán y de la India.
La medicina islámica persa se difundió en la India desde el siglo XIV con la "Anatomía ilustrada" (1326) de Muhammad Ibn Ahmad Ilias. Ya en el siglo XV, Mansur Ibn Faqih Ilias escribió un famoso tratado de anatomía en persa, el Tashrih-e Mansurí ("La anatomía de Mansur"), dedicado al príncipe musulmán indio Pir Muhammad Bahadur Jan. Ain al-Mulk de Shiraz, dedicó su «Vocabulario de las drogas» (al-Alfaz al-adwiya) al soberano mogol Shah Ÿahán; del mismo modo ostenta el nombre de un príncipe mogol la obra Tibb-e Dara Shikohi ("Medicina de Dara Shikoh"), última gran enciclopedia médica musulmana. Dara Shikoh (1615-1659), hijo de Shah Ÿahán, fue un erudito que intentó conciliar las filosofías y místicas del Islam y el Hinduismo.
El primer gran médico otomano fue Hayyí Bashá Jidr al-Ayidiní (siglo XV), que vivió en El Cairo y escribió el Kitab shifá al-asqam wa dawa al-alam ("Libro de la curación de la enfermedad y del remedio de las penas"). Otro gran facultativo otomano fue Muhamad al-Qausuní (siglo XVI), médico de los sultanes Suleimán I el Magnífico (1494-1566) y Selim II (1524-1574), que redactó un tratado sobre las hemorroides llamado Kitab zad al-masir fi ‘ilaÿ al-bawasir ("Libro de la Provisión para la Curación de las Hemorroides"). En el siglo XVII sobresalió Salih Ibn Sallum, médico de Murad IV (1612-1640), que estudió la obra del controvertido médico y alquimista suizo Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim, llamado Paracelso (1493-1541).
El primer tratado otomano sobre la sífilis fue presentado al sultán Mehmed IV en 1655, basado en un famoso trabajo de Girolamo de Verona (1483-1553), con algunos préstamos de las investigaciones de Jean Fernel (1497-1558) sobre el tratamiento de esta enfermedad. Sin embargo, como fácilmente se puede comprobar, la medicina otomana estaba atrasada sobre éste y otros temas en más de un siglo con respecto a la de los europeos.
En el imperio otomano junto a los facultativos musulmanes se destacaron griegos como Panagiotis Nicussias (m. 1673), graduado en la Universidad de Padua, y Alexandros Mavrocordátos —no confundirlo con el patriota homónimo de la independencia helénica que vivió entre 1791-1865—, y el cretense convertido al Islam Nuh Ibn Abdulmennan.

Médicos judíos al servicio del Islam
También numerosos médicos judíos, aportaron conocimiento y experiencias a los musulmanes otomanos, como es el caso de Manuel Brudo, llamado a veces Brudus Lusitanus, «Brudo el Lusitano», un criptojudío portugués que escapó de Portugal en 1530 y al llegar a Estambul pudo practicar el judaísmo con entera libertad. Moshé Hamón y Musa Ÿalinus al-Israilí (Moisés, el Galeno judío) fueron dos eminentes médicos judíos que se destacaron en la época del sultán Suleimán el Magnífico.
Hayatizadeh Feizí (m. 1691), famoso por sus obras médicas escritas en turco basadas en fuentes occidentales, fue un judío converso al Islam que fue el jefe de los médicos de la corte otomana bajo el gobierno de los sultanes Muhammad IV (1648-87) y Suleimán Ibrahim II (1687-1691).

Razes
La figura sobresaliente en esta humana dinastía de sanadores fue Abu Bakr Muhammad ar-Razí (844-926), famoso en Europa con el nombre de Razes. Como la mayor parte de los principales científicos y filósofos de su tiempo, era un persa que escribía en árabe. Nacido en Rei (la antigua Ragha), a unos ocho kilómetros del Teherán de nuestros días, estudió química, alquimia y medicina en Bagdad y escribió 237 libros, la mitad de medicina, de los cuales sólo 37 han sido recuperados. Su Kitab al-Hawi (Libro enciclopédico) trataba en veinte tomos todas las ramas de la medicina y todos los conocimientos de la medicina griega, siria y árabe antigua. Traducido al latín con el título de Liber continents, fue probablemente el libro de medicina más respetado y empleado con frecuencia en el mundo europeo durante varios siglos; era uno de los nueve libros —otro era el Canon de Avicena— que componían toda la biblioteca de la Facultad de Medicina de la Universidad de París en 1395.
Su monografía «Sobre la viruela y la escarlatina» (Kitab al-gadari wa al-hasba) puede considerarse como la primera descripción clásica de la viruela. Sus numerosas invenciones, el alcohol y el ácido sulfúrico por ejemplo, transformaron la ciencia química.
La más famosa de las obras de ar-Razí fue una exposición, en diez volúmenes, de la ciencia médica, el Kitab al-Mansurí ("Libro para Almansur"), dedicado a un príncipe del Jorasán. Gerardo de Cremona (1114-1187) tradujo al latín; el tomo noveno de esta traducción, el Nonus Almansoris, que fue un texto popular en las universidades europeas hasta el siglo XVI.
Ar-Razí introdujo nuevos remedios, como el ünguento mercurial, y el empleo del hilo de tripa en las suturas. Algunas de sus obras más breves muestran un amable aspecto de su carácter: una de ellas trataba «De cómo aun médicos expertos no pueden curar todas las enfermedades»; otra se titulaba: «Por qué ignorantes médicos, legos y mujeres tienen más éxito que sabios doctores en medicina».
Ar-Razí declara que el progreso científico sólo es posible si se sigue la huella de los antiguos, porque «el más reciente se beneficia con las adquisiciones de sus predecesores, a las que agrega su estudio personal».

Al-Israilí
Abu Yaqub Ishaq Ibn Suleimán al-Israilí (855-955), fue un célebre oculista y filósofo judío nacido en Egipto que ejerció en la ciudad de Qairuán, la capital de Ifriqiyya (Tunicia y Argelia oriental); sus libros sobre los elementos, las fiebres y la orina se tradujeron al latín en la Edad Media (con el nombre de Isaac Judaeus), al igual que su obra «Particularidades de la dieta». En cambio, su «Guía del médico», redactada en árabe, se ha conservado gracias a su traducción al hebreo.
El nombre de al-Israilí se ha vinculado al de Haly Abbás (ver más adelante) debido a que el traductor Constantino el Africano (siglo XI) atribuyó erróneamente a al-Israilí algunos textos que eran originales de ese médico iraní. Entre las auténticas contribuciones de al-Israilí —aparte de las ya mencionadas— se encuentra una colección de aforismos en hebreo, algunos de los cuales se inspiraban en las ideas de Razes. Los siguientes son un ejemplo significativo: «Si puedes curar al paciente valiéndote de una dieta, no recurras a los medicamentos». «No confíes en las panaceas, porque casi siempre son fruto de la ignorancia y la superstición». «Debes procurar que el paciente tenga fe en su curación, incluso aunque tú no estés seguro de ella, porque así favoreces la fuerza sanadora de la Naturaleza».

Haly Abbás
Alí Ibn al-Abbás al-Maÿusí (m. 994), el Haly Abbás de los latinos, era un médico persa, nacido en Ahwaz (hoy capital de la provincia iraní del Juzistán). El sobrenombre de al-Maÿusí («el mago») indica que su padre o su abuelo eran zoroastrianos (a los miembros de esta antigua creencia se los llamaba magos, de allí la historia de los «Tres Reyes Magos» persas). Miembro de la escuela shií, vivió en Bagdad bajo la protección del buyí Adud al-Daula (936-983).
El Kitab al-maliki («Libro real» o Liber regius, como lo llamaron los latinos), su trabajo principal, se lo dedicó a su mecenas y lleva como subtítulo Kamil al-sina’a al-tibbiyya («lo perfecto del arte médico»). Se divide en veinte maqalat («discursos»), de los cuales los diez primeros consideran la teoría y los restantes la práctica.
Un aspecto interesantísimo de esta obra casi desconocida fuera del ámbito de la investigación, es que en los tres primeros capítulos del primer discurso Alí Ibn al-Abbás, al considerar en general a la medicina y a los médicos, menciona y analiza críticamente muchos autores y obras del mundo helénico y musulmán, dando sobre todos un juicio sintético. Entre los distintos facultativos cita a Hipócrates (460-377 a.C), que estima demasiado conciso, a Claudio Galeno (131-200), que en cambio le parece excesivamente extenso, a Oribasius de Pérgamo (325-400) —que descubrió las glándulas salivares y fue médico personal del emperador romano Juliano el Apóstata (331-363)—, y a Pablo de Egina (625-690) —cirujano y autor de la enciclopedia Epitomae medicae libri septem—, quienes según él dice, han tratado de una manera insuficiente la anatomía, la cirugía, la filosofía natural, la patología humoral y la etiología; en cuanto al médico cristiano sirio Iahia Ibn Serafiún (segunda mitad del siglo IX), el Serapion de los latinos, según Alí Ibn al-Abbás, ignora la cirugía y no habla de enfermedades importantes. Finalmente, se ocupa ampliamente y con admiración de ar-Razí, y lo categoriza como el primer gran médico del Islam.

Avicena
En la escuela de medicina de la Universidad de París, en el siglo XIV, había dos retratos de médicos musulmanes: «Razes» y «Avicena». El Islam conoce a uno de sus filósofos más grandes y médicos más famosos con el nombre de Abu Alí al-Husain Ibn Siná (980-1037). «A la edad de diez años -dice el historiador Ibn Jalikán- conocía perfectamente el Corán y la literatura en general, y había obtenido cierto grado de información en teología, aritmética y álgebra». Avicena reunió, juntamente con el legado de los conocimientos de la medicina griega, las aportaciones hechas por los musulmanes en su gigantesco «Canon de Medicina» (al-Qanun fi-l-Tibb), que constituye la obra maestra culminante de la sistematización islámica. Esta enciclopedia, que fue traducida al latín por Gerardo de Cremona y considerada indispensable en las universidades europeas hasta el siglo XVII, trata de medicina general, de medicamentos, de enfermedades que afectan a todas las partes del cuerpo, de la cabeza a los pies, de patología especial y de farmacopea.
Avicena distinguió 15 tipos de enfermedades y prescribió 760 remedios. Asimismo, identificó la tuberculosis, la menigitis y otras inflamaciones, e investigó las dolencias neurológicas. Eximio cirujano, diseñó óptimo instrumental quirúrgico.
Con Avicena «el príncipe de los médicos», la Medicina Islámica alcanzó su cenit en Oriente. desde aquella época, la tumba del gran médico y filósofo en Hamadán (Irán) es objeto de piadosa veneración.
Véase Hirschberg y Lippert: Die Augenheilkunde des Ibn Sina, Leipzig, 1902; P. De Koning: Avicenne. Livre Premier du Canon, París, 1903; Holmyard y Mandeville: Avicennae de Congelatione et Conglutinatione Lapidum, París, 1927; O.C. Grunter: A Treatise on the Canon of Medicine of Avicenna. Incorporating a translation of the first book, Londres, 1930.

Ibn al-Ÿazzar
Abu Ÿa’far Ahmad Ibn Ibrahim Ibn Abi Jalid al-Ÿazzar (931-1009), fue un médico oriundo de Qairuán (Tunicia) y discípulo de Abu Yaqub Ishaq Ibn Suleiman al-Israilí (855- 955), el famoso filósofo y oculista judío. Ibn al-Ÿazzar, el Algizar de los latinos, es autor de una obra médica monumental, el Zad al-musafir, que fue traducida al latín con el nombre de Viaticum peregrinantis por el monje viajero Constantino el Africano (1015-1087) de la abadía de Montecassino.
Tal vez el más completo vademécum de la medicina medieval, el Zad al-musafir consiste de siete libros y abarca las distintas enfermedades y sus tratamientos en una forma concisa. Contiene valiosas anotaciones, algunas desconocidas provenientes de médicos y filósofos como Aristóteles, Rufus, Galeno, Polemón, Qusta Ibn Luqa, Ishaq Ibn Imran e Ishaq Ibn Suleiman al-Israilí. Fue el principal libro de referencia en la Europa cristiana medieval y largamente utilizado en las escuelas de medicina (Salerno y Montpellier), y en las universidades (Bolonia, París, Oxford).
El Libro VI trata sobre las enfermedades venéreas que afectan a hombres y mujeres, y es de radical importancia para la historia de la sexualidad, tanto que influyó definitivamente en la composición de un tratado de obstetricia producido por la escuela salernitana, llamado, el Cum Actuor, cuya autora posible —se dice— es la legendaria médica llamada Trótula. El científico e investigador Gerrit Bos del Wellcome Institute for the History of Medicine de Londres ha publicado recientemente la obra erudita Ibn al-Jazzar on Sexual Diseases. A Critical Edition and Translation of Book Six of Zad al-musafir (E.J. Brill, Leiden, 1995).

Abulcasis
Uno de los médicos andalusíes más famosos es Abu-l-Qásim al-Zahrawí (936-1013), latinizado Abulcasis. Fue uno de los más grandes cirujanos del Islam y uno de los más importantes de la Europa medieval. Abulcasis fue fìsico en la corte de al-Hakam. Su celebridad radica en su Kitab al-tasrif fi liman aÿaz ‘an al-ta’alif ("Libro de la ayuda para quien carece de habilidad para usar voluminosos tratados"). En el libro se incluye una detallada sección quirúrgica, la primera de su clase, que resume el conocimiento quirúrgico de su tiempo. Este apartado fue traducido primero en latín por el incansable Gerardo de Cremona, y luego se vertió al provenzal y al hebreo. A mediados del siglo XIV un famoso cirujano francés lo incorporó a su libro. Tuvo muchas ediciones, entre las que se cuentan una de Venecia (1497), otra de Basilea (1541), y la tercera de Oxford (1778). Durante siglos el libro de Abulcasis ha sido texto obligado en las escuelas de medicina de Salerno, Lovaina y Montpellier.
Abulcasis trató por primera vez o puso énfasis especial en la cauterización de las heridas y describió la formación de cálculos en la vejiga. También publicó la necesidad de la disección y la vivisección. Aspecto destacable del libro del facultativo andalusí eran las ilustraciones de los instrumentos usados por el autor, que sirvieron de modelo en Asia y Europa.

Averroes
Abu al-Ualid Muhammad ben Ahmad Ibn Rushd, conocido universalmente como Averroes (1126-1198) fue uno de los máximos sabios de al-Andalus y del Islam occidental. Su obra médica ha sido casi olvidada en su fama como filósofo. Sin embargo, fue «uno de los más grandes médicos de su tiempo», junto con sus amigos Abentofail y Avenzoar, el primero en explicar la función de la retina y en reconocer que un ataque de viruela confiere una inmunidad subsiguiente. Su enciclopedia médica Kitab al-kulliyat fi al-tibb ("Libro sobre las generalidades de la Medicina") se compone de siete volúmenes que tratan respectivamente de anatomía, diagnosis, fisiología, higiene, materia médica, patología y terapéutica, y fue extensamente usada como libro de texto en las universidades cristianas, como Oxford, París, Lovaina, Montpellier y Roma.

Avenzoar
Ibn Zuhr, latinizado Avenzoar (1095-1161), andalusí nacido en Sevilla, que residió un tiempo en El Cairo, escribió el Kitab al-taysir fi ad-madawat wa-al-tadbir ("Libro que facilita el estudio de la terapéutica y la dieta"), un manual que un siglo más tarde fue traducido al latín consiguiendo una gran difusión, por consejos de su amigo y colega Averroes. En esta obra se describe por primera vez el absceso de periocardio, se recomienda la traqueotomía y la alimentación artificial del esófago. Avenzoar es uno de los primeros médicos en dar la noticia sobre el ácaro que produce la sarna. Eran los tiempos en que en al-Andalus se había creado un Ministerio de Investigaciones y Sanidad y a los perturbados mentales se los curaba utilizando terapias musicales en hospicios especiales dotados de jardines y fuentes de agua, un nivel aun no alcanzado por la psicoterapia occidental.
En sus trabajos se ocupa de las técnicas de preparación de los medicamentos, de las aplicaciones prácticas de la dieta y de la alquimia. Ejerció una importante influencia en la enseñanza de la medicina y la alquimia en la Europa medieval, a través de la traducción de sus textos al hebreo y al latín.

Al-Gafiqí
En la primera mitad del siglo XII vivió el oculista Muhammad Ibn Qassum Ibn Aslam al-Gafiqí, que nació cerca de Córdoba y practicó en dicha ciudad. Este fue el autor del Kitab al-murshid fi-l-kuhl ("Guía del oculista") del que se conserva un manuscrito único en la biblioteca de El Escorial. El tratado está compuesto por seis libros, ocupándose de medicina ocular e higiene de los ojos en los dos últimos, y puede considerarse como un fiel ejemplo de los conocimientos oftalmológicos que llegó a dominar la medicina islámica de la época. El instrumento óptico de dos cristales montados en armadura que se sujeta a las orejas llamado gafas, debe su nombre al inventor, el oculista andalusí al-Gafiqí.

Alhazen
Abu Alí al-Hasan Ibn al-Haitham, el Alhazen de los latinos, nacido en Basra (Irak) hacia 965, y muerto en El Cairo en 1039, y cuya actividad se desáarrolló especialmente en Egipto bajo la administración del califa fatimí al-Hakim (996-1021), ha sido llamado con justicia «el padre de la óptica». Fue el primero en describir el ojo humano. Dio también una explicación de la visión binocular; estudió cuidadosamente los fenómenos de reflexión y de refracción, y, haciendo experiencias con segmentos esféricos o curvos (recipientes de vidrio llenos de agua), se aproximó al descubrimiento del fenómeno del poder aumentativo de los lentes, hecho que recién tres siglos después encontró su explicación en Italia, y todavía tres siglos más tarde su explicación teórica.
Su principal tratado sobre el tema es el Kitab al-manazir ("Libro de la óptica"), cuya influencia en Oriente y en los ámbitos universitarios europeos fue enorme. Realizó numerosísimas investigaciones y descubrimientos. El fenómeno de la refracción atmosférica llamó su atención y con él explicó por qué el sol y la luna cerca del horizonte parecen más grandes. Estudió el fenómeno del crepúsculo y en catóptrica hizo experiencias con numerosos espejos convexos y cóncavos.
Es importante señalar que Alhazen hizo también importantes contribuciones al estudio de la refracción y descubrió una aproximación que luego determinaron el astrónomo holandés Willebrord van Royen Snell (1580-1626) y el filósofo y matemático francés René Descartes (1596-1650).
Es fundamental señalar que Alhazen fue al mismo tiempo un hábil experimentador, que construía personalmente piezas de repuestos para sus aparatos, y un teórico consumado, familiarizado con las técnicas matemáticas más perfeccionadas de su época. Al conciliar la teoría con la experimentación, Alhazen se anticipó a la ciencia moderna occidental, nacida, según el filósofo, matemático y sociólogo británico Bertrand Russell (1872-1970), de la unión entre la especulación griega y el empirismo islámico.
La medicina musulmana atribuía especial importancia al cuidado de los ojos. El oftalmólogo, kahhál en árabe, era un personaje familiar en la sociedad musulmana de Egipto, Irán o al-Andalus, que simultáneamente practicaba la medicina y a menudo actuaba como consejero y psicólogo.
La oftalmología islámica estableció un nexo estrecho entre el cerebro y el ojo conocimientos que hoy sorprenden por lo avanzados. Estos incluían el empleo de anestésicos en cirugía. Finalmente, cabe destacar que el árabe proporcionó a las lenguas europeas numerosos términos en materia de oftalmología. Véase R. Rashed: Optique et mathématiques: recherches sur l’histoire de la pensée scientifique en arabe, Variorum, Londres, 1992.

Ibn Nafís
Sobre el médico musulmán de origen sirio llamado Ibn al-Nafís (1210-1288) se tienen pocos datos , ya que un contemporáneo suyo, el bibliógrafo y médico Ibn Abi Usaibí’a (1194-1270), no le menciona en su ‘Uiún al-anba fi tabaqat al-atibba ("Las fuentes esenciales de la clasificación de los médicos"), que contiene 380 biografías, comenzando por los griegos y acabando con sus contemporáneos (ed. Muller, 2 vols., 1884.).
Ibn al-Nafís estudió, además de medicina, gramática, lógica y teología. Fue médico principal en Egipto y médico personal del sultán mameluco Malik az-Zahir as-Salihí Ruknuddín Baibars Bundukdarí (1223-1277), el heroico paladín que venció repetidamente a los cruzados, considerado «el salvador del Islam» por detener una gran invasión de los mongoles el 3 de septiembre de 1260, en la batalla de Ain Ÿalut ("Las fuentes de Goliat"), en el norte de Palestina, cerca de Nazaret (cfr. R. Grousset: Histoire des croisades et du royaume franc de de Jérusalem, vol. VII y VIII, Tallander, París, 1981).
Asimismo, Ibn al Nafís desarrolló una destacable actividad literaria. Sin embargo, su más importante logro es el haber descubierto la circulación menor de la sangre. Esto ocurría tres siglos y medio antes de la época de William Harvey (1578-1657), el médico inglés a quien se atribuye el «descubrimiento». Lo que hace especialmente notable el descubrimiento de Ibn al-Nafís es el que llegó a él más por deducción que por disección. Se ha descrito a este científico del siglo XIII como «el que no receta una medicina cuando bastará con la dieta».

Ibn al-Quff
Ibn al-Quff (1233-1286) es un médico de origen sirio que utiliza las enseñanzas de Abulcasis y las aplica en los tratamientos de las heridas producidas en los combates mantenidos entre los musulmanes y los invasores cruzados. en tierras de Egipto y Palestina. Su obra principal, el Kitab al-’umda fi sina’at al- ÿiraha ("Libro del arte de la cirugía") ofrece un completo tratado sobre cirugía. Ibn al-Quff pretende mediante este trabajo que los cirujanos aprendan teoría médica, para de ese desempeñar correctamente la labor que tienen encomendada. Su obra, pese a no ser muy divulgada, es un importante eslabón en la cirugía medieval.

Ibn al-Jatib
Abu Abdallah Muhammad al-Salmaní Ibn al-Jatib (1333-1375), a quien dieron por su elocuencia sus contemporáneos el honroso sobrenombre de Lisán ud Din o «Lengua de la fe», es el más completo escritor de la Granada nazarí y uno de los más importantes adherentes al pensamiento shií en al-Andalus. Nacido probablemente en Loja (ciudad al oeste de Granada por el camino que va a Antequera) su maestro fue el sabio y poeta Ibn al-Ÿayyab (1274-1349), que escribió exquisitos poemas a la Alhambra y el Generalife. Uno de sus mejores amigos fue el historiador Ibn Jaldún (ver aparte). Fue político, historiador, filósofo, místico, literato y un médico muy afamado. Su Kitab al-Wusul li hifz al-sihha fi al-fusul ("Libro de la Higiene según las estaciones del año"), traducido directamente del árabe por la profesora María de la Concepción Vázquez de Benito, de la Universidad de Salamanca (1984), nos da informaciones sobre cómo combatir la peste bubónica, la famosa «Peste Negra» que asoló Europa hacia 1348. Igualmente son importantes sus trabajos históricos sobre Granada: al-Ihata fi ta’rij Garnata, y al-Lamha al-badriyya fi-l-daula al-nasriyya, y sobre mística: Rawdat al-ta’rif bi-l-hubb al-sharif. Véase muy especialmente Emilio de Santiago: El polígrafo granadino Ibn al-Jatib y el sufismo, Diputación Provincial de Historia del Islam, Granada, 1986, y Rachel Arié: El Reino Nasrí de Granada 1232-1492, Mapfre, Madrid, 1992; Ibn al-Jatib: Historia de los reyes de la Alhambra (al-Lamha al-Badriyya fi-l-daula al-nasriyya). Traducción de José María Casciaro y estudio preliminar de Emilio Molina, Ed. Universidad de Granada, Granada, 1998.
El investigador español Jacinto Bosch Vilá (1922-1985), catedrático-director del Departamento de Historia del Islam de la Universidad de Granada, dice que «Ibn al-Jatib era un hombre de gran personalidad en sí mismo, el primero en todo, capaz de lo más difícil, mordaz, también, cuando quería serlo. Agudo observador, de pluma ágil y artística, pensador y creador, convincente, inteligente y diplomático. Objeto de envidias que se trocaban en odios, de odios que se hacían calumnias, que arrastraban a la muerte».

Publicado por WebIslam
Fuente: www.islamchile.com
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Muhammad ibn Massarra, un maestro cordobés del pensamiento y la filosofía

Su obra trascendió Al-Andalus y tuvo una gan influencia en el sufismo
Muhammad ibn Massarra es uno de los primeros maestros del pensamiento y la filosofía en el mundo islámico, partiendo de presupuestos del conocimiento del Din del Islam y filosóficos, de acuerdo con las formas gnósticas y unitarias.
Vivió en un período de importantes transformaciones a nivel de identidad y cultura en Al-Andalus (883-931), marcándole profundamente, tanto en su metodología como en los fundamentos de sus reflexiones. Ya en su adolescencia supo rodearse de un importante círculo de amigos y discípulos. La heterodoxia de sus enseñanzas despertaba graves sospechas entre los sabios y pensadores unitarios más dogmáticos, dando lugar a enfrentamientos que terminarían cuando emprendió un largo viaje al Oriente. Con el triunfo de la revolución islámica en Al-Andalus, y ya en tiempos de ‘Abd al-Rahmân III, volvió a su patria andaluza, pasando el resto de su vida en un retiro de la Serranía de Córdoba, dedicándose a la enseñanza e iniciación de un grupo reducido de discípulos.
De acuerdo con el pensamiento de Ibn Massarra, sus fundamentos filosóficos formarían escuela a partir de Empédocles, y sus teorías acerca del origen de la materia, del origen de la existencia. Se apoyaría, de igual forma, para su punto de partida e intento de explicación comprensiva de la existencia como problema filosófico, en Plotino y Aristóteles, a los que siguió con gran conocimiento.

En su teoría acerca de la existencia, mantiene Ibn Massarra que en todo lo creado (a partir del axioma de la creación) existe algo paciente o receptor que se hallaría frente al actor creador en sí. Ese algo paciente puede ser comparado, de forma simbólica, con una materia, a partir de la cual estaría hecho el mundo. O con otras palabras, y para evitar el gravísimo error teológico de pensar la posibilidad de que un dios creara el mundo a partir de algo existente fuera de él, afirma que la realidad es el acto puro y la recepción pura, inseparables dentro de la esencia divina, enfrentándose en la existencia finita. Todo ello caracterizaría a las criaturas, es decir, a lo finito o creado. Acto y recepción, acción y pasividad, etcétera, se diferencian, como polos extremos, entre los cuales se desarrollan las criaturas.
De todo ello se deduce que el acto puro estaría siempre del lado de la unidad. Como una luz que parte de una fuente, mantiene una acción el polo receptor comparado a un espejo que refleja dicha luz, o como un medio que la refracta. Todo ello sería la raíz de la pluralidad. A esta materia originaria, o fuente original, se la conoce en griego con el término hyle y hayûla, en árabe, que entre otras cosas viene a significar la conocida distinción griega antigua entre forma y materia, que a su vez sería plásticamente formulada a modo de ejemplo artístico, donde una forma existente en la mente es posible imprimirla en una materia moldeable (por ejemplo, la estatua).
De todas formas, y a partir del pensamiento de Ibn Massarra, entendemos que todo ello no debe inducir a figurarnos la materia original como algo material, tal y como hoy lo comprendemos; ya que en este aspecto sigue de cerca a Aristóteles, el cual manifestó que la materia original en sí, antes de tomar una forma, no es ni visible ni imaginable. Evidentemente, con ello, Aristóteles sólo haría referencia a la materia original de la vida, de este mundo; con mayor razón, para afirmar este mismo criterio, acerca de Ibn Massarra, dado del carácter filosófico de su pensamiento y su concepción de Allah y el Universo.
Es su teoría acerca de los polos activo y receptivo, los cuales en sus diferentes relaciones van creando todo un universo y jerarquía de grados de existencia, que resultaría de la determinación mutua entre estos polos: de las nupcias del polo puramente activo con el puramente receptivo nace, como primer grado, una realidad relativamente activa, frente a la cual se halla, como segundo grado, otra realidad relativamente receptiva (figurativamente podríamos hablar de una forma materializada y de una materia informada); las nupcias de los polos se van repitiendo de forma gradual hasta llegar a la materia, aunque de una forma relativamente receptiva, que daría lugar –según esta teoría- a la base del mundo físico, y que fue llamada por los filósofos latinos materia signata quantitate. Con todo ello, los dos polos primeros, el acto puro y la materia original, permanecerían siempre iguales a ellos mismos: la materia original, pues, sería, hablando en términos esotéricos, la madre fecunda y siempre virgen del universo.
En su intento de explicar el origen del mundo y las cosas a partir de la materia original, Ibn Massarra haría uso de la conocida parábola de los polvitos solares, que se remontan a ‘Alî, yerno del profeta, que haría precipitar en el Islám gran parte de las fórmulas filosóficas y sufies. Esta parábola dice que sin la irradiación del Sol, que cae sobre las partículas de polvo suspendidas en el aire, éstas no podrían aparecer visibles, y sin las partículas de polvo los propios rayos solares no se distinguirían en el aire; éstas se corresponden a la materia original que, en sí, sin el reflejo de los rayos del Sol, a imagen de la luz divina, carecerían de entidad.
Gracias a esta parábola, la doctrina de la materia original recibe un sentido que va mucho más allá del horizonte exclusivo de la filosofía, en cuanto está se halla ligada al pensamiento deductivo. En última instancia, la parábola de las partículas de polvo iluminadas por el sol se refieren al concepto del conocimiento de la unidad e indivisibilidad de Allah. Importante cuestión ideológica que conllevaría las sucesivas transformaciones políticas y culturales que darían como logro la revolución de los andalusíes en Al-Andalus.
A nivel ideológico, era la pugna entre la concepción unitaria de Allah y de la división trinitaria de Dios cristiana. Así pues, en el pensamiento de Ibn Massarra vemos la imagen de un andaluz unitario inserto en la vorágine de los acontecimientos revolucionarios islámicos que, por su nombre, ya es un fiel reflejo de la arabización y la islamización de la Bética, y que en su pensamiento deductivo ha traspasado el simple campo del gnosticismo hacia una comprensión intelectual del Islam.
Podremos comparar, al hacer referencia a Dante Alighieri, cómo la doctrina de los grados de existencia y su representación figurativa, serían posteriormente utilizadas también por los cristianos del Renacimiento, siendo fieles seguidores de las enseñanzas del andaluz Ibn Massarra. Como eslabón espiritual intermedio aparece un escrito latino, de autor cristiano desconocido, cuyo único ejemplar conservado se encuentra hoy en París, pero, según todos los indicios, fue compuesto en Al-Andalus y copiado en Bologna hacia finales del siglo XII. Describe éste la ascensión del alma a través de las esferas celestes, dando al mismo tiempo un panorama esquemático del universo, donde los diferentes elementos de la cosmología árabe y andalusí aparecen en su justo lugar. A simple vista, la obra parece describir el viaje del alma a la otra vida, al más allá; pero en realidad, de lo que se trata, al igual que en la Divina Comedia de Dante, es de la ascensión del espíritu contemplativo a través de todos los estados del ser y de la conciencia hasta llegar al origen divino.
Lo que ha confundido a los investigadores modernos del manuscrito es la circunstancia de que la jerarquía de los cielos astronómicos, que –como en los cosmólogos árabes- son diez; son interpretados de tres modos distintos, aparentemente contradictorios: primero como grados de la perfección humana o de la virtud contemplativa, la segunda vez como grados del puro conocimiento del Creador y la tercera vez –con sentido negativo y por un orden invertido- como precipitación gradual del alma en estados de esclavitud y desgarramiento.
Esta triple interpretación se explica del modo siguiente: según Avicena, corresponde a cada uno de los cielos astronómicos tanto un grado del alma universal como un modo de conocer el intelecto universal; al mismo tiempo los cielos astronómicos son expresión de fuerzas naturales que dominan este mundo terrenal y que tiene para el alma que les es entregada necesariamente un carácter fatal y tiránico (Burckhardt, T.: La civilización hispano-árabe, pp. 169-173).
Existe un esquema que ilustra el manuscrito, donde los estados del mundo físico, psíquico y espiritual se representan todos de un modo continuo y en un mismo nivel formando círculos concéntricos. El círculo exterior de esta jerarquía lleva el título: El primer efecto, el primer ser creado, el origen de todas las criaturas, en el cual están contenidas las criaturas. Ello no significa otra cosa que el espíritu universal (rûh al-kull) o la primera facultad cognoscitiva, el intelectus primus latino (al-áql al-awwal) de los cosmólogos musulmanes.
De alguna forma, el criterio cristiano también quedaría señalado aquí, y se trataría del reflejo inmediato del logos en la creación. En el exterior de este círculo encontramos dos círculos más, estando marcado el interior de éstos con la denominación de forma original (la forma in potentia de los latinos), que se refiere al polo activo o generador del universo. Ello recuerda particularmente la doctrina de Ibn Gabirol y también el hecho de que por encima de todos los círculos se encuentre la leyenda: Voluntad del Creador como señalando la última razón de la existencia.
Por encima del sistema geométrico de los grados de existencia, encontramos la imagen del Cristo entronizado, cuyos pies son tocados por los círculos más altos y las figuras humanas que ascienden hacia ellos. La posición sui generis que ocupa la obra, su papel como eslabón que une al mundo cristiano-unitario y gnóstico, con la revolución andalusí musulmana en Al-Andalus.
Continuando con su biografía sería su padre, comerciante aficionado al marazilismo, quien le iniciaría en estos estudios teológicos y filosóficos. Entre otras tantas acusaciones que a sus enseñanzas se le hicieron, especialmente se le atribuye la herejía motazil, que atribuye la libertad humana, la causalidad de todos los actos y que niega, al mismo tiempo, la existencia del infierno; todo ello, unido a la conflictiva situación por la que atravesaba el emirato de ‘Abd Allâh, debido a la revuelta de Ibn Hafsûn, que originaría la condena del emir, lo que motivaría, como ya señalamos, su huida de Al-Andalus, so pretexto de una peregrinación (Hayy) oficial a la Meka acompañándole en el viaje dos de sus más fieles discípulos.
Tras su regreso a Córdoba, de nuevo buscaría aislarse con sus discípulos en un retiro de la Sierra de Córdoba (donde se construyó un pequeño habitáculo).
De esta suerte, continuó exponiendo su pensamiento a los iniciados que formaban parte de su escuela, a los que reveló grandes secretos. Uno de ellos, Ibn ‘Abd al-Mâlik, se las ingeniaría para escribir una copia subrepticia de la obra de su maestro, que más tarde publicaría, originando ésta una grave denuncia de herejía por parte de los faquíes más ortodoxos, aunque no ha llegado a nosotros noticia alguna de que fuera condenado.
La obra de Ibn Massarra no sólo sería polémica en Al-Andalus; transcendió a todo el mundo árabe. Su obra, como tal no ha llegado a nosotros, pero sin embargo, conocemos el título de dos de sus importantes escritos: Libro de la explicación perspicua y Libro de las letras, en los cuales expone y defiende su sistema, bajo la apariencia musulmana del motazilismo y del sufismo batimí- según Asín Palacios.

Autor: Roger Garaudy
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“El pueblo judío fue una invención”

Entrevista con el historiador y catedrático judío Shlomo Sand sobre su libro ¿Cuándo y cómo se inventó el pueblo judío?

Nadie está más sorprendido que el propio Shlomo Sand de que su último libro de investigación académica lleve ya 19 semanas en la lista de bestsellers de Israel. El éxito ha tocado a la puerta de este profesor de historia a pesar de que su libro pone el dedo en la llaga del tabú más importante en Israel.
Sand afirma que la idea de una nación judía -cuya necesidad de un lugar seguro en donde vivir se utilizó originalmente con el fin de justificar la fundación del Estado de Israel- es un mito inventado hace poco más de un siglo.
Este historiador, catedrático de Historia Europea en la Universidad de Tel Aviv, llevó a cabo una amplia investigación histórica y arqueológica en apoyo no sólo de esta alegación, sino de otras tesis igual de controvertidas.
Además, asegura que los judíos no fueron nunca expulsados de la Tierra Santa, que la mayoría de los judíos actuales carecen de cualquier conexión histórica con el territorio denominado Israel y que la única solución política para el conflicto que enfrenta al país con los palestinos es la abolición del Estado judío.
  
Es bastante probable que el éxito de When and How Was the Jewish People Invented?  [¿Cuándo y cómo se inventó el pueblo judío?] se repita en todo el mundo. La edición francesa, publicada el mes pasado, se está vendiendo con tal rapidez que ya han aparecido tres reimpresiones.
El libro está siendo traducido a una docena de lenguas, incluidas el árabe y el inglés. Pero su autor predice una fuerte oposición del lobby proisraelí cuando el libro salga a la luz el año próximo en USA, publicado por Verso.
Por el contrario, dice Sand, aunque los israelíes no lo han defendido, sí que han mostrado curiosidad por su argumentación. Tom Segev, que es uno de los periodistas más importantes del país, ha calificado el libro de “fascinante” y de “auténtico desafío”.
Lo sorprendente, añade Sand, es que la mayoría de sus colegas universitarios israelíes han evitado hacer el menor comentario. La única excepción ha sido la de Israel Bartal, profesor de Historia Judía en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Bartal, en un artículo publicado en el periódico Haartez, no hizo esfuerzo alguno por rebatir las afirmaciones de Sand, sino que dedicó buena parte de su exposición a defender a sus colegas, sugiriendo que los historiadores israelíes no son tan ignorantes sobre la naturaleza inventada de la historia judía como pretende Sand.
La idea de escribir este libro se le ocurrió hace muchos años, continúa Sand, pero tuvo que esperar hasta hace poco para empezar a escribirlo. “No puedo vanagloriarme de haber sido valiente al publicar el libro”, dice. “Porque he esperado hasta que tuve la plaza de catedrático en propiedad. En la universidad israelí hay un precio a pagar cuando se expresan opiniones como éstas.”
El principal argumento de Sand es que hasta hace poco más de un siglo, los judíos se consideraban judíos sólo porque compartían una religión común. A principios del siglo XX, dice, los judíos sionistas pusieron esta idea en entredicho y empezaron a crear una historia nacional en la que se inventaron que los judíos existían como pueblo separado de su religión.
De manera similar, la moderna idea sionista de que los judíos estaban obligados a regresar desde el exilio a la Tierra Prometida era algo totalmente ajeno al judaísmo, añade.
“El sionismo cambió la idea de Jerusalén. Antes, los lugares sagrados estaban considerados como lugares para añorar, de ninguna manera para vivir en ellos. Durante 2000 años, los judíos permanecieron lejos de Jerusalén no porque no pudiesen regresar, sino porque su religión les prohibía hacerlo hasta la llegada del mesías.”
La mayor sorpresa que tuvo durante su investigación fue cuando empezó a buscar pruebas arqueológicas de los tiempos bíblicos.
“No me educaron en el sionismo, pero al igual que los demás israelíes yo daba por descontado que los judíos eran un pueblo que había vivido en Judea y que fue expulsado al exilio por los romanos el año 70 d.C.
”Pero una vez que empecé a buscar pruebas, descubrí que los reinos de David y Salomón eran puras leyendas.
”Lo mismo pasó con el exilio. De hecho, la judeidad no puede explicarse sin el exilio. Pero cuando empecé a buscar libros de historia que me describiesen los pormenores de dicho exilio, no pude encontrar ninguno. Ni uno solo.
”La razón es que los romanos no exiliaron a nadie. De hecho, los judíos en Palestina eran mayoritariamente campesinos y todos los indicios sugieren que se quedaron en sus tierras.”
Por el contrario, Sand cree que una teoría alternativa es mucho más plausible: el exilio fue un mito promovido por los primeros cristianos para atraer judíos a la nueva fe. “Los cristianos querían que las generaciones posteriores de judíos creyesen que sus antepasados habían sido exiliados como un castigo de Dios.”
Entonces, si no hubo exilio, ¿cómo es que tantos judíos terminaron dispersos por el mundo antes de que el moderno Estado de Israel empezase a animarlos a “regresar”?
Sand dice que en los siglos que precedieron y siguieron a la era cristiana, el judaísmo fue una religión proselitista, que buscaba desesperadamente conversos. “La literatura romana de la época menciona este hecho”.
Los judíos viajaban a otras regiones a la búsqueda de conversos, particularmente en el Yemen y entre las tribus bereberes del norte de África. Siglos después, el pueblo del reino de Kazar, situado en lo que hoy es el sur de Rusia, se convirtió de forma masiva al judaísmo y esa fue la génesis de los judíos asquenazíes de la Europa central y oriental.
Sand pone de manifiesto el extraño estado de rechazo en que viven inmersos la mayoría de los israelíes, a pesar de que los periódicos han dedicado muchas páginas en fechas recientes al descubrimiento de la capital del reino de Kazar en las cercanías del Mar Caspio.
Ynet, el sitio web del periódico israelí más popular, Yedioth Ahronoth, publicó la historia con grandes titulares: “Arqueólogos rusos descubren la capital judía desaparecida desde tiempos inmemoriales”. Sin embargo, a ninguno de los periódicos, añade, se le ocurrió que este hallazgo pudiese contradecir el discurso oficial de la historia judía.
La argumentación de Sand pide a gritos una pregunta adicional, como él mismo señala: Si la mayoría de los judíos nunca se movió de la Tierra Santa, ¿qué fue de ellos?
“En las escuelas israelíes no se enseña, desde luego, pero la mayoría de los líderes sionistas iniciales, incluido David Ben Gurion [el primer primer ministro israelí] creían que los palestinos eran los descendientes de los judíos originales de la región. Creían que los judíos se habían convertido más tarde al Islam.”
Sand atribuye la reticencia de sus colegas a unirse a él a que muchos de ellos reconocen implícitamente que todo el edificio de la “Historia Judía” que se enseña en las universidades israelíes es tan inestable como un castillo de cartas.
El problema de enseñar historia en Israel, añade, se inició con una decisión de 1930, mediante la cual se separaba la historia en dos disciplinas: Historia General e Historia Judía. Se asumió que la historia judía necesitaba su propio campo de estudio porque la experiencia judía estaba considerada como algo único.
“No existen departamentos judíos de política o de sociología en las universidades. Sólo la historia se enseña de esta manera, lo cual ha permitido que los especialistas en Historia Judía vivan en un mundo muy insular y conservador, ajeno a los modernos desarrollos de investigación histórica.
“En Israel se me ha criticado que escriba sobre la Historia Judía cuando mi especialidad es la Historia Europea. Pero un libro como éste necesitaba a un historiador que sea familiar con los métodos habituales de investigación histórica que se utilizan en las universidades del resto del mundo.”

Autor: Jonathan Cook (jcook@thenational.ae), periodista corresponsal extranjero de The National.
Traducción: Manuel Talens, miembro de Cubadebate, RebeliónTlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística.
Fuente: http://www.tlaxcala.es/pp.asp?reference=6081&lg=es
Artículo original publicado el 6 de octubre de 2008 en The National, periódico on-line de Abu Dhabi.
Fuente original en inglés: Book refuting Jewish taboo on Israel’s bestseller list
Sobre el libro de Shlomo Sand, léase también El mito del judío errante de Gilad Atzmon. Click Here to Read More..