El Asno Roñoso de la Cola Cortada / Mangy Ass with the lopped-off tail

La falacia pre/trans según Ken Wilber

Wilber advierte que en el desarrollo de la historia de la psiquiatría y la psicología en Occidente, se cometió un error fundamental: que los estados no-racionales de la conciencia, a los que Wilber divide en pre-racionales y trans-racionales, han sido confundidos y por lo tanto mal interpretados.
El error más común, en el que han caído la psiquiatría y la psicología, ha sido el de confundir los estados trans-racionales, de auténtica realización espiritual, con estados regresivos pre-racionales y patológicos.
Wilber toma como ejemplo a dos clásicos: S. Freud y C. Jung. Dice que ambos cayeron en lo que llama la falacia pre/trans. Freud consideró que, las realizaciones y logros de los grandes místicos eran en realidad regresiones a un estadio oceánico pre-personal. Generando así un reduccionismo y un "aplastamiento" de los niveles superiores del desarrollo de la conciencia a los niveles inferiores de ésta.
Mientras que Jung, inversamente a lo que Freud hace, cae en el error de elevar (elevacionismo) los niveles míticos y pre-personales, a los niveles realmente superiores del desarrollo de la conciencia. Wilber propone un modelo psicológico donde existen tres niveles básicos con sus subniveles complementarios:
  • 1. El nivel pre-racional / pre-personal / pre-convencional.
  • 2. El nivel racional / personal / convencional.
  • 3. El nivel trans-racional / trans-personal / pos-convencional.
Con esta diferenciación de lo no-racional en pre-racional y trans-racional, podemos reconocer la existencia de niveles de conciencia que por no ser racionales, quedaban indiferenciados, "aplastados", en el terreno de lo irracional, o pre-racional. Interpretando erróneamente como patológico o subdesarrollado, lo que puede ser un auténtico estado superior en el desarrollo de la conciencia. O ensalzando y elevando, estados francamente regresivos, a estados supuestamente profundos o muy desarrollados. (Errores cometidos por Freud y Jung respectivamente).
Los estados post-racionales han sido ampliamente documentados a lo largo de la historia de las grandes tradiciones contemplativas y en los últimos años, gracias a la abundante evidencia que nos proporcionan los estudios culturales comparados, han podido ser reconocidos en su verdadero valor.

Ken Wilber crea un modelo del desarrollo de la conciencia más integrado (relación mente/cerebro, diferencia pre/trans). No para condenar o descalificar a otras aproximaciones, sino como el dice: "... para sugerir formas en las cuales, los importantes aportes (de las otras aproximaciones) puedan ser enriquecidas por el reconocimiento de las áreas negadas (previamente)".

Fuente: http://www.psico-in.com.ar/wilber.htm
Para más información sobre las teorías de Ken Wilber:
Para una crítica de las teorías de Ken Wilber:
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Ibn Arabí, precursor de Carl G. Jung y el inconsciente colectivo

Del mandato hermético “Conócete a ti mismo” al hadiz: “Yo era un Tesoro oculto y quise ser conocido”

La obra escrita del gran místico Ibn Arabí es tan inmensamente profunda y variada, que aún resulta imposible conocer la dimensión riquísima y poliédrica que encierra en sus vastos océanos. Cada tratado u opúsculo nacido de su cálamo es una perla de sabiduría, de tal modo que todos ellas unidos, cada una de los quinientos cincuenta contabilizados por el Dr. Osman Yahyá, configuran también un collar de preciosa espiritualidad, que cual plumas de un águila, permiten una vez interiorizadas alzar el vuelo hacia los más remotos confines del universo y su reflejo: ese microcosmos que es el hombre.

Dos diamantes refulgen de entre los tesoros de su cofre literario, como es bien sabido: Futuhat (Las Revelaciones de la Meca) y Fusus al hikam (Los engarces de la sabiduría), y a ellas recurriremos a lo largo de este artículo, necesariamente conciso, para tratar de demostrar que siete siglos antes de que el gran psiquiatra suizo Carl G. Jung asombrara al mundo con su concepto de inconsciente colectivo, un místico andalusí y universal ya había hablado de ello, empleando otro lenguaje, dentro de un contexto personal e histórico por completo diferente, pero apuntando en la misma dirección y hacia el mismo lugar que Jung. Al fin y al cabo, éste reconoció en su célebre ensayo “Arquetipos e inconsciente colectivo” (editorial Paidós) que para él arquetipo “era sinónimo de Idea en el sentido platónico”, y de hecho, en cierto sentido volvió a reformular a Platón.

Pero era lógico que la filosofía occidental, que desgraciadamente no enseña en sus manuales de filosofía los valiosísimos aportes que a ese río vertieron los grandes sabios islámicos, no se acordara que antes de la escuela neoplatónica del Renacimiento, o entre los propios escolásticos medievales, ya habíase reformulado al filósofo griego entre los pensadores musulmanes, y que posiblemente quien mejor lo interpretó y reformuló desde las claves islámicas fue el así llamado Ibn Aflatún: el hijo de Platón, Ibn Arabí.

Y desde esta perspectiva, también es lógico que no lo hiciésemos en España, su patria de origen y la de otros muchos sabios que en su época despuntaron en los más variados campos del Saber, pues tradicionalmente –y para nuestra desgracia- tampoco los hemos incorporado a nuestro acervo cultural, perteneciéndonos, y ni siquiera apenas se nombra en nuestras universidades. Por ignorar, hasta ignoramos que en el mundo islámico se consideró y sigue considerando a la España andalusí como una segunda Grecia. Creo que no existe país en el mundo que haya gozado de semejante privilegio como fue el esplendor cultural andalusí –un Renacimiento precedente de hecho del Renacimiento italiano-, y luego lo haya menospreciado con tanta soberbia como ignorancia y fanatismo. Una muestra más de la España negra que no transmuta sus sombras.

De la alquimia como transmutación interior
Afirma Carl G. Jung en el epílogo de su tratado Paracélsica (editorial Nilo-Mex, p. 139): “Desde hace mucho he comprendido que la alquimia es no sólo la madre de la química, sino el estado previo de la actual psicología del inconsciente. De este modo, vemos a Paracelso como un precursor de la medicina química, y además de la psicología empírica y de la terapéutica psicológica”.

Y a lo largo de sus páginas va desgranando las aproximaciones que este médico alquimista suizo realizó en torno a ciertos conceptos susceptibles de ser interpretados como precursores del inconsciente, de modo que concluye que el de “aquaster” es el que más se le aproxima, dado que “el `Mare nostrum´ de los alquimistas es la propia oscuridad, lo inconsciente (…) Para los Padres de la Iglesia no puede ser de otro modo, ya que este fondo oscuro es el mismo mal, y si un rey está metido allí es porque ha caído a causa de su propia inclinación al pecado. Pero los alquimistas se adhieren a una concepción más optimista: el fondo oscuro del alma no contiene el mal, sino a un rey capaz de redención, y necesitado de salvación” (op. cit. p. 85).

En seguida comentaremos estos párrafos, detengámonos antes en esta última conclusión junguiana: “Si el `opus alchimicum´ pretendió una igualdad de derechos con el `opus divinum´ de la misa, no fue por causa de una desmesura grotesca, sino por el hecho de que una naturaleza cósmica y desconocida que reclama su admisión, no era tenida en cuenta por la verdad eclesiástica. Paracelso supo, anticipándose a la época moderna, que esta naturaleza no era sólo químico-física sino también psíquica” (p. 103).

Pero muchos siglos antes que Paracelso, ya lo supieron todos los filósofos herméticos griegos que bebieron de la sabiduría egipcia, pues no en vano, el propio Ibn Arabí calificó a ese primer Hermes de la Tradición que fue Idris (el patriarca Enoc para los cristianos y judíos) como el “profeta de los filósofos”. Ya en mi ensayo “Origen alquímico de la homeopatía y terapia floral: de Egipto a Platón, de al-Ándalus a Edward Bach” analizo cómo los grandes filósofos griegos –Pitágoras, Demócrito, Empédocles, Platón, Aristóteles, así como buena parte de los neoplatónicos y neopitagóricos…- fueron eslabones de la “áurea cadena” de la alquimia, y que formularon sus respectivas filosofías desde el riquísimo matriz del hermetismo, cosa que también sucedió con buena parte de los sabios islámicos, desde Ibn Sina o Al-Farabí a Ibn Rushd, por ejemplo (y disculpe el lector que mencione mi ensayo, pero no hay otro donde se demuestre este hecho con tal abundancia de argumentos demostrables).

De modo que Paracelso representó, qué duda cabe, una cumbre de la alquimia europea de su tiempo. Pero tampoco él –como su paisano Jung, aunque en menor medida- mencionó que había bebido de las fuentes andalusíes, donde la alquimia refulgió como nunca gracias a la poderosa llama del sufismo. Ya llegaremos a este punto crucial. De momento, vemos cómo Carl G. Jung se percata de algo que la alquimia había ido experimentando y comprobando desde sus inicios en la nebulosa de los tiempos: que las transmutaciones de la materia se operan primero dentro del alma, y que dicha transmutación no es posible sin un profundo conocimiento de uno mismo, ese mandato hermético que Sócrates convirtió en máxima de su filosofía.

Y he aquí que el primero que define al hombre como microcosmos es Demócrito, mas en los textos sagrados de la Biblia ya se afirma que el hombre había sido creado a imagen y semejanza de Dios, quien al inicio de los tiempos, cuando Su espíritu flotaba sobre las aguas, separó la luz de las tinieblas: he ahí el aquaster. Y he ahí la genial intuición del psiquiatra suizo de identificarlo como precursor del inconsciente, o la Sombra, como él mismo lo definió. Pero no fue Jung el creador de este concepto –sombra- a nivel filosófico, pues de hecho, ya lo hallamos en el mito de la caverna de Platón, y muchos siglos después, en otro filósofo muy distinto que introdujo en Occidente el concepto hindú de karma: Shopennhauer. Y antes que en éste, y desde otro prisma distinto y directamente conectado con el hermetismo, vemos la sombra como concepto filosófico en Ibn Arabí.

Por su parte, Jung definió a la Sombra en la reedición tercera de su ensayo Las relaciones entre el Ego y el inconsciente, ya en 1938, como “ese aspecto negativo de la personalidad, la suma de todas esas cualidades `displacenteras o incómodas´ que nos gusta esconder, junto con las funciones subdesarrolladas y los contenidos del inconsciente personal”. También identificará al Mal como la sombra arquetipal. Su famoso método de individuación consistirá en que el Yo, nuestra conciencia, vaya aumentando cada vez más su conocimiento integrando todos los arquetipos que, como ladrillos, han ido construyendo nuestra personalidad desde sus cimientos, hasta llegar a ese centro superior de la psique que denomina el Sí-Mismo. Es decir, propone con otras palabras lo mismo que había formulado la filosofía hermética desde su nacimiento, y que en Ibn Arabí adquirió unas proporciones mayúsculas, en tanto que cumbre del sufismo de su tiempo.

De hecho, esa necesidad de conocerse a uno mismo para poder operar las transmutaciones internas necesarias constituye la medular del hermetismo y del gnosticismo, que al irrigar tanto a la filosofía griega como al cristianismo primitivo, permitió que aquella minoría que quisiera entrar por la puerta angosta del conocimiento, penetrara en su recinto dorado sin salir de sus respectivos ropajes externos. Pues durante toda su historia, y hasta Ibn Rushd –quien separó la hikma de la falsafa, es decir, lo iniciático y mistérico de la raíz de la filosofía, como bien indicó el Prof. Lomba Fuentes-, la alquimia fue al enseñanza más secreta y oculta de dicha Filosofía, y ésta trató siempre de explicar al hombre las grandes preguntas de la existencia y los caminos de su elevación. (Hoy en día, la filosofía del relativismo que impide formular juicios sobre la realidad ha conducido a la filosofía occidental al nihilismo del callejón sin salida. En ese entonces, por el contrario, se trataba de acercarse a la Realidad).

De ahí que, una vez que el cristianismo se erige en la religión triunfante de aquellos primeros siglos confusos de nuestra Era, algunos filósofos neoplatónicos no dudaran en convertirse a él, como el Pseudo-Dionisio o Sinesio de Cirene, quien llegaría a ser obispo de Ptolemaida –y egregio alquimista, por cierto-, pues ambos comprendieron que el mensaje profundo de transmutación del alma que preside el mensaje de Jesucristo no era incompatible con Él, aunque sí cada vez más con sus representantes eclesiásticos en este mundo de la generación y la corrupción.

Por eso los alquimistas que no quisieron permanecer en la corteza de la enseñanza religiosa cristiana, fueron conscientes de que su alma podía transmutarse –si conocía sus sombras y las transmutaba en luz-, y erigirse en rey siguiendo ese mandato bíblico que reza que el hombre está llamado a ser dueño, rey y señor de la Naturaleza. Y creemos que la incomprensión del mundo europeo en general –salvo excepciones- hacia el mundo islámico procede precisamente de no reconocer que también en el seno del Islam se produjo este mismo fenómeno, y que tanto los sufíes como los shiíes no sólo heredaron el conocimiento gnóstico-hermético, sino que lo elevaron a unas cotas de esplendor nunca antes conocidas: precisamente, al-Ándalus fue esa última llamarada de luz antes de que el fuego secreto de la alquimia quedara diluido al arribar a Europa. Y aquí es donde jugó un papel de primer orden nuestro sabio Ibn Arabí, quien ha sido estudiado y reconocido desde varios ángulos y en todas las culturas del mundo, pero aún no lo suficiente desde la perspectiva de la alquimia. Quiera Dios que este artículo –necesariamente conciso, repito- sirva para abrir puertas en ese sentido. In sha Allah.

Del matrimonio místico con los astros y las letras
Cuenta el místico murciano en sus Futuhat (I, 8), que al entrar en Bugía en pleno Ramadán del año 597 H., tuvo un precioso sueño que quiso someter a la opinión de un sabio oneirocrítico, quien al oír cómo el desconocido le revelaba que esa misma noche se había desposado con los astros del cielo y todas las letras del alifato proclamó: “¡Esto es un océano cuya profundidad no es posible alcanzarla! Al que ha tenido esta visión le será revelada una tal cantidad de conocimientos altísimos, de las ciencias esotéricas y de las virtudes ocultas de las estrellas, como a ningún otro de su tiempo se le han revelado”!

Y en efecto, creemos que Ibn Arabí ejemplificó en vida lo mismo que predicó en sus obras: el Hombre Perfecto, el Insan Kamil, ese anthropos teleios que la filosofía hermética había erigido en cumbre de su ideal desde mucho antes de la llegada del cristianismo. Por eso, y desde nuestro máximo respecto y admiración por la obra del maestro Asín Palacios –con quien el arabismo español estará siempre en deuda- no podemos estar de acuerdo con él cuando propone en su El Islam cristianizado (un estudio sobre el sufismo de Ibn Arabí), que la doctrina de éste sobre el Hombre Perfecto no es sino un eco cristiano del dogma teándrico (editorial Hiperión, p.115).

Llegados a este punto, y una vez puestos sobre la mesa los distintos hilos argumentales que después habremos de enhebrar como un todo lógico, se impone transcribir ya en cuál de sus textos Ibn Arabí nos habla de eso que siglos más tarde Jung reformularía como “inconsciente colectivo”. En el Fusus, lógicamente, ese precioso tratado revelado por el propio Profeta Muhammed –s.a.s- con la orden expresa de que fuera publicado para beneficio de los hombres, y motivo por el que el místico murciano determinó que no fuera editado junto a ninguno otro de sus libros. Y decimos “lógicamente” porque en él nos revela la enseñanza de los veintisiete profetas que le precedieron, desentrañando las claves más profundas de sus respectivos mensajes procedentes de la Fuente divina. Esa misma cadena profética está estrechamente ligada con la alquimia, tal y como también desveló otro de los hombres más perfectos de su tiempo: el gran filósofo y alquimista Yabir Ibn Hayyán, discípulo de Yafar as-Sadiq, sexto Imán del shiísmo, y a nuestro entender, la persona sobre la que recae el misterioso enigma del Pseudo-Empédocles árabe, pues que fue él, (y, como recordará el lector avisado, fue Alí b. Abi Tabib, yerno del Profeta –s.a.s.- quien afirmó que “la alquimia es hermana de la profecía”).

He aquí otro hilo que, al atarse debidamente, permite comprender por qué motivo Ibn Arabí –que no oculta la influencia recibida de Ibn Masarra, discípulo del mencionado Pseudo-Empédocles- fue luego acogido con los brazos abiertos por todo el shiismo, los ismailíes y los ishraqiyyun de al-Sohrawardi. Fue en su escuela de Basora en el siglo VIII d.C. donde más se estudió la correspondencia de las letras con los astros, entre otras muchas perlas herméticas debidamente engarzadas con la sabiduría y la preciosa poética del Islam. En todas estas materias, al-Ándalus resplandecería como un rubí en un cofre o un granado florido en pleno mes de septiembre. Y desde esta perspectiva, se comprende mejor cómo ese resplandor no procedió de una inexistente filiación shií, sino de la propagación de la filosofía hermética en el seno esotérico del Islam: el sufismo.

Vayamos al texto. Dice así:

“Debes saber que aquello a lo que se dice: la alteridad del Verdadero, o bien lo denominado de otra manera el Mundo, es en relación al Verdadero lo que la sombra al individuo; y así, es la sombra de Allah. Y es la misma atribución de existencia al mundo, pues la sombra tiene sin duda carácter para el sentido, pero cuando hay allí algo sobre lo que pueda proyectarse. Y aunque puedas suponer la no existencia del lugar para la sombra, podrás al menos decir que es una realidad inteligible, mas sin existencia para el sentido. Estará en potencia en la identidad del individuo al que se le atribuya. El lugar donde se proyecta esta sombra iláhica es aquello a lo que se dice el Mundo: es el conjunto de las actualizaciones de los posibles. Sobre esas determinaciones se extiende esa sombra y a partir de ella son sus percepciones según la Acción de la Identidad que, a su vez, es expansiva”. 
(Ibn Arabí, Los engarces de la sabiduría, ed. Hiperión, p.51)

Entramos de lleno en el terreno de la metafísica, pero por lo pronto, ya hallamos dos términos con los mismos sentidos que posteriormente emplearía Carl G. Jung: sombra, y proyección, concepto con el que expresa aquello que el individuo no reconoce dentro de sí, en la concha-receptáculo de su conciencia: “Todo aquello que no se reconoce, se proyecta”, afirmará el psiquiatra suizo.

Por eso el sufismo y la teosofía de la luz de los místicos persas –quienes, a su vez, habían reformulado el mazdeísmo de Zoroastro y su fuego- hablan continuamente de luces y de espejos. En Ibn Arabí, aparece todo ello en los dos primeros capítulos del Fusus, y por supuesto, también en el Futuhat (I, 163; IV, 430). Porque es el espejo quien refleja aquello que nosotros no reconocemos en nuestro interior, y al rebotar, es proyectado hacia el exterior, en el otro. En el texto arriba transcrito, aparece el Mundo como sombra de esa Luz divina, Fuente de toda fuente, incluida Su propia sombra, reflejada en esta esfera sublunar que llamamos Tierra. Y especifica claramente, que el mismo fenómeno acontece con el individuo, porque como es Arriba, es Abajo, y ya Hipócrates había establecido la analogía entre el hombre y la Tierra, aunque para fines medicinales, como efectivamente haría toda la tradición de la alquimia vegetal desde mucho antes que Paracelso, que bebió de ella y sólo citó a algunos de sus más insignes eslabones para criticarlos, como es el caso de Ibn Sina o Al-Razi.

Y afirma también Ibn Arabí que ese lugar donde mora la sombra, aunque supongas que no existe “es una realidad inteligible”, y que se halla en potencia en la identidad del individuo. Porque para actualizarla, debe visitar el interior de su tierra, para rectificar hasta hallar dentro de ella la piedra oculta (y éste será el acróstico de la palabra vitriolo: visita interiorem terrae rectificando invenies occultam lapidam). Y de ahí el ahondar en el conocimiento de uno mismo, depurándose, separando la luz, de la escoria; el oro, del plomo, lo sutil, de lo denso; la sabiduría, de la ignorancia. O hablando en clave mitológica: los doce trabajos de Hércules.

Ya Platón habló en sus Leyes de cómo las inteligencias de los cuerpos celestes debían recibir el sacrificio por parte de los hombres. Quienes lo interpretaban literalmente, efectuaban sólo los sacrificios externos; quienes lo hacían internamente, aplicaban el auténtico sentido del mismo: sacer facere, es decir, hacer sagrado, elevar al hombre hasta la Divinidad, transmutándose mediante la alquimia interior, reconociendo y rectificando (de hecho, la rectificación es una de las primeras fases de la Obra alquímica). E Ibn Arabí –que a ese acto de participar en la creación divina lo llamará imaginación- reformula esta máxima del conocimiento interior, y por eso, en el siguiente párrafo ya habla de la importancia de la luz para iluminar aquellas estancias que no reconocemos como propias:

“Es por Su Nombre la Luz por el que acontece la percepción, así como también es por el que se despliega esa sombra sobre las actualizaciones de los posibles, sobre la imagen de la ausencia desconocida. ¿No ves cómo es natural en las sombras tender inevitablemente en su color a la negrura, como haciendo referencia a su ambigüedad?, y es por la lejanía de la adecuación entre ellas y los individuos a que corresponden” (op. cit. p.51).

El Espejo y su reflejo: como es Arriba, es Abajo
El tema del autoconocimiento no fue sólo abordado en el mundo islámico por Ibn Arabí o la escuela del Pseudo-Empédocles. Ya Al-Farabí, por ejemplo, en su Libro de la concordia entre Platón y Aristóteles propone una cosmología que, en un sentido profundo, invita a ser interpretada desde la máxima hermética, pues al fin y al cabo, también él fue hijo de Hermes. Todo el conocimiento que el Creador tiene de Sí Mismo procede de Él en tanto que primer principio, el Uno, de donde emana la primera de las Inteligencias…Y en ese mismo acto de conocerse ya genera una Inteligencia segunda que la imita –es decir, que también se conoce a sí misma- produciendo con ello el Alma del primer cielo. A partir de aquí se desencadena una escala de esferas celestes que al conocerse a sí mismas producen la siguiente esfera, y en este orden: cielo de las estrellas fijas, esfera de Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio, Luna y, finalmente, la Tierra.

De todo este orden de las esferas reflexionarán muchísimo todos los filósofos islámicos, y por supuesto, los andalusíes. Pero habría que reflexionar hasta qué punto la famosa revolución andalusí contra el orden propuesto por Ptolomeo –ahí el alquimista, astrónomo y filósofo sevillano Yábir Ib Aflah y otros…- no procedía de un criterio astronómico en el sentido actual del término, sino puramente místico. Y hasta qué punto esa reflexión última no procedía de las experiencias personales en sus respectivos laboratorios, rodeados de alambiques, fuelles, retortas, pelícanos, alcoholes, plantas y metales…Pues ése era el más profundo sentido de la alquimia, aunque el mundo profano de entonces y de ahora, sólo entreviera la “proyección” de su propio inconsciente: la transmutación del plomo en oro para obtener la riqueza material. Quien quiera que lea los libros de Ibn Arabí se percata de cómo él y todos los alquimistas y sufíes se desasían de toda cosa creada para buscar afanosamente la sola riqueza espiritual, incluso renunciando a los llamados “carismas”.


La cosmología de Ibn Arabí será expuesta en otra ocasión. De momento, y en aras de lo que perseguimos en este artículo, bástenos saber que asignaba a cada uno de los cielos planetarios su respectivo profeta, desde a Abraham a Adán, quedando Idris –el patriarca Enoc para los cristianos y judíos- en la esfera del Sol porque, a su entender, representa al primer “gran espiritual”, al hombre divino por excelencia. ¿Y dónde queda el Profeta Muhammad –s.a.s- en este orden de las esferas? En tanto que Sello del ciclo profético, representa el atributo de la Totalidad y símbolo del Árbol del Universo. Por consiguiente, es el Hombre Perfecto, a imitar por todos los creyentes que pretendan la transmutación de sus sombras en luz. Los cristianos de la Edad Media colocarían a Jesucristo –que en Ibn Arabí ocupa la esfera de Mercurio- como el Rey redentor, pero a los efectos alquímicos significa lo mismo: es el espejo que rescata a nuestro rey interior, a aquel permanece en el mar del inconsciente como una llama de luz en potencia.

Aunque ya en su Libro del nocturno viaje hacia la Majestad del más generoso Ibn Arabí nos había narrado su ascensión extática por las esferas celestes, el tema será desarrollado sobre todo en ese capítulo del Futuhat llamado, precisamente, “La alquimia de la felicidad” (Futuhat II, cap. 167, pp. 356-375). Un filósofo y un teólogo ascienden juntos y van recibiendo la sabiduría propia de cada una de las esferas partiendo desde la Tierra, pero el primero se queda sólo con los reflejos que en el mundo sublunar produce cada esfera, mientras que el teólogo, además, es instruido por cada uno de los profetas con iluminaciones esotéricas. Y así como el filósofo sólo puede llegar a la esfera de Saturno, el teólogo ascenderá más allá del Loto del Límite, más allá de la incorruptible esfera de las estrellas fijas, más allá de la esfera del Zodíaco, y la del Escabel del Trono divino –símbolo de Su infinita misericordia y justicia-, para arribar hasta el mismo Trono de Dios, ya en éxtasis, donde contempla el mundo espiritual de las ideas platónicas, e incluso esa niebla primigenia existente antes de la separación de la luz y las tinieblas en el primer día de la Creación.

Por lo tanto, el mundo sublunar tan rico en diversidades es la Sombra, y el gnóstico ha de retornar a la Unidad primigenia: “Desde la unicidad de Su mismo Ser Sombra, Él es el Verdadero, pues Él es siempre Uno, y el Único. Y en la multiplicidad de las imágenes, Él lo es Todo. Advierte y verifica lo que te he aclarado” (p.52), afirmará en este mismo capítulo dedicado a José. Y prosigue en unas claves que hoy algunos la denominarían junguianas: “¿Es que acaso no ves la sombra unida al individuo desde el que se extiende, siéndole imposible romper esa unión? A la cosa le resulta imposible desatender lo que es su identidad. Esfuérzate por conocer tu propia determinación, es decir, el resultado de qué actualización eres, por saber quién eres, cuál es tu ipseidad y cuál tu relación al Verdadero, qué es aquello por lo que eres Verdadero y aquello por lo que eres Mundo y alteridad y diferente, y todas las demás cuestiones que tienen semejanza con éstas. Es aquí donde los sabios se distinguen entre ellos: los hay que son sabios y los hay que son aún más” (op. cit. p.52).

Es decir, invita al hombre a saber qué grado de conocimiento de sí mismo posee (“tu propia determinación”), y qué conjunto de proyecciones posee aún como Sombra (“aquello que eres Mundo y alteridad y diferente”), dado que, como bien se dice en el Sagrado y Noble Corán “Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor”. Pero ese conocerse, advierte Ibn Arabí un par de párrafos después, no consiste sólo en conocer Sus Nombres: “Toda la existencia es imaginación en imaginación. Y la Existencia Verdadera es Allah, en Su especificidad y en Su actualización, y no en tanto a Sus Nombres, ya que Sus Nombres tienen dos aplicaciones: la primera, su determinación, que es la Identidad por ello denominada; y la segunda, su significado por el que cada Nombre se diferencia de los demás, distinguiéndose…” (op. cit. p.53).

Lumen gloriae
La luz de los místicos musulmanes resplandeció de tal manera, que los más sinceros filósofos europeos no tuvieron ambages en reconocer su supremacía sobre los filósofos latinos, tan como hicieron Alberto Magno y Roger Bacon, dos destacados alquimistas de su tiempo, el primero ávido lector del zaragozano Ibn Bayyá, también hijo de Hermes, a quien cita –a veces literalmente- en algunas de sus obras.

El propio Santo Tomás, filósofo y alquimista, confiesa que para buscar fuentes sobre el problema de la iluminación, no recurrió a los Santos Padres de la Iglesia, sino a Ibn Sina, Al-Farabí, Ibn Bayyá (Avempace) o Ibn Rushd (Averroes), cuya teoría de la visión beatífica acepta por completo como la más adaptable a la visión de Dios por aquellos gnósticos que habían subido por la escala. Asimismo, al explicar Santo Tomás la claridad como una de las dotes del cuerpo glorioso, claridad que fluye del alma al cuerpo si previamente se ha llenado de luz, redunda en algo ya explicado por el propio Ibn Arabí en su Futuhat (I, 418, 1.9), quien a su vez lo había tomado seguramente de los teósofos de la luz: los ishraqíes. Todos ellos se refieren a lo mismo: al vencer el hombre a sus propias sombras, reconociéndolas, rectificando y transmutándolas, se va produciendo esa alquimia interior que lo inunda paulatinamente de luz.

¿Leyó Carl G. Jung a Ibn Arabí?
No parece descabellado suponerlo, toda vez que la publicación en 1919 del hermosísimo ensayo de Asín Palacios La escatología musulmana en la Divina Comedia produjo tan alta conmoción en el mundo intelectual europeo que fue inmediatamente traducida a casi todas sus lenguas. El hecho debió interesar sin duda alguna a ese espíritu inquieto y ávido de sabiduría como fue el sabio psiquiatra suizo, quien al leerlo, tomaría contacto con las enseñanzas de Ibn Arabí, que el gran arabista español insertó en su libro para demostrar la influencia directa de éste sobre el Dante.

Respecto a Jung, algunas fechas parecen coincidir de modo curioso. Obsérvese que fue R.A. Nicholson, el profesor de árabe de la Universidad de Cambridge, quien publicó por vez primera en 1911 una traducción inglesa del Tarjuman al aswar, y esperó hasta 1921 –el mismo año de la traducción inglesa del libro de Asín Palacios, que recibió elogios unánimes por parte de la crítica anglosajona-, para publicar textos y estudios sobre Ibn Arabí y Abdelkarim Gili en su Studies in Islamic Mysticism, así como el Masnawi de Rumí. Sin duda alguna, el mundo intelectual europeo sintió que ese mundo de influencias mutuas que existió entre el Cristianismo y el Islam apenas había sido explorado en todas sus dimensiones. Por esas fechas, Jung ya se había separado de las tesis limitantes de Freud, y había ido reeditando y añadiendo nuevas reflexiones a su interesantísima obra. Seguramente, el concepto de Sombra lo tomaría prestado de Platón, pero no descartaríamos en absoluto que en algunos aspectos de su doctrina fuera enriquecido por las ideas de Ibn Arabí, sin mencionarlo (como en su día hizo Paracelso), pero siendo consciente de que la hondura de sus propias tesis lo conectaba con él. Mas fue una sincronía, como el mismo Jung afirmaría empleando un término propio de una de sus más sabrosas teorías, dado que el Fusus aún no se había traducido, aunque sí un buen resumen de la teosofía akbarí en el estudio de Nicholson.

Por más que los pescadores de perlas de sabiduría arrojemos nuestras redes al océano de la obra del místico andalusí, una vida entera no bastaría para extraer ni la mitad de sus tesoros espirituales.
Autor: Ángel Alcalá Malavé.
Fuente: WebIslam

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Sobre la Música y la Danza

Como Ayudas a la Vida Religiosa

El corazón del hombre ha sido constituido de tal manera por el Todopoderoso que, como el pedernal, tiene un fuego escondido que es despertado por la música y la armonía dejando al hombre postrado en éxtasis. Estas armonías son ecos de aquel mundo superior de belleza al que llamamos el mundo del espíritu; le recuerdan al hombre su relación con aquel mundo, y producen en él una emoción tan profunda y extraña que él mismo se ve incapacitado para explicarla. El efecto de la música y la danza es tanto más profundo cuanto más simples y propensas a la emoción son las naturalezas sobre las que actúan. Avivan la llama de cualquier clase de amor que se encuentre adormecido en el corazón, ya sea terrenal y sensual o divino y espiritual.

Por ello ha habido grandes discusiones entre los teólogos acerca de la legitimidad de la música y la danza consideradas como ejercicios religiosos. Hay una secta llamada de los zahiritas1, que, pretendiendo que Dios es totalmente inconmensurable, niegan la posibilidad de que el hombre pueda sentir de verdad amor por Dios, afirmando que sólo puede amar a aquellos de su propia especie. Si de hecho, siente lo que él considera que es amor por su Creador, dicen que es una simple proyección o una sombra arrojada por su propia fantasía, o un reflejo del amor hacia otra criatura; la música y la danza, según ellos, sólo tienen que ver con el amor por otra criatura, y son por lo tanto ilegítimas como ejercicio religioso. Si les preguntamos cuál es el significado de ese amor por Dios que prescribe la ley religiosa, contestan que significa obediencia y adoración. Este es un error que esperamos refutar en un capítulo posterior en el que hablaremos del amor de Dios. De momento nos contentaremos con decir que la música y la danza no ponen en el corazón nada que no estuviera previamente en él, sino que simplemente avivan la llama de las emociones dormidas.

Por lo tanto, si uno tiene en su corazón aquel amor por Dios que la ley prescribe, es perfectamente lícito e incluso loable para él tomar parte en ejercicios que lo promuevan. Por otra parte, si su corazón está lleno de deseos sensuales, la música y la danza no harán sino incrementarlos, por lo que serán ilícitos para él. Mientras que si los escucha sólo por diversión no serán ni lícitos ni ilícitos, sino indiferentes, puesto que el solo hecho de que sean agradables no los convierte en ilícitos, lo mismo que el placer de escuchar el canto de los pájaros o mirar el verdor de la hierba y el correr del agua no son ilícitos. El carácter inocente de la música y la danza, consideradas como simples pasatiempos, se ve corroborado por una tradición auténtica que nos viene desde Ayesha2, que relata: “Un día de fiesta había unos negros actuando en una mezquita. El Profeta me dijo: ‘¿Quieres verlos?’ Contesté: ‘Si’. Por tanto me levantó con su santa mano y estuve mirando durante tanto rato que más de una vez me dijo: ‘¿No has tenido bastante?’.” Otra tradición que nos viene de Ayesha es la siguiente: “Un día de fiesta dos niñas vinieron a mi casa y empezaron a tocar instrumentos y a cantar. El Profeta entró y se tumbó en un lecho volviendo la cara. Entonces entró Abu Bakr3 y al ver a las niñas tocando exclamó: ‘¡Qué es esto, la flauta de Satanás en la casa del Profeta!’. A lo que el Profeta se volvió y dijo: ‘Déjalas en paz, Abu Bakr, que hoy es un día de fiesta’.”

Dejando a un lado los casos en los que la música y la danza avivan la llama de deseos malignos que ya estaban adormecidos en el corazón, llegamos a aquellos casos que son sensiblemente lícitos. Tal es el caso de los peregrinos que alaban con canciones las glorias de la casa de Dios en la Meca, y así incitan a otros a seguir en su peregrinaje; o el de los ministriles cuya música y canciones despiertan el ardor marcial en el pecho de quien les escucha, incitándole a luchar contra los infieles. Análogamente, la música de duelo, que despierta la tristeza por el pecado y por el fracaso en la vida religiosa, es lícita; la música de David era de ese tipo. Pero los cantos fúnebres que aumentan la tristeza por los muertos no son lícitos, pues está escrito en el Corán: “No os lamentéis por lo que habéis perdido”. Por otro lado, la música alegre en las bodas, fiestas y otras ocasiones parecidas, como una circuncisión o el regreso de un viaje, es legítima.

Llegamos así al uso puramente religioso de la música y la danza: como es el caso de los sufíes, quienes de esta manera despiertan en su interior un amor aún mayor hacia Dios y por medio de la música a menudo obtienen visiones espirituales y éxtasis. Su corazón en esta situación se vuelve tan limpio como la plata en la llama de un horno, y alcanza un grado de pureza que nunca podría obtener por la mera austeridad externa. El sufí se vuelve entonces tan agudamente consciente de su relación con el mundo espiritual que pierde toda conciencia de este mundo y a menudo cae sin sentido.

Sin embargo, no es lícito para el aspirante al sufismo tomar parte en esta danza mística sin permiso de su Pir o director espiritual. Se cuenta del Jeque Abu’l Qasim Girgani que, cuando uno de sus discípulos le pidió permiso para tomar parte en una de estas danzas, dijo: “Haz un ayuno estricto durante tres días; a continuación pide que te cocinen platos tentadores; si entonces todavía prefieres la danza puedes tomar parte en ella”. Sin embargo, al discípulo cuyo corazón no se encuentre absolutamente purgado de deseos mundanos, aunque pudiera conseguir una leve visión del camino de los místicos, su director debería prohibirle tomar parte en tales danzas, ya que le harían más daño que bien.

Aquellos que niegan la realidad de los éxtasis y otras experiencias espirituales de los sufíes no hacen sino poner al descubierto su propia mezquindad y necedad. Sin embargo, debemos concederles una cierta indulgencia, puesto que es difícil creer en la realidad de estados de los cuales uno no tiene experiencia personal, lo mismo que para un ciego es difícil comprender el placer de contemplar el verdor de la yerba y el correr del agua, o para un niño comprender el placer de ejercer la soberanía.

Un hombre sabio, aunque él mismo no tenga experiencia directa de estos estados, no por ello negará su realidad, porque ¡qué mayor locura que la de aquel que niega la realidad de algo sólo porque no lo ha experimentado él mismo! De esta gente está escrito en el Corán: “Aquellos que carecen de guía dirán: ‘Esto es un fraude manifiesto’.”

En cuanto a la poesía erótica que se recita en las reuniones de sufíes, y a la que la gente a veces pone objeciones, debemos recordar que cuando en tales poesías se menciona la separación o la unión con el amado, el sufí, que es un iniciado en el amor de Dios, aplica tales expresiones a la separación o la unión con Él. Análogamente, los “rizos negros”, se interpretan como la oscuridad de la incredulidad “el resplandor del rostro”, como la luz de la fe, y la embriaguez, como el éxtasis del sufí. Tomemos por ejemplo el siguiente verso:

Podrás medir mil medidas de vino,
pero hasta que no lo bebas, no disfrutarás.

Con esto el autor quiere decir que los verdaderos deleites de la religión no se pueden alcanzar por medio de la instrucción formal, sino por una atracción y un deseo sentidos. Un hombre puede conversar mucho y escribir volúmenes acerca del amor, la fe, la piedad, etcétera, y emborronar cantidades ingentes de papel, pero hasta que él mismo no posea aquellos atributos, todo esto no le servirá de nada. Por lo tanto, aquellos que critican a los sufíes por sentirse fuertemente conmovidos —incluso hasta el éxtasis— por estos versos y otros parecidos, no son más que superficiales y poco caritativos. Incluso los camellos se sienten a veces tan fuertemente motivados por los cantos árabes de sus conductores que son capaces de correr a gran velocidad, llevando cargas pesadas, hasta caer totalmente exhaustos.

Sin embargo, quien escucha a los sufíes corre peligro de blasfemar si aplica a Dios alguno de los versos que oye. Por ejemplo, si escucha un verso como: “Has cambiado de tu afecto anterior”, no debe aplicarlo a Dios, que no puede cambiar, sino a sí mismo y a sus propios cambios de humor. Dios es como el sol, que brilla constantemente, aunque a veces su luz nos la eclipsa algún objeto que se interpone entre nosotros y Él.

Se dice de algunos adeptos que llegan a alcanzar tal grado de éxtasis que se pierden en Dios. Tal fue el caso del Jeque Abu’l Hassan Nuri, el cual, al oír un determinado verso cayó en estado de éxtasis y, al llegar a un campo lleno de tallos de cañas de azúcar recién cortadas, corrió por él hasta que sus pies quedaron heridos y sangrantes, y poco después expiraba. En tales casos hay quien supone que se produce un auténtico descenso de la deidad a la humanidad, pero esto sería un error tan grande como el de quien, al ver por primera vez su imagen reflejada en un espejo, supusiera que de una forma u otra se había incorporado al espejo, o que las coloraciones sonrosadas que se reflejaran fueran cualidades inherentes al propio espejo.

Los estados de éxtasis en los que caen los sufíes varían de acuerdo con las emociones que en ellos predominan: amor, miedo, deseo, arrepentimiento, etcétera. Estos estados, como ya hemos dicho antes, a menudo son el resultado de escuchar no sólo los versos del Corán, sino también poesía erótica. Hay quien pone objeciones a que se recite poesía, así como el Corán, en estas ocasiones; pero debemos recordar que no todos los versos del Corán se prestan a suscitar emociones: como por ejemplo aquel que ordena que un hombre debe dejar a su madre la sexta parte de su propiedad y a su hermana la mitad. O aquel otro que ordena que una viuda debe esperar hasta cuatro meses después de la muerte de su marido para desposarse con otro hombre. Las naturalezas que pueden ser llevadas al éxtasis religioso por el recitado de tales versos, son especialmente sensibles y muy poco comunes.

Otra razón para usar la poesía, así como el Corán, en estas ocasiones, es que la gente está tan familiarizada con el Corán —y hay muchos que incluso se lo saben de memoria— que su efecto queda empañado por la repetición constante. No se puede estar siempre citando nuevos versos del Corán, como se puede hacer con la poesía. Cuando en una ocasión unos árabes salvajes estaban escuchando el Corán por primera vez y se sentían fuertemente impresionados por él, Abu Bakr les dijo: “Una vez fuimos como vosotros, pero ahora nuestros corazones se han endurecido”, lo cual quiere decir que el Corán pierde parte de sus efectos sobre aquellos que están familiarizados con él. Por la misma razón el califa Omar solía ordenar a los que peregrinaban a la Meca que se marcharan rápidamente, “ya que —decía— temo que sí os acostumbráis a la ciudad Santa, el temor que os inspira abandone vuestros corazones”.

Por otra parte, hay algo de frívolo y superficial, al menos a los ojos de la gente corriente, en el uso del canto y de instrumentos musicales, como la flauta y el tambor, y no es apropiado a la majestad del Corán el que se asocie, aunque sea temporalmente, con tales cosas. Se cuenta del Profeta que en una ocasión, al entrar en casa de Tabia la hija de Muaz, unas jóvenes cantantes que había allí empezaron a improvisar canciones en su honor. Él las hizo callar bruscamente, ya que la alabanza del Profeta es un tema demasiado sagrado para ser tratado de tal manera. También existe el peligro, si se utilizan exclusivamente los versos del Corán, de que quienes los escuchan les den una interpretación personal, y eso es ilícito. Por otro lado no hay ningún mal en interpretar unos versos de formas diversas, ya que no es necesario aplicar a un poema el mismo significado que le dio su autor.

Otros aspectos de estas danzas místicas son las contorsiones corporales y el arrancarse las ropas que a veces las acompañan. Si éstas son resultado de un estado de auténtico éxtasis, no hay nada que decir contra ellas, pero si son conscientes y deliberadas por parte de aquellos que desean aparecer como ‘adeptos’, entonces no son más que simples actos de hipocresía. En cualquier caso, el adepto más perfecto es aquel que se controla hasta que se ve absolutamente obligado a dar rienda suelta a sus sentimientos. Se cuenta de un cierto joven, discípulo del jeque Junaid, que al oir comenzar los cánticos en una asamblea de sufíes, no pudo contenerse y empezó a gritar en éxtasis. Junaid le dijo: “Si vuelves a hacer eso no permanezcas en mi compañía”. A partir de entonces el joven solía contenerse en tales ocasiones, hasta que un día algo agitó sus emociones de tal manera que, tras una larga y violenta represión, lanzó un chillido y murió.

En conclusión: al celebrar estas asambleas hay que tener en consideración el momento y el lugar, y que no haya espectadores que vengan por razones indignas. Aquellos que participan en ellas deben sentarse en silencio, no mirarse unos a otros sino mantener sus cabezas agachadas, como rezando, y concentrar sus mentes en Dios. Cada uno debe estar atento a cualquier cosa que se le pueda revelar en su corazón, y no hacer ningún movimiento provocado por un impulso consciente. Pero si uno cualquiera se levanta en estado de auténtico éxtasis, los demás deben levantarse con él, y si cayera el turbante de uno de ellos, los demás deben quitarse los turbantes.
Aunque estas cuestiones son relativamente novedosas en el Islam y no nos han llegado a través de los primeros seguidores del Profeta, debemos recordar que no todas las novedades están prohibidas, sino sólo aquellas que contravienen la Ley. Por ejemplo, el Tarawith, u oración nocturna, fue instituido por el Califa Omar. El Profeta dijo: “Vive con cada hombre según sus costumbres e inclinaciones”, y por tanto es correcto acomodarse a los usos que dan gusto a la gente cuando lo contrario puede turbarles. Es cierto que los compañeros no tenían costumbre de levantarse cuando entraba el Profeta, ya que les disgustaba hacerlo; pero allí donde se ha convertido en costumbre, y abstenerse de hacerlo pueda molestar, es mejor acomodarse a ello. Los árabes tienen sus propias costumbres y los persas las suyas, y sólo Dios sabe cuales son mejores.

Notas:
1. Literalmente, Los de Fuera.
2. La esposa más joven de Muhámmad.
3. Que posteriormente sería el primer califa.
Autor: Abu Hamid Al Gazzali 
Fuente: WebIslam

 
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