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Rendidos ante el islam

1.300 años de Al-Ándalus 
Un libro constata que el territorio valenciano se rindió a las tropas beréberes sin batallar en el año 711

 La conquista musulmana de la Península Ibérica en el año 711, de la que se cumplen 1.300 años, sigue siendo un pasaje oscuro para la mayoría de valencianos. ¿Qué ocurrió aquí? Un catedrático marroquí en Historia de al-Ándalus detalla cómo la zona valenciana pactó la rendición ante las tropas beréberes e inició un periodo de esplendor que los expertos reivindican.

El relato árabe empieza así: en junio del año 711, el gobernador beréber de Tánger Tariq Ibn Ziyad salió de Ceuta y desembarcó en Algeciras con una flota de 12.000 combatientes procedentes de todo el Magreb. Iban a conquistar la Península Ibérica. La llegada musulmana atendía la petición de ayuda de la familia real visigoda, que tenía la legitimidad política en ese momento pese a haber sido apartada del trono por el golpe militar de don Rodrigo, que detentaba el poder efectivo en aquella lejana Hispania. Así estalló la guerra.

Rodrigo movilizó a un ejército de 40.000 combatientes de toda la península para hacer frente a la amenaza beréber. En la primera batalla, el 19 de julio, la vanguardia de los jinetes españoles caía derrotada cerca del río Barbate (Cádiz) frente al ejército de Tariq. En la segunda ofensiva, el 26 de julio, las tropas godas eran vencidas por las huestes magrebíes en el cercano río Guadalete. Esta victoria le abrió a Tariq las puertas de al-Ándalus. Las grandes ciudades hispánicas fueron cayendo una tras otra: Medina Sidonia, Morón, Carmona, Sevilla, Écija, Málaga, Qastila (Granada) y Orihuela —ciudad que entonces constituía la llave de gran parte del territorio valenciano—, Toledo (capital del reino), Henares, Guadalajara, Astorga y Amaya, para luego rendirse todo el país.

¿Pero cómo se adueñó el ejército beréber de Orihuela y su zona de influencia? ¿Cómo pasó a dominio islámico el actual territorio valenciano? Después de consultar 88 fuentes árabes y otras crónicas latinas y españolas sobre la conquista musulmana, el catedrático en Historia de al-Ándalus Ahmed Tahiri ha reconstruido aquel episodio que iba a ser la antesala a medio milenio de omnímodo poder musulmán hasta la llegada de Jaume I. En su libro Fath al-Andalus y la incorporación de Occidente a Dar al-Islam, Tahiri constata con profusión de detalles que esta zona se rindió sin batallar por voluntad explícita de Teodomiro, el gobernador godo de la zona.

Siguiendo el documentado relato de Ahmed, «el acuerdo de paz ratificado por el gobernador Teodomiro para su región contiene lo siguiente: "Que no se le perjudique su estatus o posición ni el de ninguno de los suyos, ni se le prive de su potestad". Igualmente dice: "Dejad sus posesiones en sus manos". Del mismo modo, Teodomiro también firmó "la reconciliación de las gentes de su país", al estipular lo siguiente: "Sus súbditos no serán matados, ni cautivados, ni separados de sus esposas e hijos, ni forzados a la conversión ni se les quemarán sus iglesias"».
A continuación, el comandante del ejército musulmán —con la ayuda del señor de Orihuela— inició la organización de los instrumentos de gobierno en la región. Así pues, «colocaron en Tudmir [región de Orihuela] algunos hombres musulmanes que se quedaron con los autóctonos cristianos para asegurar el buen funcionamiento y gestión de los asuntos de la región». Mestizaje de conveniencia.

«Esta fue la manera en que Xarq al-Ándalus (la Valencia islámica) —prosigue Ahmed— quedó inscrito en Dar al-Islam "con las demás regiones mediante pactos de conciliación". Uno de los historiadores observó el impresionante grado de justicia favorecido para los cristianos por Tariq Ibn Ziyad y su cúpula de líderes musulmanes bereberes, que atrajeron al señor de Orihuela "y se inclinaron por él, ofreciéndole sus lealtades, siendo la lealtad una de sus costumbres, por lo que la Cora de Tudmir [Orihuela y su región] se salvó de la destrucción, no habiendo más que reconciliación».

La visión «españolista»
Aquella llegada, narrada aquí desde el punto de vista magrebí con base en sus documentos históricos, ha sido vista por los españoles durante siglos como un «castigo divino», «la ruina de España» o «una catástrofe nacional» al socaire del sentimiento nacionalista que imponía el estado-nación. Pero vale la pena seguir escuchando la otra voz, la árabe. Sostiene Ahmed Tahiri que la conquista de al-Ándalus «influyó de forma destacada para arrebatar a la Península Ibérica del oscurantismo de la Edad Media europea y trasladarla al resplandor de la civilización árabe, igual que ahora la actual España se encuentra incorporada a una civilización también esplendorosa como es la democracia liberal, que cuesta mucho de alcanzar».

En ese mal encaje nacionalista de la conquista musulmana coincide Juan Martos, director del Departamento de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Complutense de Madrid. «El hecho singular de al-Ándalus, una sociedad islámica en tierras de Europa —explica Martos—, es incómodo para un país como España que desea ver sus raíces esencialistas inmersas en una Europa de etnia blanca y de religión cristiana. Por eso, la existencia de una España musulmana ha sido negada, minimizada, distorsionada o ridiculizada a pesar de las evidentes pruebas de la presencia islámica en nuestro país y de los momentos gloriosos y hegemónicos que alcanzó al-Ándalus», destaca.

De las acequias a los topónimos
Así lo revela el mismo paisaje que nos rodea, como apunta el geógrafo y vicerrector de la Universitat de València Jorge Hermosilla. «El islam, sin duda, forma parte de nuestro territorio. Paisajes de huerta y sistemas de regadío que se repiten de forma continua en el territorio del litoral valenciano; los paisajes abancalados de ríos como el Girona, el Gorgos, el Chelva o el Palancia, cerca de elementos tan árabes como los azudes o las acequias; elementos de la arquitectura andalusí como castillos, murallas, torres vigías, alquerías o baños; y por supuesto, la toponimia en nombres de municipios, de partidas y de elementos geográficos. Es evidente que la cultura valenciana tiene su razón de ser, en parte, por el legado andalusí».

Y sin embargo, como detalla el secretario del Consell Valencià de Cultura, Jesús Huguet, «aquí sigue habiendo un desconocimiento casi total de lo que significaron los siete siglos de cultura árabe en España. Por ello, es imprescindible terminar con la injusticia de que una parte de nuestra historia esté cercenada y capitidisminuida. Es un acto de reparación histórica», concluye Huguet.

Con ese afán debe entenderse el congreso internacional sobre los 1.300 años del nacimiento de al-Ándalus celebrado esta semana en Valencia. Su directora, la presidenta del Centro Cultural Islámico de Valencia, Amparo Sánchez, lo recalca: «No damos esta mirada atrás con un afán beligerante ni con un romanticismo ñoño —puntualiza—, sino para caminar hacia la paz, la hermandad y la reconciliación».


Autor: Paco Cerdà.
Publicado el domingo 23 de octubre de 2011.
Fuente: levante-emv.comhttp://www.levante-emv.com/comunitat-valenciana/2011/10/23/rendidos-islam/850466.html
Traducción al catalán: 1300 anys d'Alandalús. Un llibre que compila 88 fonts àrabs constata que el territori valencià es va rendir a les tropes berbers sense batallar en l'any 711 - Els experts demanen la fi del l'«oblit» de l'Espanya islàmica.





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Los años andaluces de Ibn ‘Arabî

El régimen almohade y la formación de Shayj al-Akbar

1.
Transcurría el año 1165 de nuestra Era, es decir, el 560 des­pués de la emigración de Muhammad desde Meca a Medina. El día 7 de agosto, que aquel año caía en pleno mes sagrado de Ramadán, na­cía, en el seno de una de las familias nobles de Murcia, nuestro perso­naje, al que pondrían el nombre del Profeta del Islam, Muhammad, que era también el nombre del poderoso emir de todo el Levante a cu­yo servicio estaba, como alto funcionario, el padre de aquel recién na­cido. A este niño lo habremos de conocer luego por el apellido fami­liar: Ibn al -‘Arabî, “descendiente del Árabe”. A este apellido, nuestro místico añadiría con orgullo el de al‑Hâtimî at‑Tâ’î, proclamando así su descendencia de aquel célebre poeta árabe preislámico, Hâtimî at‑Tâ’î, cuya generosidad llegó a ser proverbial y tema de multitud de relatos populares en varias lenguas de Oriente.

Así pues, aunque nacido en Murcia, de padre murciano (su ma­dre era bereber), las raíces del que luego sería el mayor místico que han conocido los musulmanes hay que buscarlas muy lejos de aquí, en la Arabia que fue cuna del Profeta Muhammad. Sería precisamente allí adonde, en el cenit de su vida, lbn al-Arabî viajaría, abandonando de­finitivamente el país de al‑Andalus que sus antepasados habían conquistado.

La ciudad de Murcia era entonces la capital de un Estado islámi­co que abarcaba todo el Levante y a cuyo frente estaba el emir Ibn Mardanîs, que las crónicas cristianas llaman el Rey Lobo, tenazmente enfrentado a las fuerzas del imperio almohade, imperio que ha sido llamado “la empresa beréber más importante del Occidente musulmán en la Edad Media”. Se respiraba en la Murcia de aquellos días un am­biente militarista, demasiado influido —a juicio de los buenos musul­manes— por ideas y costumbres cristianas, y con una carga fiscal prác­ticamente insoportable para el común del pueblo. Era constante la presencia de soldados de países de la cristiandad (“numerosos y bien equipados”, como dice un autor árabe), requeridos por Ibn Mardanîs para sus planes de expansión territorial. Expansión siempre a costa de las provincias musulmanas limítrofes, no de los reinos cristianos. Su ejército regular estaba formado en buena parte por estas huestes mercenarias, principalmente compuestas por castellanos y aragoneses, que residían permanentemente en lo que entonces se denominaba Sarq al­-Andalus, es decir: el Levante español.

Justamente un mes después del nacimiento de nuestro místico, en respuesta a un intento de los levantinos de apoderarse de Córdoba, se pone en marcha en Sevilla, en dirección a Murcia, un formidable ejército almohade, venido de allende el Estrecho y reforzado en la Pe­nínsula. Es el comienzo del resquebrajamiento del poder de Ibn Mardanîs, aunque ya dos años antes había sufrido un serio revés en su in­tento de arrebatar Granada al imperio almohade: las mayores pérdidas allí fueron de soldados cristianos a las órdenes del emir murciano. Los efectivos almohades parten, como dice el cronista, “decididos y constantes en expedición al país de Ibn Mardanîs”. Unos días después, el Rey Lobo y sus 13.000 cristianos sufren una aplastante derrota, en el lugar donde el valle del Guadalentín se une a la vega murciana. Las inexpugnables murallas de la ciudad de Murcia protegieron al emir, a los restos de su ejército y a la población civil, pero la rica huerta y las suntuosas mansiones de recreo de los nobles murcianos quedaron a merced de los invasores, que destruyeron y saquearon cuanto quisieron. La residencia mardanîsî de Monteagudo fue asolada.

Los años que median entre el nacimiento de Ibn al-‘Arabî y su salida de Murcia debieron ser especialmente duros en esta ciudad. Se rompió la alianza entre Ibn Mardanîs y su suegro, el señor de Jaén, lo que motivo nuevas campañas de los murcianos y sus aliados para anexionarse los territorios de aquél, que tenían especial importancia económica y estratégica para Murcia.

El ejército almohade habría de volver en septiembre de 1171. Tampoco esta vez el asedio de la capital daría resultado, Pero buena parte de las demás poblaciones, una a una, fueron pasándose al campo almohade, manifestando que adoptaban su doctrina y expulsando a militares y civiles cristianos. Esperaban, sin duda, acabar así con aque­lla guerra que duraba demasiado y con la insoportable presión fiscal. Finalmente, cuando prácticamente ya no le quedaban aliados, muere el Rey Lobo, en marzo de 1172, y sus hijos se apresuran a declararse vasallos de los almohades y partidarios de su credo.

Mientras los jefes beréberes se posesionaban de la ciudad, una comitiva compuesta por la familia del difunto emir, sus funcionarios y los altos oficiales de su ejército se dirige, para organizar la nueva administración, a Sevilla, donde se encontraba el califa almohade. Entre los miembros de aquella comisión se hallaba muy probablemente

‘Alî b. al‑‘Arabî, padre de nuestro personaje. Eso fue precisamente en el mes de Ramadán de aquel año, cuando el pequeño Muhammad b. al‑‘Arabî cumplía 7 años. El debió quedar en casa con el resto de sus familiares, quienes muy poco después emprenderían aquel mismo ca­mino para reunirse con el cabeza de familia, que había pasado a for­mar parte de la administración central de al‑Andalus en Sevilla.

2.
¿Qué razones impulsaron a la dirección del movimiento almoha­de a mandar a sus seguidores al otro lado del Mediterráneo? Y, una vez asentados en buena parte de al‑Andalus, ¿qué les movió a poner tanto empeño y energía en el sometimiento del Levante peninsular? La tarea de reconstruir la Historia es primordialmente hacerse preguntas sobre el pasado. Debo reconocer que si ya es difícil dar respuesta a la pregunta de “qué sucedió” (pues los datos fiables son escasos), mucho más difícil y arriesgado es responder al “cómo” y al “porqué”. Ni siquiera los protagonistas o los espectadores del hecho histórico son necesaria­mente conscientes de las verdaderas razones que mueven los aconteci­mientos. Cuando se manda —como en aquel caso— a un pueblo a lu­char, ¿cuántos combatientes saben porqué? O, ¿cuántos pueden prever o adivinar en qué modo será utilizado el resultado?

Parece evidente que los almohades comprendieron pronto que la confrontación entre Islam y Cristiandad que se estaba agudizando en España afectaba especialmente a sus intereses como partido gobernan­te en el Norte de África (desde Marruecos hasta Libia) y que, por lo tanto, debían intervenir: no se trataba quizá de expansionismo puro y simple, sino de una especie de ataque defensivo, no tanto para ampa­rar a las poblaciones andalusíes como para protegerse ellos mismos. Por esa razón, a pesar de sus presupuestos doctrinales, acabaron pronto desentendiéndose de la solidaridad musulmana en todo otro terreno que no fuera el hispano.

Ello les llevó a no acudir a Oriente Medio contra los Cruzados, pese a que la poderosísima flota con que contaban a finales del siglo XII les hubiera permitido intervenir. Con sólo la mitad de esa flota se hubiera conformado Saladino, quien le hizo saber al tercer califa al­mohade, Abû Yûsuf Ya‘qûb al‑Mansûr, en carta enviada en el año 1189, que debía intervenir, pues la suya era la única flota musulmana con capacidad para enfrentarse a los Cruzados. Pero Abû Yûsuf no quiso ayudar a los sirios, pues tenía necesidad de todas sus fuerzas marítimas para sus campañas andalusíes. Por otra parte, el hecho de que fuerzas cristianas, especialmente las francesas, estuviesen ocupa­das en Oriente Medio, le dejaba las manos más libres. En el marco de esa estrategia, los almohades habían llegado a establecer, en 1180, una tregua de diez años con el rey de Sicilia.

Ese interés con que los norteafricanos siguieron los asuntos de al-Andalus dio sus frutos. Poco antes de que lbn al-‘Arabî abandonara definitivamente el Occidente musulmán, debió de celebrar con enor­me regocijo la victoria musulmana de Alarcos en 1195, en tiempos del califa ya citado, Abû Yûsuf, frente al temible Alfonso VIII, el que ha­bía arrebatado Cuenca al poder musulmán en 1177, cuando los al­mohades ya eran plenamente dueños de al‑Andalus.

La amenaza de los cristianos parecía alejarse ante la recuperada fuerza ofensiva del Islam. Sin embargo, hasta las tierras orientales donde se encontraba debieron llegarle a nuestro místico las noticias de los posteriores reveses almohades, a raíz de que el Papa Inocencio III proclamara la Cruzada contra los musulmanes españoles, después de varios fracasos de los cristianos en Siria y posiblemente comprendiendo que lo que estaba en juego en España era tan importante como aquello otro. Se fraguaba así el desastre de las armas musulmanas que fue la batalla —cuyo lugar y fecha todos hemos tenido que aprender— de las Navas de Tolosa en 1212, que preparó el fin de la autoridad al­mohade en España y la conquista cristiana de casi todas las grandes ciudades que un día fueron orgullo del Islam español: Córdoba, en 1236; Murcia, en 1243 (tres años después de que hubiera muerto el más ilustre de sus hijos); Sevilla, en 1248...

El imperio almohade tuvo como base y motor un movimiento doctrinal de características que podemos considerar integristas o me­jor: fundamentalistas. La base de su doctrina era el dogma islámico de la unicidad de Dios. La proclamación de esa unicidad recibe en árabe el nombre de tawhîd y el seguidor de la doctrina es al‑muwahhid, de donde proviene el arabismo “almohade”. Pero, como digo, el tawhîd no era en absoluto algo nuevo en Islam. Es simplemente el hecho de ser monoteísta y de proclamarlo con la fórmula de la profesión de fe islámica: “No hay más dios que el Dios Único”; fórmula que los mu­sulmanes, sin excepción, vienen repitiendo desde que lo aprendieron de labios de Muhammad.

Así pues, ¿qué originalidad tenía el movimiento almohade? ¿Acaso no profesaban los demás musulmanes el dogma de la unicidad divina? Sí, por supuesto; pero, a juicio de lbn Tûmart, padre de aquel movimiento doctrinal, no daban prioridad al tawhîd, es decir, no lle­vaban hasta el final todas sus implicaciones.

Reservarse para ellos solos el título de muwahhldún o unicistas era de alguna manera llamar musrikzyyun o asociadores a los otros. «Asociadores» son aquellos que creen que, además de Allâh, hay otros partícipes de la divinidad. Mrísrik o asociador es el nombre que Muhammad dio al que profesaba el politeísmo y que sus seguidores dieron posteriormente a los cristianos, debido a su aceptación del dogma de la Trinidad. Por lo tanto, afirmando ser los únicos que practicaban el verdadero Islam, estos gobernantes se proclamaron califas, no reco­nociendo autoridad superior a ellos en ningún país musulmán y cre­yéndose en el deber de imponer su doctrina a los demás, mediante la violencia si fuera preciso, violencia que ellos llamaban -naturalmente-­ jihâd.

3.
Uno de los rasgos de esta doctrina es su insistencia en volver a las fuentes, en basar el culto, la jurisprudencia, la vida social sobre los preceptos contenidos en el Corán y en la Tradición recibida de primeros tiempos del Islam. Ello les llevaba a enfrentarse a una situa­ción que había ido asentándose sólidamente en el Islam tanto occiden­tal como oriental: la transferencia de la autoridad doctrinal a manuales de jurisprudencia y de casuística que seguían ciegamente la doctrina básica de algún gran sabio de los siglos VIII o IX, ampliada por eminentes discípulos suyos y por algunos estudiosos posteriores. Cono­cemos tal actitud con el nombre de taqlîd o seguimiento de la opinión de otros, es decir, el hecho de imitar las soluciones dadas con anterio­ridad, en lugar de hacer un esfuerzo (ijtihâd) por encontrar la deseada solución a partir de las únicas bases de la doctrina y del derecho islá­micos, que son los Libros Sagrados. Esta desacreditación de las solu­ciones ya dadas, estos ataques a la pereza mental motivaron que bajo dominio almohade se creara un clima más favorable que en épocas an­teriores para la creación intelectual y una evidente renovación religio­sa, de la que quizá nuestro místico es un exponente.

Otro de los rasgos que caracterizaron esta revolución, al menos en sus comienzos, fue la intransigencia frente a la colaboración y la coexistencia con los cristianos. Estos aparecían no sólo como claros enemigos del tawhîd, sino como introductores de rechazables innova­ciones en el interior de algunos países musulmanes, como era el caso de Murcia. En las crónicas que cuentan cómo las ciudades levantinas fueron pasándose al campo almohade se dice generalmente: “Abraza­ron el tawhîd y expulsaron a los cristianos que había con ellos”.

Esa situación de permeabilidad, de coexistencia (aunque quizá no fuera de buen grado) entre las comunidades musulmana y cristiana se estaba dando especialmente en el Levante de Ibn Mardanîs. Era evi­dente que un cierto excedente de población de los reinos cristianos se estaba acomodando a vivir entre musulmanes, bajo autoridad islámica y en un marco social regido por las leyes del Corán, realizando fun­ciones militares y comerciales principalmente. De no haber sido por la irrupción de los fundamentalistas beréberes, ¿qué resultados habría tenido aquella experiencia? Yo no estoy seguro de algo que siempre se afirma: que la conquista almohade retrasó la caída de al‑Andalus en manos cristianas. A mi modo de ver, esta invasión la aceleró. Piénsese en el caso de Cuenca, que sólo es ocupada y colonizada por los castellanos cuando desaparece el régimen “amigo” de lbn Mardanîs y en su lugar se instala en sus fronteras un poder tan beligerante como el de aquellos norteafricanos.

Sea como fuere, la expansión almohade fue un levantamiento, una movilización de tribus beréberes sedentarias, del Alto Atlas, en busca de mejores medios de vida y deseosas de propagar sus nuevos puntos de vista doctrinales y de defender lo que ellos creían el verdadero Islam, allí donde estaba en peligro. Pero, ¿hasta qué punto fue profunda, o al menos efectiva, la revolución almohade? Aparte de un cambio de dinastía y de la subida al poder de unos nuevos grupos di­rigentes, ¿qué cambió? En lo doctrinal, por ejemplo, ¿fue muy dife­rente la formación que Ibn al‑‘Arabî recibió a partir de los 7 años de lo que hubiera sido de haber continuado viviendo en Murcia, bajo ré­gimen mardanîsî. 0, lo que es lo mismo: Los que crecieron con el nuevo régimen, ¿tenían una mentalidad realmente distinta de la que tu­vieron sus padres? Asín Palacios parece creer que sí, ya que, según él:

Contra la ciencia muerta de los juristas de su época, los almoha­des impusieron paulatinamente la restauración de las fuentes hasta en­tonces olvidadas en el estudio del Derecho y acabaron con los casuísticos manuales de la escuela malikí, que fueron entregados a las llamas (...) El reformador se refiere al fundador del movimiento niega todo va­lor legal a las cuatro escuelas ortodoxas y destruye la causa que dio origen a sus mutuas discrepancias, declarando que el libre examen de la razón individual, aplicado a la interpretación de las fuentes objetivas de la ley, carece de toda fuerza. Bases de la legislación deben ser única­mente el Alcorán, la tradición profética cuya autenticidad conste por testimonios fidedignos y el unánime consentimiento de la iglesia islá­mica adornado de idénticas garantías. Todo lo que no sea esto o debe ser en absoluto excluido o utilizado, cuando más, a título de meros in­dicios, de presunción subjetiva que no pueden sentar jurisprudencia”. (M. Asín Palacios, “Origen y carácter de la revolución almohade”, en Obras escogidas, Madrid 1948, t. II, p. 7.)

Sin embargo, este análisis de la ideología jurídica del movimiento unitarista parece excesivamente tajante. En plena época almohade se siguieron escribiendo manuales de casuística al estilo tradicional por personas altamente situadas o por intelectuales a bien con el régimen. Quizá sea más realista decir que la jurisprudencia escolástica anterior, debido a las tendencias del partido en el poder, perdía importancia frente al Hâdîth, o Tradición del Profeta, y al Corán, materias que lle­garon a ser las más cultivadas en este período, sin por ello desplazar completamente aquellas disciplinas académicas ya clásicas en el Occi­dente musulmán, fiel seguidor de la corriente jurídica que en Medina iniciara, en el siglo VIII, el Imâm Mâlik. Como tampoco es cierto que los seguidores de esta escuela fueran excluidos de las esferas guberna­mentales, a no ser que se piense exclusivamente en la cúpula del poder.

Queda por averiguar por qué, junto a ese aumento de los espe­cialistas en Corán y Hâdîth, la España almohade conoce un evidente florecimiento de la mística, cuyo ejemplo más relevante será sin duda el del eximio Ibn al‑‘Arabî al‑Mursî. Y parece también paradójico que el cultivo de las materias profanas, en parte liberadas de sus tutelas re­ligiosas, empieza a ser algo aceptado: uno ya podía presentarse única­mente como especialista de disciplinas literarias y adquirir una audiencia notable, aunque no tenemos muchos ejemplos de ello.

Lo más probable es que los maestros sevillanos del joven Muhammad respondieran más a la imagen del ulema de época almorá­vide que al “hombre nuevo” que pretendían los almohades. A finales del siglo XII el prototipo de andalusí culto al que se acudía en busca de enseñanza era todavía el de un hombre “chapado a la antigua”: versado en Derecho aplicado y no en fuentes del Derecho, en catecis­mo y no en textos fundamentales, que políticamente apoyaba al régi­men almohade, pero que intelectualmente era tributarlo del pasado; salvo, sin duda, personalidades especialmente versátiles.

4.
En Sevilla, el shayj murciano va a recibir no sólo su formación básica en las disciplinas que un hombre culto debía dominar, sino que allí se adentrará en la vida mística sur, de la mano de una multitud de mentores. Todas las biografías insisten además en los antecedentes su­fíes que había en la familia del gran maestro. Pero, ¿qué es el sufismo? En sus comienzos, en los siglos VIII, IX y X, había sido un movi­miento sobre todo ascético y mendicante, en claro contraste con el Is­lam oficial, que se ocupa primordialmente de organizar la vida pública y los deberes “externos” de la persona (con una concepción muy jurí­dica de las relaciones sociales y de las relaciones del individuo y la co­lectividad con la religión), mientras que el sufismo predica sobre todo el abandono de lo material y la unión interior, inefable, con Dios. Los miembros de este movimiento, a causa -parece- del nombre del sayal de la lana (sûf) con que gustaban de vestirse, fueron llamados sufíes; aunque otra hipótesis relaciona este nombre con el griego “sophía” o sabiduría.

Estos primeros sufíes habían tenido como precursores a algunos musulmanes del siglo VII que, frente a la corrupción de los amos del nuevo imperio, practicaban y predicaban la renuncia, la moral, la sinceridad religiosa y la confianza en la providencia divina. Luego fueron apareciendo hombres que se retiraban del mundo, rechazando la vida social y la actividad económica, aunque con un carácter poco especulativo, sin tener todavía teoría alguna sobre la co­municación mística con Dios. Pero, en la época del gran sufí murcia­no, el movimiento ya estaba organizado en comunidades, había ins­taurado prácticas o ejercicios de adiestramiento místico, se había enriquecido con aportaciones ideológicas neoplatónicas, hindúes, panteístas, etc., y había comenzado a producir una literatura que den­tro de muy poco sería importante y abundante. lbn al‑‘Arabî consti­tuirá el punto culminante de ese enriquecimiento doctrinal y de esa producción literaria.

Como acabamos de decir, en 1173 el pequeño Muhammad se en­cuentra ya instalado en Sevilla, donde tendrá lugar su formación en un ambiente político diferente del que conoció en su primera niñez. La nueva ideología que el partido de los muwahhidîn quería implantar en las esferas religiosa, filosófica y jurídica parece reflejarse en la forma­ción básica del joven Abû ‘Abdallâh. No quiero decir que Ibn al­-‘Arabî sea un producto de la doctrina de los almohades, sino que la oposición de éstos al taqlîd o sometimiento ciego a la autoridad doc­trinal de los predecesores, ese rechazo de los manuales de casuística y esa búsqueda de soluciones acudiendo en cada ocasión a las fuentes (Corán y Sunna) tienen un eco en el camino personal de Ibn al­-‘Arabî para encontrar la Verdad. Él también está en contra de “esas personas -cito sus palabras- que obedecen ciegamente el criterio de autoridad en los problemas de la vida espiritual”, pues de esa ciega su­misión al criterio de autoridad, ¿cómo esperar -se preguntará él-, en materia de conocimiento, éxito alguno para quien lo sigue?

De estas nuevas actitudes intelectuales, de estos impulsos a la iniciativa doctrinal que se dieron sobre todo al comienzo de la época almohade es también buen ejemplo un contemporáneo de Ibn al­-‘Arabî con el que éste mantuvo relación: Averroes, renovador en ma­teria filosófica y figura independiente en materia jurídica.

Tampoco en el entorno de ascetas y místicos en que el murciano se movió en su juventud sevillana abundan los que se plegaban a la or­todoxia tradicional. De alguno de ellos dice Ibn al‑‘Arabî que “no usaba en sus explicaciones de otras autoridades que de textos del Corán, ni estimaba digno de estudio más libro que éste” y que “jamás adquirió ningún otro libro” y que él le oyó “decir en una reunión, en la ciudad de Córdoba, lo siguiente: ‘¡Desgraciados los autores de libros y de obras! ¡Cuan prolija será la cuenta que habrán de dar el día de mañana! ¡Con el Libro de Allâh y con las tradiciones de su Enviado basta!’.” Esto es llevar hasta sus últimas consecuencias un principio clave en la doctrina almohade.

Y es que la exageración, el carácter radical en los actos y en los planteamientos doctrinales es uno de los rasgos sobresalientes de las personas que iniciaron a lbn al-‘Arabî en la vida mística. Quien quiera conocer el ambiente que reinaba entre tales maestros y discípulos de­berá leer la Epístola de la Santidad: galería de personajes singulares, absolutamente extremados en las prácticas religiosas y diferentes entre sí, es decir, que no constituían un patrón único de místico: entre los personajes biografiados encontramos quienes sólo vivían del trabajo de sus manos, frente a otros que abandonaron todo trabajo manual, como aquel que ganaba su vida con su oficio de sastre y un buen día arrojó las tijeras al pozo y se confió a la providencia divina; había quienes no aceptaban nada de nadie, frente a otros que sólo vivían de limosnas; los había que no podían prescindir del matrimonio, mientras que alguno no se casaba por temor -decía- “a no poder pagar a su esposa el débito conyugal”, los había tristes e introvertidos, mientras que otros eran ex­trovertidos y bromistas; unos eran ceñudos y otros afables...

Pero existían indudablemente rasgos comunes a todos ellos. Además de su extraordinaria piedad o devoción, todos mortificaban enormemente el cuerpo, continuando así una arraigada tradición ascé­tica del Islam andalusí. Por otra parte, solían ser sumamente escrupu­losos y obsesivos, aunque el contenido de la obsesión variaba de unos a otros: había quien pasó toda su vida sin dar la espalda a la alquibla, es decir, mirando siempre hacia la dirección frente a la cual el creyente se sitúa en la oración; había quien repetía durante toda la jornada una breve jaculatoria que cada día cambiaba; había quien siempre dormía vestido; etc.

5.
Nuestro personaje tendrá fijada su residencia en Sevilla hasta el año 1194, en que, a punto de cumplir los treinta años y antes de su partida definitiva para Oriente, comenzará una vida itinerante en algunos lugares del Occidente musulmán. Con anterioridad había hecho frecuentes desplazamientos por buena parte de la España que todavía estaba bajo administración islámica, así corno por el Norte de África. El motivo de esa inquietud viajera no parece ser otro que el de entrar en contacto con personalidades sufíes, cosa que compaginó durante unos años con su puesto de funcionario del gobierno almohade, un puesto que su origen familiar y su formación académica le permi­tieron ocupar.

La personalidad de nuestro joven místico se nos muestra como la de alguien sumamente ansioso por alcanzar el máximo grado de perfección en esa vía, pero de una forma mucho más moderada y ra­zonable que la de la mayoría de los maestros suyos que conocemos: no se le ve romper con la vida familiar; no parece enfrentarse a los po­derosos ni abandonar totalmente el cuidado de su hacienda; es gene­roso con su riqueza, pero sin renunciar por completo a ella. En resu­men: se va apartando del mundo, sin huir de él ni renunciar por completo a algunas de sus comodidades.

Los estudios que entonces realiza son los de un hombre culto llamado a ocupar cargos oficiales y a brillar en sociedad. No se ciñe a la sola lectura del Corán, como recomiendan algunos de los maestros que él se había puesto como modelos. Su formación en jurispruden­cia, gramática y retórica es importante. En este último campo destaca­ría luego como poeta. Será especialmente interesante su faceta como autor de poemas estróficos, es decir, poemas que no siguen el modelo tradicional de la casida. Y quiero resaltar que cabe al místico murcia­no el mérito de haber sido el primero en introducir el uso “a lo divi­no” de estos géneros de versificación, fundamentalmente populares y generalmente escritos en árabe dialectal.

La imagen de Ibn al‑‘Arabî en esta época es la de un joven, diga­mos que “universitario brillante”, que frecuenta personajes de las cla­ses populares en busca de ejemplos de vida ascética y de poderes so­brenaturales. En efecto, la mayoría de sus maestros son artesanos o incluso personas marginadas, muchas veces sin apenas cultura, pero que sobresalen en la ciencia que él viene a aprender. Comparte duran­te temporadas la vida de varios de ellos, en absoluta comunidad de bienes, incluso sirviendo de criado a algunos, sobre todo de entre los de más edad.

Sus relaciones con el régimen almohade parecen excelentes. En 1193 lo encontramos en Túnez, donde tiene gran influencia ante el gobernador almohade. Al año siguiente, en Fez, asiste al paso de los ejércitos que venían a combatir a al‑Andalus. Son las tropas que con­seguirían en 1195 la resonante victoria de Alarcos, que levantó los ánimos de los musulmanes españoles. Pero, después de este triunfo, el poder almohade empieza a reaccionar contra la efervescencia sufí, que quizá se sospechaba que podía tornarse en agitación política. Este cambio no pudo menos que disgustar enormemente a lbn al‑‘Arabi, que hasta ese momento, como decimos, había gozado del favor del ré­gimen de los muwahhidîn, partido que en sus comienzos había agra­decido el apoyo ideológico que el sufismo le prestó contra el Estado almorávide, al que los sufíes, al igual que los primeros almohades, re­prochaban su anquilosamiento doctrinal. Fueron varios los místicos que habían fomentado, e incluso encabezado, rebeliones anti‑almorá­vides. Pero, en aquellos años finales del siglo XII, las cosas empeza­ban a ser como antes y quizá una buena prueba de ello la podemos encontrar en el hecho de que los alfaquíes, que habían sido los gran­des perdedores con el cambio de régimen, volvían ahora a tener la in­fluencia de antaño.

En 1199, después de haber asistido en Córdoba a los funerales por Averroes, Muhyiddîn se encuentra en Murcia. En esta su ciudad natal asiste a las lecciones de un importante sabio de antigua rai­gambre murciana: Muhammad Ibn abî Gamra, de la familia de los Banû Hattâb, familia que no había dejado de tener puestos de responsabilidad en Murcia desde el comienzo del período árabe, cinco siglos antes. Fue en esta ciudad donde, según él mismo nos dice, recibió una inspiración de Allâh que le encargó la misión de enseñar lo que Él le había revelado. Y, como si ese apostolado hubiera de ejercerse entre gentes de otras tierras, abandona de improviso, para no volver nunca más, la ciudad de su infancia, tomando el camino de Almería.

Su inquietud viajera, la misión de apostolado a que se sentía lla­mado y sin duda la situación política y militar en al‑Andalus, le lleva­ron de nuevo a cruzar el Mediterráneo. A los 35 años sale por última vez de su país, dirigiéndose en primer lugar a Marrâkus, la capital del imperio almohade. Allí, a comienzos del siglo XIII, en 1201, una vi­sión le determina a viajar a Oriente para cumplir con el precepto de la Peregrinación a La Meca. Nunca más habría de regresar al Occidente musulmán. ¿Tenía la intención, cuando emprendía aquel camino, de no retornar? No lo sabemos, pero creo un poco aventurado imaginar que fue así. Quizá es más creíble pensar que la buena acogida que se le dispensó en muchos lugares de Oriente y las inquietantes noticias que le llegarían de al-Andalus fueron demorando su regreso, hasta que es­te fue finalmente imposible.


Autor: Alfonso Carmona González
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«Jaume I simboliza el paso de las luces islámicas a las tinieblas medievales»

La invasión musulmana del año 711 está siendo reexaminada. ¿Cómo fue?
Invasión, conquista, fath… son términos con contenido diferente. La historiografía medievalista española y europea hablan de «invasión» y de «conquista». Pero lo que ocurrió, según las fuentes árabes, fue más bien una fath, que significa «apertura» o «victoria». A mi juicio, ocurrió lo que ahora llamaríamos una «incorporación» de una tierra (la mayor parte de la Península Ibérica) a una gran comunidad política (Dar al-Islam).

Y no una invasión…
¿Invasión? ¿Hasta qué punto podemos llamarlo invasión? La legalidad política española de aquel momento, la casa real visigoda representada por el rey Aquila II, pidió al gobernador de Tánger, Tariq ibn Ziyad, que viniera a España para actuar contra don Rodrigo, que había usurpado el poder visigodo con un golpe de Estado. Por eso es muy difícil hablar de «invasión». Sí, hubo guerras y enfrentamientos entre dos ejércitos. A mi parecer, fue una fath, una apertura, o tal vez una conquista. Pero lo importante es que supuso la integración de la península dentro de una nueva cultura sin dejar la suya.

A los españoles no les han vendido así la historia…
Sí, y es muy triste, pero quienes han escrito la historia de ese periodo la han pintado como muy oscura y alegando siempre la falta de fuentes y documentos fiables. Ha habido mucha más interpretación histórica que estudio histórico. Pero la gente, la del Magreb y la de España, tiene derecho a saber qué pasó.

¿Qué aportó la civilización islámica a España en esos 781 años?
Todo lo que tocas hoy en España forma parte estructural de al-Ándalus. En las lenguas, la cultura, la forma de vestir, los restos arquitectónicos y arqueológicos… Al-Ándalus fue el vector que atrajo todas las ciencias y técnicas antiguas, y las desarrolló, para trasladarlas a Occidente. Sin al-Ándalus no se entiende nada del desarrollo de las ciencias en Occidente. Europa occidental no lo quiere asumir, pero los sabios sí que lo saben.

Hábleme de Xarq al-Ándalus, la zona islámica valenciana.
Xarq al-Ándalus fue una entidad territorial propia dentro de al-Ándalus. Balansiya (Valencia) fue su capital y llegó a ser una de las grandes metrópolis de al-Ándalus. El eje Valencia-Xàtiva siempre iban juntas y fue importante que se integraran en al-Ándalus no por guerra, sino por pacto. Su señor visigodo Teodomiro, que sabía que no iba a poder resistir la guerra, pactó con Tariq para evitar destrozos.

¿Cómo funcionaba Xarq?
En su esplendor, durante el califato, Xarq-al-Ándalus tenía un gobernador relacionado con el califato de Córdoba y sólo tenía el poder político-administrativo. También tenía una institución similar al Parlamento actual, más o menos como consejeros del gobernador, con el deber de legislar. Finalmente, había un cadí, una especie de juez que tenía el poder judicial. De hecho, cuando entró el rey Jaume I a Valencia, prendió al cadí de la ciudad y lo quemó en la hoguera. Es decir: en la época andalusí había tres poderes, o sea que la Revolución Francesa no trajo nada nuevo (risas).

En Valencia estamos acostumbrados a los elogios a Jaume I y a su proyecto político, del que descendemos. Pero, en su versión, ¿quién fue Jaume I?
Jaume I cortó las raíces de una época anterior muy rica para los valencianos, que debería ser motivo de orgullo para su historia regional y que debería ser recuperada. Pero Jaume I, y su contexto medieval, simboliza el paso de las luces de la civilización islámica a las tinieblas medievales y a un contexto de degradación total. Sin embargo, la cultura española no quiere salir de sus tópicos.

¿Se diferenciaba Xarq de las otras regiones de al-Ándalus?
Sí. Tenía una personalidad cultural propia muy bien definida. ¡Sólo por la lengua se sabía que uno venía de Xarq! También eran distintos en la vestimenta, pues siempre se han hablado maravillas de sus tejidos. La industria del papel de Xàtiva era muy conocida. También el cobre de la región de Xarq era muy apreciado, y la decoración del armamento de aquí también era muy típica.

¿España ha olvidado su sustrato islámico?
Es que no lo quiere. Yo soy marroquí, pero me considero también español. Desgraciadamente, España tiene un gran problema: no quiere recuperar esa parte suya.

¿Por qué?
No lo sé, pero quizá tiene que ver con el hecho de la expulsión.

¿Hay una mala conciencia?
Sí. Hay como una carga sobre la conciencia. Ocurrieron cosas malas y hay que olvidarlas.

Salvando las distancias, ¿sería algo así como Alemania y su mala conciencia por el holocausto?
Más fuerte, porque esto fue durante mucho siglos y con mucho dolor. No estuvo bien para las víctimas que fueron expulsadas de España por razones culturales. Y ahora no se quiere recuperar esta época. Pero España debería liberarse de sus complejos históricos. No hay que buscar responsabilidades, porque es algo del pasado y ni tú ni los gobernantes actuales tienen culpa de nada, pero vendría bien recuperar esa historia.

¿Cuánto daño ha hecho Bin Laden y el islamismo radical a la imagen de al-Ándalus?
Es que ellos son gente ignorante que no saben nada. El saber es la luz y la ignorancia son las tinieblas. Pero el gran problema es que nuestros políticos no les interesa que la gente sepa.



Entrevista a Ahmed Tahiri (Alhucemas, 1958). Catedrático de Historia de al-Ándalus y del Occidente Islámico en la Universidad de Tetuán y profesor invitado en la Sorbona. Ha escrito más de veinte libros sobre al-Ándalus (la España islámica del 711 a 1492). Ha sido la figura del congreso de Valencia que ha recordado los 1.300 años de al-Ándalus.
Autor de la entrevista: Paco Cerdà.
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Taifa de Mallorca

Taifa de Mallorca o Taifa de Baleares, nombre bajo el que son conocidos dos reinos hispano-musulmanes surgidos durante la Edad Media con capital en la ciudad de Palma de Mallorca (Madina Mayurqa) y que extendieron su dominio sobre las Islas Baleares.
Las taifas son los pequeños reinos musulmanes que surgieron durante el siglo XI en la Península Ibérica al desmembrarse el Califato de Córdoba. La Taifa de Mallorca no surgió en el primer momento de la división del Califato, ya que el archipiélago fue controlado en un primer momento por la Taifa de Denia, denominándose a este estado también por el nombre de Taifa de Denia-Baleares. Hacia 1076 Denia fue conquistada por la Taifa de Zaragoza estableciéndose un reino musulmán independiente en el archipiélago balear. La Primera Taifa de Mallorca tuvo una existencia de unos 50 años (1076-1116) sucumbiendo primero a una cruzada cristiana y siendo posteriormente ocupada por los almorávides.
Tras un periodo en el que las Baleares estuvieron integradas en el Imperio Almorávide, este acabó disgregándose también como antes ocurriera con el Califato de Córdoba. Así surgió un nuevo reino independiente, la Segunda Taifa de Mallorca (1147-1203) que acabaría siendo el último reducto de la cultura almorávide en Al-Ándalus frente al avance de la secta almohade. Tras una dura lucha, los almorávides de Mallorca acabarían siendo conquistados por los almohades siendo integrado el reino en el Imperio Almohade.
A estos reinos musulmanes también se les puede hacer referencia bajo la denominación de Reino de Mallorca, aunque este nombre suele reservarse en la historiografía tradicional para el reino cristiano surgido en el siglo XIII. Ver Reino de Mallorca.

Artículo completo de Wikipedia.
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Illes Orientals d'al-Àndalus (al-Jazàïr aix-Xarquiyya li-l-Àndalus)

Les illes Orientals de l'Àndalus (en àrab al-Jazàïr aix-Xarquiyya li-l-Àndalus), és el nom de les Illes Balears en època musulmana (903-1229), integrades per Mayurqa, Minurqa, Yàbissa i Faramantira. La seva organització política varià en gran manera al llarg dels més de tres segles de dominació islàmica, des de forta dependència del poder central durant el Califat de Còrdova fins a la plena independència, de la Taifa de Mallorca, passant per totes les situacions intermèdies.

Article complet a Viquipèdia. Click Here to Read More..

Crònica àrab de la conquesta de Mallorca

Una vegada finalitzat l'Any Jaume I hem pogut comprovar com el discurs historiogràfic que s'ha transmés des de les institucions, a través de les exposicions i demés actes oficials, no ha sofert cap modificació rellevant des d'anteriors commemoracions. Així, tal com va passar en 1876, 1908, 1938 o 1988, tot i que amb un llenguatge més modern i actualitzat, la glorificació de la figura del rei, des del punt de vista guerrer o religiós, ha marcat el discurs. És cert que des de les reunions científiques oficials, i des de les múltiples conferències organitzades al marge de les institucions, molts historiadors han insistit en la necessitat de respectar i tindre en compte la societat andalusina vençuda en la conquesta; tot i que més com una obligada declaració ètica que com una realitat basada en una intenció de realitzar nous estudis històrics sobre aquesta societat. Però des de l'organització institucional no hi ha hagut cap referència als vençuts, els quals sembla que més bé molesten que altra cosa.

Dos pacífics comerciants catalans predicant l'evangeli als moros de Mallorca (MNAC)

Precisament, relacionat amb els vençuts de les conquestes jaumines, la Universitat de les Illes Balears ha publicat fa poc la traducció al valencià d'una obra fins ara desconeguda: el «Kitab Ta’Rih Mayurqa», ja conegut també com a Crònica àrab de la Conquesta de Mallorca, del valencià Ibn 'Amira al-Mahzumi. L'existència d'aquesta obra es coneixia mitjançant una cita copiada per al-Maqqari en el segle XVII, però no es coneixia el contingut complet fins que en 2001 va ser descoberta una còpia en una biblioteca de Tinduf, a Algèria. Amb només 26 fulls escrits per ambdues cares, i barrejats amb altres documents del mateix Ibn Amira, es va descobrir tota una joia perduda. Es tracta del relat de la conquesta de Mallorca per Jaume I, que segons l'autor escriu a partir del que li van contar els andalusins supervivents, tot i que segons Rosselló Bordoy, un dels responsables de la traducció, pels detalls de la narració es pot pensar que Ibn Amira hi era present a l'illa.

En realitat la nova traducció es va presentar a principis de desembre de 2008, però no va ser fins que la Vanguardia va publicar un menut reportatge (ací i ací) que la notícia ha tingut un cert recorregut per la xarxa, tot i que el Mercantil Valenciano ja hi va fer referència en l'especial del 9 d'Octubre. Així, fins que la nova publicació arribe a les nostres mans el que s'hi diu en aquest diari és l'única font que tenim, i no deixen d'haver-hi coses curioses. Així, el «Kitab Ta’Rih Mayurqa» ha estat presentat pels responsables de la traducció com el contrapunt andalusí al Llibre dels Fets, i això ha servit a Flocel Sabaté per a afirmar, segons la Vanguardia, que la Crònica de Jaume I és “claramente un libro de propaganda política que no fue escrito, ni dictado, como se creía antiguamente, por el rey Jaume I, sino por la Iglesia, que es la que dominaba la Cancillería, a fin de prestigiar y consolidar la figura del monarca, en una posición aún muy débil respecto a los nobles y las ciudades”. Ací queda això.

D'altra banda, pel que han explicat els traductors, quasi tot el relat quadra amb el que Jaume I conta a la seua Crònica, que era fins ara la principal font per a conéixer el procés, a banda de la documentació generada per la conquesta i colonització de l'illa. A més, Ibn Amira fa responsable directe de la victòria cristiana el valí almohade Abu Yahya, perquè es va dedicar a conspirar contra els habitants de l'illa abans de l'arribada de Jaume I, i després no va saber gestionar la guerra contra els invasors. En aquest sentit, com si d'una novel·la es tractara, fins i tot pareix que hi ha un heroi del relat, Ibn Sayri, que primer va encapçalar la rebel·lió dels andalusins indígenes contra els almohades que acabaven d'arribar a l'illa, després va dirigir els camperols en una de les escaramusses contra les hosts feudals, i finalment es va retirar a les muntanyes, on encara va resistir un any mantenint el contacte amb Menorca.

 
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La Mezquita de Córdoba

No hay mejor medio para entrar en comunicación directa con una civilización del pasado que la contemplación de una obra de arte, siempre que ésta represente, dentro de esa civilización, algo así como un núcleo espiritual. Según las circunstancias, esa obra puede ser una imagen sagrada, un templo, una catedral o una mezquita. En ella suele manifestarse siempre algo esencial, algo que no sabemos captar a través de la historia, con sus rasgos más o menos externos, algo que se escapa al análisis de las circunstancias socio-económicas. Una visión igualmente reveladora de una civilización, por no decir más importante todavía, nos la proporciona la literatura, en particular aquellos escritos que versan sobre las cuestiones eternas.

Sin embargo, tales manifestaciones literarias tienen necesariamente múltiples facetas y, por lo general, hacen falta extensos comentarios para ponerlas al alcance de los lectores contemporáneos. Por otra parte, una obra de arte se ve, nos proporciona una vivencia y ésta nos hace comprender intuitivamente, sin necesidad de rodeos intelectuales, un determinado modo de ser y de querer. Con esa vivencia podemos relacionar después toda clase de conocimientos intuitivos en relación con la cultura que nos ocupa. De esta manera nos resulta más fácil familiarizarnos con el pensamiento y los conceptos morales de una cultura budista si conocemos la imagen de Buda, representativa de esa cultura. Podemos hacernos una idea más exacta de la vida espiritual y social de la Edad Media cristiana después de compenetrarnos con la arquitectura de una abadía románica o de una catedral gótica, suponiendo siempre que poseamos esa receptividad imprescindible para captar el arte auténtico.


La cultura arábigo-española en su época de máximo esplendor, que coincide con la existencia de un Estado hispano-árabe unificado bajo la dinastía de los Omeyas, queda caracterizada perfectamente por la Mezquita Mayor de Córdoba. Afortunadamente ésta ha sobrevivido, pues, aparte de ella, no queda mucho de la antigua capital califal, en otros tiempos tan grande que, en todo Occidente sólo pudo rivalizar con ella Constantinopla. Todavía se conservan una parte de las antiguas murallas y un puente sobre el río Guadalquivir, el «río grande» (al-wâdî-l-kabîr) de los árabes, puente dañado incontables veces por las inundaciones y reconstruido después. Ciertas calles de la parte antigua recuerdan por su trazado los barrios comerciales de la Córdoba califal, pero ya no encontrarían cabida allí las ochenta mil tiendas y talleres que se contaban en ella. Han desaparecido las grandes fondas donde se alojaban los comerciantes viajantes con sus bestias de carga. Han caído en ruinas los numerosos baños públicos, las escuelas, donde recibían enseñanza hasta los hijos de los pobres, y las grandes bibliotecas. Apenas han quedado vestigios de los palacios de los califas y príncipes; la fabulosa ciudad real Madînat al-Zahrâ’, al oeste de Córdoba, es un campo de ruinas. De los muchos centenares de mezquitas que antaño adornaban Córdoba, sólo subsiste una: la más antigua, la mayor; pero incluso ésta se encuentra en un estado sensiblemente modificado, como consecuencia de su transformación en una iglesia. Hace falta algún esfuerzo imaginativo para representársela en su aspecto primitivo.

Ante todo, hay que prescindir mentalmente del oscuro edificio de la iglesia que —en una época situada entre el gótico tardío y el barroco— fue plantada dentro del claro bosque de pilares y arcos como una enorme araña en medio de su tela. Si hago esta comparación, no exagero en absoluto: cualquier visitante actual de la mezquita me dará la razón, encontrando inaceptable y carente de sentido aquel cuerpo extraño en el corazón mismo del magnífico edificio; pues no simboliza tanto la victoria del Cristianismo sobre el Islam como la irrupción de una nueva era, durante la cual empezaron a separarse, bajo grandes convulsiones, la fe y el conocimiento científico. Esto representa el opuesto absoluto de la armonía íntima que emana de las formas del edificio islámico.

Sin ese cuerpo extraño, la sala de pilares parecería un amplio bosque sagrado de palmeras, que invita a pasear por él de acá para allá, ofreciendo a cada paso nuevas perspectivas de la gran sala, abriendo o cerrando sus profundidades ante nuestra mirada. Antiguamente este bosque era todavía más diáfano, ya que las arcadas que dan al patio estaban abiertas y no tapadas, como ahora, por un muro, cuya continuidad sólo se ve interrumpida por dos puertas. El patio formaba parte de la mezquita, puesto que en él se encontraban las pilas, donde los fieles podían lavarse la cara, las manos y los pies, purificándose así para la oración. Luego entraban en la gran sala descalzos, para no mancillar ni profanar su suelo cubierto de esteras. Allí realizaban la oración canónica, de pie, sentados o prosternados, tocando con la frente en el suelo. Es decir, el propio suelo es un lugar de oración y todo está puesto en relación con su extensión estática, sobre la cual descansa el espacio, muy al contrario de lo que ocurre en una iglesia, donde todo se orienta recorriendo un camino que desemboca en el santuario del altar. No existe tal finalidad en una mezquita, a pesar de que su nicho de oración (mihrâb) parece compartir su forma con el coro de una iglesia. Pero su único objeto es señalar la dirección de Meka y dar resonancia a las palabras del imâm.

Este dirige la oración en común en los momentos fijados para tal efecto. Sin embargo, fuera de las horas señaladas, cualquier creyente puede rezar sus oraciones en cualquier parte de la mezquita y servir de imâm a toda persona que quiera seguirle. En el Islam no existe jerarquía sacerdotal como en el Cristianismo, y la arquitectura del edificio, con su repetición infinita de columnas y arcadas, está en perfecta consonancia con este principio. Dondequiera que un devoto esté rezando, de pie o prosternado sobre las esteras, ahí está para él el centro de la mezquita; incluso, diría yo, el centro del mundo. Las bóvedas de aljibe han sido añadidas en tiempos más recientes y conviene no tenerlas en cuenta, pues resulta excesiva la impresión que ofrecen de división del espacio en naves, todas ellas orientadas en la misma dirección. Originalmente el techo era plano y descansaba sobre las vigas pintadas; era como una respuesta al suelo plano, cubierto de esteras de color claro.

La disposición particular de los arcos que, apoyados en las columnas, se abren en abanico a dos niveles superpuestos como ramos de una palmera datilera, tiene una explicación evidente. El primer arquitecto tuvo a su disposición muchas columnas procedentes de ruinas romanas. A éstas no les faltaba solidez para ser utilizadas como soportes, pero sí longitud —incluso con arcos superpuestos— para proporcionar la altura luminosa conveniente para una sala de tales dimensiones. El maestro superó esta dificultad superponiendo a las columnas —encima de ábacos resaltantes— pilastras de base rectangular que, a su vez, servían de apoyo a los arcos que habrían de sostener el tejado. Las pilastras están enlazadas a media altura por arcos de herradura. Quizá el arquitecto se dejara inspirar por los acueductos romanos, quizá también por las dobles arcadas de la mezquita mayor de Damasco, pero consta que sólo él tuvo la audaz idea de tender los arcos inferiores libremente sobre el espacio sin mampostería de relleno. Los arcos superiores son más pesados que los inferiores y los nacimientos de ambas series ensanchan hacia arriba las pilastras sobrepuestas a las columnas. También este detalle tiene reminiscencias de los troncos de palmera. Todo ello descansa sobre unas columnas relativamente delgadas, contrastando así con la sensibilidad europea clásica. A pesar de esto, el volteamiento múltiple no resulta de ningún modo agobiante, pues parece flotar en el aire como un sinnúmero de arcos iris. Debido a que los arcos inferiores, en forma de herradura, están tendidos sobre una distancia menos amplia que los superiores, que son de medio punto, todo el conjunto parece ensancharse hacia arriba. La alternancia flabeliforme de dovelas claras y oscuras aumenta la impresión de un espacio que va abriéndose a partir de un centro omnipresente, espacio a la vez estático y dinámico.

Seguramente el arquitecto de Córdoba no ha querido imitar a propósito un bosque de palmeras, sin embargo, el edificio tenía que evocar tal recuerdo entre los árabes, pues para ellos la palmera datilera era el símbolo, por antonomasia, de la lejana patria. En Medina, la mezquita más antigua tenía por columnas troncos de palmera. ‘Abd al-Rahmán I, fundador de la mezquita y de la dinastía omeya en España, plantó en el jardín de su palacio de Al-Rusâfa una de las primeras palmeras en el suelo español, para recordar su niñez en Siria, país que había tenido que abandonar huyendo de los abbasíes, para crear más tarde su propio imperio. En un poema se compara a sí mismo, extranjero inmigrado, con esta palmera solitaria. Esto ocurrió a mediados de¡ siglo VIII. Doscientos cincuenta años más tarde, cuando Al-Mansûr (Almanzor), gran canciller del último califa omeya, quiso ampliar la mezquita, se hizo preciso derribar un edificio, en cuyo patio interior crecía una palmera y que pertenecía a una mujer. La dueña se negó a enajenar la casa si no se le proporcionaba otra que también tuviera palmera; la autoridad judicial le dio la razón: para un árabe, una palmera es algo más que un árbol.

El destino de la mezquita, desde los comienzos de su construcción hasta su última ampliación, está estrechamente relacionado con los destinos de la dinastía omeya, cuyo representante máximo, ‘Abd al-Rahmân III, sería el fundador del califato de occidente. Durante más de dos siglos la mezquita fue sometida, paso a paso, a varias ampliaciones, sin que esto perjudicara la unidad de sus formas: ‘Abd al-Rahmân I, el Inmigrado, compró en 785 a los cristianos cordobeses la catedral que —partida en dos por un muro de separación— había servido hasta entonces de templo a las dos comunidades: cristianos y musulmanes. Mandó derribarla y edificar en su lugar aquella parte de la gran sala que linda con el patio. Su obra fue acabada por su hijo Hishâm aproximadamente en 796. No obstante, ‘Abd al-Rahmân II, que gobernó entre 822 y 852, amplió la mezquita, trasladando su muro meridional, que contiene el nicho orientado hacia la Meca, muchas yugadas más hacia el sur. Al-Hakam ll, sucesor del gran hombre de Estado y fundador del califato de occidente ‘Abd al-Rahmân III, continuó en la misma dirección: alrededor de 962 derribó otra vez el muro meridional y levantó, a gran distancia, otro nuevo que fue terminado aproximadamente en 965.

Gracias al florecimiento del comercio y de la industria y de acuerdo con la grandeza del califato, la ciudad había crecido tanto que la mezquita antigua no podía ya dar cabida a las multitudes que acudían a ella en los días de fiesta. Pero tampoco entonces el edificio alcanzaría su extensión definitiva, pues el ya citado Almanzor tuvo que ampliarlo otra vez, poco antes de la caída del califato de occidente. Esto ocurrió durante los años 987 a 990, pero en esta ocasión se respetó el muro meridional construido por Al-Hakâm II, llevando hacia atrás el muro oriental. Según los cronistas árabes, de esta manera la mezquita llegaría a tener tantas yugadas como días tiene el año. De los arcos colgaban lámparas de plata y, cuando el gran estratega Almanzor conquistó, en la lejana Galicia, Santiago de Compostela, mandó trasladar a Córdoba las campanas del santuario a hombros de cautivos cristianos, con el fin de utilizarlas como lámparas. Por cierto, respetó la tumba del apóstol Santiago, sólo destruyó la abadía, ya que ésta era un foco de concentración para los cruzados en su lucha contra el Islam español. Más tarde las campanas serían devueltas a Santiago a hombros de cautivos musulmanes, después de la reconquista de Córdoba por los reyes cristianos.

La parte más grandiosa, a la que pertenece el mihrâb y las capillas abovedadas delante de él —todo ello conservado hasta nuestros días— fue edificada por orden de Al-Hakam II, hijo del genial hombre de Estado ‘Abd al-Rahmân III. Esto no se debe al azar. Al-Hakam había heredado de su padre un imperio pacificado y floreciente. Por ello tuvo tiempo libre para fomentar, siguiendo su inclinación natural, las artes y las ciencias. Se dice que conservaba en su biblioteca 400.000 volúmenes, gran parte de ellos anotados por el propio califa con datos relativos a su procedencia y sus autores.

Para adornar el mihrâb de la mezquita mayor con mosaicos, solicitó al emperador de Bizancio que le enviase un maestro entendido en este arte, con el fin de enseñárselo, en Córdoba, a los artesanos hispano-musulmanes. Con ello quedó tendido un puente hacia el arte bizantino, aunque esto no significara más que un trasplante de procedimientos técnicos. Las formas decorativas que aparecen en los mosaicos del mihrâb de Córdoba están totalmente ancladas en el estilo geométrico del arte islámico occidental; los atauriques de las dovelas del nicho han perdido el carácter imitativo de la naturaleza que todavía se observa en sus modelos bizantinos; no dan una impresión de profundidad, sino están convertidos en un melódico juego de líneas sobre el abanico de pavo real, a que se compara el arco de entrada al mihrâb con mucha propiedad. A pesar de la sobriedad de sus tonos cobrizos y aherrumbrados constituye un contraste florido con las inscripciones jerárquicamente rígidas que llenan de letras doradas el fondo azul oscuro del alfiz.

Como hemos dicho anteriormente, el mihrâb no representaba ningún santuario en el sentido estricto de la palabra; tampoco es algo imprescindible para la celebración del ritual islámico. Imponer a los creyentes cualquier forma creada artificialmente sería contrario a la ley islámica, que siempre da la debida importancia a la pobreza. No obstante, encontramos al mihrâb desde los primeros tiempos del Islam y, si bien los autores de textos jurídicos guardan silencio al respecto, su formay su nombre recuerdan algunos de los pasajes más misteriosos del Corán: el « nicho de Luces» es símbolo-de la presencia divina en el corazón humano; la palabra mihrâb corresponde al Sancta Sanctorum salomónico, en el cual —según el Corán— un ángel había alimentado en su niñez a la Virgen María. El nicho abovedado en sí mismo es una de las formas más antiguas del santuario, del lugar en que se manifiesta Dios, que recupera en el marco islámico su sentido ancestral, porque en él se recita la palabra de Dios, revelada en el Corán. Todo ello explica por qué precisamente en la configuración del mihrâb se manifiesta aquel sentimiento que en árabe recibe el nombre de al-hayba, palabra que podríamos parafrasear como «temor y respeto ante lo excelso».

El maestro que proyectó el mihrâb de Córdoba creó con él el modelo de incontables nichos de oración en España y en el Norte de África. La entrada al nicho está coronada por un arco de herradura encuadrado en un alfiz rectangular. El arco, cuyas dovelas forman un abanico, posee una fuerza especial, debido a que su centro se desplaza de abajo arriba: el abanico de las dovelas irradia desde un punto situado en la base del arco y las circunferencias interior y exterior del mismo tienen dos puntos centrales distintos que se desplazan hacia arriba. De este modo, todo el arco emite sus rayos como el disco de la luna o del sol cuando se está elevando paulatinamente sobre el horizonte; el arco no es rígido, parece respirar, ensanchando su pecho con la plenitud de su felicidad interior, mientras el marco rectangular, que le encierra, compensa su dinamismo: energía irradiante y quietud estática llegan a un equilibrio insuperable. Precisamente en esto consiste la fórmula básica de la arquitectura musulmana occidental.

El espacio interno de nicho, de base heptagonal, es relativamente amplio y está cubierto por una bóveda de concha estriada. Quizá se deba a esta concha el extraordinario efecto sonoro, gracias al cual las palabras pronunciadas en el interior del nicho resultan claramente comprensibles para los devotos que se encuentran en la sala de la mezquita.

Encontramos bóvedas de concha en los nichos de oración más antiguos de Siria y Egipto. Quizá estén inspiradas en un modelo de la Antigüedad tardía, pero éste no habría sido imitado si no encerrase un valor simbólico específico. La concha alberga la perla que —según la leyenda— tiene el siguiente origen: en una noche de primavera, la concha sube a la superficie del mar, se abre y concibe una gota de rocío que en su seno se convertirá en perla. La concha representa, en cierto modo, el oído del corazón que recibe, cual gota de rocío, la palabra de Dios. ¡Con qué propiedad se puede aplicar esta parábola a un nicho en el cual se pronuncia la palabra divina!

Es característico del arte islámico utilizar la decoración más suntuosa para enmarcar y honrar algo que, en sí mismo, no es visible: la palabra hablada. La palabra es para el Islam lo que para el arte cristiano la imagen sagrada. El Islam rechaza la imagen como objeto de devoción, ya que tiende a encerrar en una forma limitada la realidad divina que simboliza. Naturalmente también la palabra sagrada es un símbolo, en el sentido de que necesariamente reviste de forma perceptible la realidad divina, que está por encima de toda comparación. Sí, también la palabra se convierte en -un símbolo, pero en un símbolo que no llega a cuajar, pues su sonido se pierde en el aire una y otra vez y demuestra así la poca consistencia de sus propios límites. Escrito sobre el vértice del arco de entrada al mihrâb se encuentra el versículo coránico:
«Con el nombre de Al-lâh, el Rahmân, el Rahîm. El es EL DIOS; no hay más dios que EL: el Rey, el Santo, la Paz, el Fiel, el Protector, el Glorioso, el Victorioso, el Excelso, -El está por encima de cuanto ellos (entiéndase: los politeístas) le asocian.» (LIX, 23)

Las cúpulas que cubren las capillas de pilares cerca del mihrâb, son de un estilo arquitectónico muy particular, que no tiene precedentes ni en oriente ni en occidente. Sin embargo, su disposición, que a simple vista parece un juego geométrico, no es otra cosa que la respuesta lógica al problema de cómo adaptar —con ayuda de nervios de igual altura— la base circular de una cúpula de medio punto al cuadrado formado por los muros sobre los cuales tiene que apoyarse. El caso es que, si los nervios se tienden cruzados y diagonalmente, de modo que su punto de intersección coincida con el vértice de la cúpula, pueden pasar dos cosas: o bien los nervios diagonales no alcanzan la altura necesaria para soportar la cúpula, o bien los nervios cruzados tienen que ser peraltados, de modo que lleguen a formar arcos ojivales, solución que, dicho sea de paso, adoptaron los arquitectos del gótico. No así los hispano-musulmanes que acudieron a otro procedimiento; sobre la base de un octógono inscrito en un cuadrado se tendió de cada una de las ocho esquinas un nervio semicircular hacia la tercera esquina siguiente. De esta manera, los nervios se entrecruzan a cierta distancia del vértice, dejando en el centro un espacio libre, que no resulta demasiado grande para poder ser cubierto sin necesidad de más nervios; en Córdoba lo encontramos cubierto por una cupulita estriada. En Persia existen cúpulas más tardías que obedecen a un principio análogo, con la diferencia de que los nervios cruzados de este modo, no sostienen la cúpula sino que la refuerzan al exterior; por dentro sólo se perciben delgadas aristas entre las distintas facetas de la bóveda.

Para dar mayor firmeza a los arcos que sostienen la cúpula, el maestro encargado de realizar la ampliación de Al-Hakam II tuvo la genial idea de redoblar los pilares y enlazar entre sí los arcos que parten de ellos, como si hubiera querido trasladar el principio normativo de las cúpulas a las arcadas de apoyo. Al utilizar juntamente con los arcos de herradura también los lobulados, consiguió un conjunto extraordinariamente rico, dentro del cual cada parte está simultáneamente al servicio de la claridad estática y del ritmo que anima todo el conjunto. Es precisamente la combinación de estas propiedades lo que satisface más al espíritu islámico y al modo de pensar de los árabes. Formas geométricas sin ritmo resultan rígidas, sin vida; ritmo sin claridad refleja pasión desordenada. La propia realidad de la vida es un tejido de fijeza y cambio rítmico, de espacio y tiempo: «Ves los montes y crees que son inamovibles y, sin embargo, pasarán como las nubes», como dice el Corán (XXVII, 90).

Es fácil imaginarse la multitud de fieles que acudían a la mezquita en los tiempos de mayor florecimiento de Córdoba. En el siglo X la ciudad tenía más de un millón de habitantes, sin contar los muchos pueblos y aldeas que se habían establecido alrededor en la fecunda vega del Guadalquivir. Añádase a esto Madinal al-Zahrâ’, ciudad de corte, a dos horas de camino al oeste de Córdoba, edificada por ‘Abd al-Rahmân III, al norte, la residencia veraniega Al-Rusâfa; todavía poco antes de la caída del califato surgió al oriente Madinat al-Zâhira. Aunque en Córdoba hubiera cientos de mezquitas, la mayor, la aljama, la de los viernes, era para una ciudad islámica lo mismo que para una ciudad cristiana la catedral. En ella se impartían, además, enseñanzas en las ciencias religiosas. y se celebraban juicios.

Los maestros, entre los cuales había siempre hombres famosos y muchos que habían visitado los Santos Lugares del Islam y acumulado ciencia en Arabia, Siria y Egipto, solían sentarse en una de las partes más claras de la gran sala, cada uno de ellos siempre al pie de la misma columna, para transmitir generosamente sus conocimientos no sólo a los estudiantes, sentados sobre las esteras formando semicírculo alrededor de ellos, sino también a los oyentes eventuales, tanto curiosos como visitantes cultos. Para sus explicaciones se basaban en su prodigiosa memoria, o comentaban, frase por frase, alguna obra didáctica fundamental. Objeto de estas enseñanzas eran todas las ramas del saber relacionadas con la religión, entre ellas tanto el estudio de la lengua árabe, vehículo de la revelación coránica, como el de la jurisprudencia en todos sus aspectos, ya que el Islam desconoce el derecho profano: todo el orden de la sociedad humana forma parte de la religión.

En otra parte de la gran sala y a horas determinadas, el cadí mayor de Córdoba veía las causas judiciales. A pesar de ser —después del canciller o primer ministro— el hombre más importante del país, el cadí recibía a las partes litigantes con la mayor sencillez, como si estuviera sentado en una tienda de beduinos; iba vestido con modestia, sin ostentación; sólo le acompañaban unos pocos consejeros y alguaciles. Cuando las circunstancias del pleito eran evidentes, solía pronunciar allí mismo su sentencia irrevocable; si se trataba de un caso poco claro, prefería frecuentemente encomendar el asunto a Al-lâh, a no ser que esto supusiera prolongar una injusticia existente. Muchos de los cadíes mayores de Córdoba se hicieron famosos por sus sentencias imparciales y justas.

Tanto las enseñanzas como las audiencias eran interrumpidas cuando sonaba, desde el alminar situado al otro extremo del patio (hoy incorporado al campanario de la iglesia), la llamada a la oración:
«Dios es más grande - Dios es más grande - ¡Venid a la oración! - ¡Venid a la salvación! - Doy testimonio de que no hay más dios que Dios -Doy testimonio de que Mahoma es el enviado de Dios - Dios es más grande - Dios es más grande -No hay más dios que Dios».

Los hombres que ya estaban en la mezquita y que habían estado esperando la llamada, y otros muchos que la invadían en ese momento, procedentes de las calles y del cercano mercado, todos se dirigían hacia la qibla, el muro del mihrâb, para colocarse, hombro con hombro y fila tras fila, detrás del imâm, para repetir en voz alta o baja —según exige el ritual— las palabras que éste pronunciaba, e imitar sus movimientos, inclinaciones y prosternaciones.

El rezo común se realizaba —como sigue realizándose en todos los países del Islam— cinco veces al día: antes de la salida del sol, a mediodía, a media tarde, a la puesta del sol y al comienzo de la noche. Participaba todo el que pudiera. Esta repetición rítmica de un mismo ritual orientado hacia un contenido eterno, imprimía a toda la vida un sello imborrable. Cualesquiera que fueran las luchas internas y revueltas que dividieran al Islam español, la unidad de este sello no se perdería jamás.



Autor: Titus Burckhardt
Capítulo primero de La civilización hispano-árabe, Alianza editorial 1977, pp. 11-24.
Fuente: http://www.euskalnet.net/graal/bukar5.htm

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La escuela sufi de Almería y su relevancia actual

1.- Introducción al sufismo andaluz
Antes de hablaros del “sufismo” me gustaría aclarar algunos puntos que me parecen necesarios. Os habréis dado cuenta que hay una franja de tiempo, que se extiende desde el final de la segunda guerra mundial hasta ahora, en la que pululan extraordinariamente, gurus, maestros y directores espirituales de distintos signos y con distintos métodos; algunos cuanto menos, estrambóticos e incluso divertidos; no obstante, los resultados en algunos casos han sido trágicos, debido sobre todo a la facilidad con la que algunas personas perturbadas o perversas se aprovechan de la desesperación de otras muchas de personalidad débil o poco formada.
La llamada New Age ha conformado un “totus revolutum”, una mezcla de aspiraciones, frustraciones, deseos, esperanzas, con la pérdida de valores elementales; en ese caldo de cultivo se ha desarrollado una visión simplista y superficial de los Caminos más elevados. Incapaces de desarrollarse armónicamente en una sociedad compleja y que cambia a un ritmo muy veloz, algunas personas vuelven los ojos al misterio, a lo esotérico, a lo extraordinario, pero no pueden librarse de las prisas y nada que suponga un esfuerzo real y continuo es aceptado. Quieren resultados rápidos. Simulan vestimentas, ritos, palabras.
Leen unos cuantos libros sobre el tema; algunos de estos libros más confusos y equivocados que ellos, y comienzan a perder el tiempo y la sensatez que les queda, en aras de conseguir no se sabe qué poderes extraordinarios, algo que les haga distinguirse de la masa anónima: los carismas.
En este contexto podemos encontrar hoy (mezclados con muchas personas que siguen otras tendencias), una caterva de “maestros del Camino”, seguidores, estudiosos, “sabios” de todo tipo que pretenden conocer ritos secretos y tener poderes que fingen.
Mucha de esta gente, algunos de buena fe que han sido engañados, por otros o por ellos mismos, se llaman a sí mismos sufíes o sufis.
Sin embargo, como advertía Ibn Abbad de Ronda a los maestros, el provecho de la vida espiritual no depende de la mayor duración en el ejercicio de las prácticas devotas del murid, sino de la aptitud del sujeto.
 
¿Qué es el sufismo?
Pero en realidad cuando preguntamos: ¿Qué es el sufismo?
Para encontrar una respuesta teórica y lo más cercana posible a la comprensión profana deberíamos de ejercitar un acto de análisis sobre los siguientes principios. La esencia del sufismo es la sumisión (taslim).
El espíritu del sufismo consiste en mirar en una sola dirección (la de Allah) a través de la fuerza del amor y, su método, cultivar el comportamiento ético del hombre.
Generosidad, altruismo, sacrificio, auxilio de los oprimidos y desamparados, mantener la palabra dada y la humildad, cualidades del hombre perfecto.
El sufismo posee dos aspectos, el interior y el exterior, el aspecto interior es el recorrido espiritual hasta alcanzar la subsistencia en Allah y el aspecto exterior es la práctica de las cualidades éticas anteriores.
El que está en el camino a menudo excluye de si al intelecto, sus palabras y sus actos no pasan por el intelecto.
Para desarrollarse interiormente el seguidor del camino debe mantenerse libre de ostentación o pretensión. Renunciar a los carismas es la puerta de entrada al desarrollo.
La sobriedad surgida después de la ebriedad está consciente en sí mismo y de Allah, está con Allah y con su creación. En estado de ebriedad solo se está consciente de sí mismo y ausente de Allah. El trabajo es la mejor autodisciplina.
Abu-l-Barakat nos ha dejado la siguiente definición del sufi: “El sufi es la expresión del hombre justo, santo, asceta, que no tiene vanidad ni por su origen ni por su causa, se preocupa por la cultura, conoce su época y sabe conducir con sus riendas las nobles acciones, no toma su propia defensa, no piensa en el mañana ni en el ayer, la ciencia es su amiga, el Corán su guía, la verdad su defensa, mira a las criaturas con compasión y a sí mismo con cautela y severidad”. (S.Gibert: Abu-l-Barakat…)
2.- Ibn Masarra y la llegada de sus doctrinas a Almería
Maestro del gnosticismo islámico que vivió del 883 al 931, siendo acompañado desde su adolescencia por un numeroso grupo de discípulos. Para escapar a las críticas de los teólogos, se vio obligado a viajar al oriente hasta que regresó en tiempos de Abdelrrahmán III y pasó el resto de su vida rodeado de sus seguidores en una casa en la serranía de Córdoba.
Su doctrina parte de la metafísica neoplatónica de Plotinio de Alelandría, con la que interpreta el significado esotérico del Corán. También se remonta a la doctrina de la creación según Empédocles: Dios no crea el mundo a partir de algo existente fuera de él, sino a partir de la materia original, la simbólica virgen madre del universo. Para explicar esta doctrina recurre a una parábola de Alí el yerno de Mahoma: las partículas de polvo que flotan en el aire no serían visibles sin la irradiación del sol, y los rayos del sol tampoco se distinguirían en el aire si no existieran estas partículas; el sol simboliza la luz divina, y el polvo la materia original. Así pues, según esta visión el mundo carece de realidad propia, ya que solo es un reflejo del único absoluto o Allah.
En el año 912, ya estaba rodeado de algunos discípulos en la serranía de Sierra Morena. Allí adoctrinaba a los iniciados en el secreto de su método esotérico. La rigurosa disciplina del secreto, impedía que trascendiesen al vulgo las doctrinas que se impartían en aquel cerrado círculo. La piedad, la austeridad, las virtudes morales del maestro y los discípulos, era todo lo que al exterior se revelaba. Pero no tardó en deslizarse también entre el pueblo la sospecha de lo que bajo aquellas apariencias de religiosidad y ortodoxia se escondía: decíase que Ibn Masarra les enseñaba la herejía mu’tazil que atribuye a la libertad humana la causalidad eficiente de todos sus actos; el vulgo iletrado, menos ducho en sutilezas filosóficas, se escandalizaba al oír que para Ibn Masarra no tenían realidad alguna los castigos del infierno; las gentes más cultas aseguraban que Ibn Masarra no hacía otra cosa que enseñar a sus discípulos la filosofía panteísta y casi atea de un antiguo sabio de Grecia, de Empédocles. El rumor se acentuó y no tardó en producirse la denuncia legal de ateísmo, cuyas consecuencias pudieron ser gravísimas.
Ibn Masarra huyó con el pretexto de una peregrinación a la Meca.. Cuando las circunstancias fueron favorables volvió a la serranía de Córdoba pero actuando de una manera mucho más prudente.
Murió el 20 de octubre de 931, miércoles, después de la oración de media tarde a la edad de cincuenta años y tres meses de edad. No se conserva ninguno de sus libros.
Entre los años 976 al 1000 se desarrolló un ambiente de intolerancia insoportable para la escuela masarrí en Córdoba. Los adeptos se ocultan por temor a las represalias. Pero no por eso disminuye su número ni se altera su organización jerárquica; los masarríes, diseminados entre Córdoba y Pechina, reconocen un jefe o imam religioso, a quienes obedecen como si fuera el auténtico califa, pagándole además el diezmo o azaque, y guardando entre ellos las relaciones esotéricas de una sociedad secreta. Las noticias dispersas que se conservan de esta época permiten reconstruir algo su historia.
A la cabeza de la jerarquía, aparece un hombre llamado Ismail ben Abd Allah al-Roainí, del que sabemos que era de linaje peninsular y contemporáneo de Ibn Hazm.
Del reducido número de adeptos que sobrevivieron al maestro Ibn Masarra, ni uno solo pertenecía a su propia familia; habiendo muerto sin descendencia, no pudo Ibn Masarra trasmitir a sus hijos la herencia de sus doctrinas, y la rama colateral de su tío Ibrahim no parece que mantuvo con la escuela masarrí relación de ningún género.
Su sistema no quedó confiado solo a la tradición oral, si no que quedaban consignados por escrito y se difundieron a través de medios más extensos y remotos. A esta difusión de la escuela contribuyó la política de tolerancia inaugurada por Al-Hakan II desde mucho antes de subir al trono. Los historiadores señalan en su califato el momento crítico del renacimiento de las ciencias físicas, naturales y exactas.
Los nombres de los primeros masarries que seguramente no conocieron al maestro en persona son: Tarif el de Rota, Mamad al-Fani, Ibn Ujt Abdun el de Pechina, murió en el año 986, Rsid b. al-Dayay, Aban de Medinasidonia, Ibn al-Imam al-Jawlan, Mamad al-Qaysi de Jaen, Abd al-Aziz, biznieto del califa Mamad I.
La costumbre, contraria al rito ortodoxo, era que en sus oraciones de obligación se orientaban, no hacia la alquibla canónica, que es la dirección de la Meca, sino hacia el levante astronómico. Esta costumbre contraria al rito ortodoxo no fue exclusiva de los masarríes, sino de las sectas batiníes o esotéricas del norte de África, Esta especialidad en el rito provocó en el pueblo sospechas de heterodoxia, esto y no el sentido esotérico que difícilmente penetrarían los profanos. Los teólogos y alfaquíes comenzaron a preocuparse de la secta masarrí, como peligrosa para la fe sencilla del pueblo, y trataron de poner en evidencia los errores e impiedades que ocultaba aquel sistema.
3.- Ismail al-Roainí y el núcleo de Pechina
Escuela de Almería
Puede decirse que, aunque la presencia en Pechina y otras zonas limítrofes de cofradías sufíes sean anteriores a la instalación de Ismail b. Abd Allah al-Roainí, fué con este maestro, considerado Imam de la comunidad cuando se inicia la Escuela de Almería.
Continuador de la orientación masarrí, buscó refugio en estas tierras empujado por la persecución cordobesa. Toda su familia pertenecía a la misma escuela, a saber: el mismo Ismail, su hijo Abu Harum, su hija Fátima, el marido de esta Ahmad y su hijo (nieto de Ismail) Yahya.
La apariencia de impiedad sembró la discordia en el seno de la comunidad masarrí e incluso dentro de la familia de Ismail. La hija de Ismail persistió en la doctrina y bajo la autoridad de su padre, continuando con la escuela de Almería. Este imamgarantizaba la unidad de las creencias. Ismail gozaba, según sus discípulos, de los dones o carismas, milagros y vaticinios, incluido el saber la lengua de las aves.
La creación alaba a Allah en sus distintos lenguajes, el sincero, en estrecha comunicación con Allah, y sordo a las voces del mundo, podrá oír y entender ese misterioso coro de todas las criaturas unidas en la perpetua alabanza de su Señor. Se le llegó a considerar como a califa a quien se le pagaba el diezmo o azaque.
Se dice que Ismail, como todos los batiníes, anatemizaba como apóstata a cuantos no participaran de sus creencias. Sin embargo no se conoce que Ismail o sus discípulos ejercieran ningún tipo de violencia. Algo que se le achacaba como escandaloso era el reconocimiento como lícito del matrimonio temporal.
Los batiníes consideraban necesarias y útiles las prescripciones de la Ley religiosa para los profanos; el iniciado perfecto, a causa de su conocimiento se ecuentra por encima de la ley de las apariencias y puede obrar como crea conveniente, puesto que está fuera de las tentaciones e impurezas de la apariencia externa. La importancia de esta tesis nos hace recordar que un siglo después, en la Europa cristiana, encontró su paralelismo en las tesis de los cátaros, valdenser, begardos y joaquimitas.
Ismail al-Roainí como batiní afirmaba: “El que muere, ya ha resucitado“. La explicación sería que “si el alma humana es de naturaleza espiritual, pura, si antes de su unión con el cuerpo tuvo existencia propia e independiente, es claro que su unión con este mundo físico y corpóreo es una caída, una degeneración; por lo tanto, la muerte, la destrucción del compuesto accidental, es una liberación de la esclavitud, es la ruptura de los lazos que le impedían retornar a su patria, es, en fin, la verdadera y única resurrección a que puede y debe aspirar“.
El síntoma de continuidad del espíritu de Ibn Masarra y al-Roainí es la antorcha que representa la escuela de Almería, heredera de Pechina. Al comenzar el siglo VI de la hégira, en plena dominación almorávide, Almería se convirtió en la metrópoli espiritual de todos los sufíes peninsulares. Allí se dió el único grito de protesta colectiva contra la condena de Algazel y la quema de sus libros por un edicto del sultán almorávide Yusuf b. Tasufin.
Ideas capitales de las 8 tesis de Ismail
a) Cuatro de ellas son una repetición casi exacta de las respectivas de Ibn Masarra, en las que se afirma:
- La producción y el gobierno del mundo por medio del Trono divino.
- La no eternidad de la ciencia de Allah respecto de las cosas singulares.
_ La posibilidad de adquirir la dignidad profética.
- La negación de la resurrección de los cuerpos.
b) Carecen de ejemplar taxativo en la doctrina de Ibn Masarra las cuatro tesis restantes de Ismail, en las que se proclama:
- La dignidad suprema político-religiosa del jeque de la tarika.
- La ilicitud de toda propiedad.
- El amor libre (matrimonio a tiempo)
- La eternidad del mundo a “parte post”
Exceptuada este última, cuyo nexo con el pseudo-Empédocles es evidente, y la primera, que deriva teóricamente de la posibilidad de adquirir la dignidad profética, las dos restantes constituyen una característica peculiar del pensamiento de Ismail, consecuencia de los principios batiníes.
4.- Abul Abbas ibn al-Arif y la mística batiní
Otro místico batiní, Abul Abbas ibn al-Arfi, se erige en maestro y definidor de una nueva vía o tariqa, cadena de transmisión de la escuela masarri. De entre sus discípulos, tres difunden la nueva regla sufi del maestro: Abu Bakr el Mallorquín en Granada, Ibn Barrayan en Sevilla e Ibn Qasi en los Algarbes. La muchedumbre de los discípulos y su adhesión al maestro de Almería hicieron temer al sultán almorávide Alí una sublevación a favor de Ibn al-Arif con el fin de encumbrarlo comoimam. A causa de esto fue trasladado a África junto con Ibn Barrayan y allí murieron ambos.
Con la muerte del maestro, los almorávides no consiguieron acabar con esta escuela, Ibn Qasi y los muridin de la escuela construyen en los Algarbes (Silves) una rábita e Ibn Qasi es nombrado imám, siguiendo los pasos de nuestro maestro Ismail al-Roainí.
De todas las obras que escribió al-Arif, solo una se conserva en todo el mundo, el “Mahasin al-Machalis” que significa “Los adornos de las sesiones”. El manuscrito original se encuentra actualmente en la biblioteca del Escorial (N° 732 Cfr. Brockelman. I. 434). Fue traducido por Asin Palacios y editado en Paris en 1933.
Según Ibn al-Arif, a diferencia de la filosofía racionalista, la mística parte de la certeza de lo absoluto, la cual se encuentra en lo más íntimo del corazón, en el centro esencial del hombre; allí reside oculta por la conciencia egotista que la mantiene velada. La certidumbre de lo absoluto implica el ser consciente de la naturaleza relativa e ilusoria del mundo y del yo. Esta certeza se conduce en Ibn al-Arif a la renuncia, la pobreza espiritual; así los caminantes en la vía mística son llamados los pobres. Condición previa para el conocimiento es la sinceridad entendida ésta como carencia de división interior, una contemplación no turbada por intenciones egoístas.
En el mencionado libro que es un tratado sobre las virtudes espirituales, supera Ibn al-Arif el concepto de “virtud” en el sentido vulgar, moralista o coactivo de la palabra.
“La virtud contemplativa ha de estar libre de cualquier intención que pudiera reforzar los límites del yo humano; no debe aspirar a ninguna recompensa, ni en esta vida ni en la otra; tampoco debe medir a Allah con medidas humanas. Así la verdadera gratitud consiste simplemente en agradecer un beneficio; los que aman a Allah le están agradecidos hasta en el sufrimiento, ya que su gratitud no nace de algo en particular; expresa simplemente que son conscientes de la fuente divina de su existencia. De este modo la virtud (gratitud, paciencia, humildad, dignidad, fortaleza, bondad, etc.) se convierte de un modo de ser, del ser no intencionado y abierto hacia el infinito interior” .
La virtud del sufí no es una virtud social, gusta de esconderse bajo el ropaje de la insignificancia.
Ibn Arabí de Murcia nos cita en sus memorias un dicho de Ibn al-Arif que se refiere a la extinción del yo en Allah:
“Que quede reducido a nada lo que nunca ha existido, y perdure eternamente lo que nunca ha dejado de existir”, y esta es la interpretación de Ibn Arabí: “Sabemos que aquel que no ha existido nunca no es nada, y el que no ha dejado de existir es eterno”.
5.- Ibn Arabí y su relación con “La escuela sufi de Almería”
Catorce años después de la muerte de Ibn Qasi y veinticuatro de la de Ibn al-Arif e Ibn Barrayan nace en Murcia Ibn Arabí. Se educa en Sevilla con las enseñanzas de Ibn Barrayan, estudia en Túnez los escritos de Ibn Qasi con un hijo de este y en Almería con los discípulos de Ibn al-Arif.
Su filiación a la Escuela de Almería es patente pues en el empleo continuo de los símiles de la luz para ejemplificar la esencia de Allah y sus operaciones “ad extra”, y del símbolo geométrico de los círculos o esferas concéntricas, cuyo centro y núcleo es Allah.
La cadena se reanuda por completo: parte de Du-l-Num el Egipcio, pasa por Ibn Masarra, al-Roainí, Ibn al-Arif, con los batiníes de la escuela sufi de Almería, vuelve cuatro siglos después a Oriente, con Ibn Arabí, difundiéndose por Turquía, Persia e India. Hoy sus libros se reeditan en El Cairo, Bombay y Constantinopla. Las cofradías actuales de Oriente siguen inspirándose en estas reglas. Su tumba en Damasco es objeto de continuas visitas.
Una de las obras más importantes de Ibn Arabí de Murcia es su llamada “Epístola de Santidad” que nos suministra las biografías de los santones andaluces con cuyas enseñanzas directas se proveyó para su propia formación espiritual. Se trata de una misiva personal que el autor envía desde la Meca, en el año 1023 a un amigo de Túnez. Como carta confidencial, su estilo es llano y limpio de alusiones especulativas.
Al- Maururi de Morón hizo una visita al maestro de espíritu Abdalá de Almería, conocido también como Al-Gazal (no Al-Gazel, el persa), en cuya visita se dio un caso de clarividencia onírica.
Comparado con la vida cultural del corriente islámico, fue un florecimiento tardío el que se produjo en Almería; sin embargo tuvo una influencia posterior en el oriente exportado por Ibn Arabí de Murcia. Otros místicos almerienses se establecieron en la soledad de las montañas marroquíes donde su tradición se conserva actualmente, difícilmente accesibles a los “turistas”.
Veinticuatro años después de la muerte de Ibn al-Arif, nace en Murcia el famoso místico sufí Ibn Arabí, que se educa en Sevilla, patria y residencia de Ben Barrachan, que estudia en Túnez el libro de Aben Qasi, con un hijo de este, y que trata en almería a uno de los discípulos directos de Ibn al-Arif. En sus libros esotéricos, Ibn Arabí se confiesa masarrí, ya que declara haber estudiado los libros de Ibn Masarra por transmisión oral de los sufíes almerienses, además de aprovechar diversos escritos de los maestros de Almería. Como la iniciación de Ibn Arabí en las doctrinas esotéricas se debió a la escuela de Almería, esta capital se convirtió más tarde en fiel seguidora de sus enseñanzas.
La vida de Ibn Arabí coincide con la plenitud cultural de la Andalucía islámica, junto con sus contemporáneos Averroes y Maimónides. Escribió centenares de obras, de las cuales unas 150 se conservan aún; las más célebres se titulan “Perlas de sabiduría” y “Revelaciones de la Meca”. Su estilo es oscuro con el fin de ocultar a los ojos de los profanos la doctrina esotérica de su panteísmo teosófico.
Por ello, sus ideas metafísicas no son conciliables con los dogmas del Islam ortodoxo, por cuanto dependen de Plotino y de los gnósticos cristianos, no directamente, sino que estos 1o heredaron a su vez de la síntesis ecléctica y original de Ibn al-Arif de Almería.
El paso de la corriente mística del sufismo por la península ibérica siguió el siguiente proceso esquematizado:
Arrancó en el siglo IX del teúrgo Dulnún el egipcio, se engarzó mediante Ibn Masarra con los batinies peninsulares, recibió influencias de las obras de Al Gazel, y a través de la escuela sufí de Almería, retornaba en el S. XIII (cuatro siglos después) con los libros de Ibn Arabí el murciano al oriente de donde salió, pero modificada en Almería.
Los gérmenes del panteísmo sufí de Almería, se extendieron de este modo hasta los más remotos países del Islam (Turquía, Persia y la India) contribuyendo a la explosión de los “ixraquies” en el islam oriental. Esta ha sido la fuente más copiosa de inspiración a la que han ido a saciar su sed de ideales religiosos todos los filósofos, sobre todo persas, que anhelaban una explicación del cosmos.
Tanto es así, que hoy día los voluminosos libros de Ibn Arabí, inspirados en la escuela almeriense de Ibn al-Arif, se reeditan constantemente en el Cairo, Constantinopla y Bombay. Los principios fundamentales de esta escuela y los símbolos del lenguaje se utilizan actualmente en los léxicos de los sufíes. Más aún, las órdenes y cofradías monásticas del oriente se siguen inspirando en las reglas contemplativas originales de la escuela sufí de Almeria.
Los poetas aluden frecuentemente en sus poemas a las rosas tempranas de Pechina (Bayyana) que se recolectaban desde enero. Estas rosas tempranas tienen un doble significado, por un lado los numerosos jardines de ellas plantadas por los grupos de sufíes para los cuales tienen un significado especial y por otro lado el significado místico.
El 7 de julio de 1198 Ibn Arabí regresa a Almería. Era esta ciudad foco de una escuela sufí de gran influencia en la vida religiosa y política de la Andalucía almohade, desde que el maestro Ibn al-Arif, fomentó con sus predicaciones la sublevación de los moridin contra los almorávides en la primera mitad de aquel siglo. Uno de sus discípulos predilectos, Abu Abdalá al-Gazal, continuaba en Almería sus enseñanzas esotéricas. La amistad de este con Ibn Arabí y la circunstancia de estar en ramadán, el mes sagrado, movió a nuestro místico a permanecer en Almería más tiempo del preciso para sus negocios. Allí, entregado a la oración y a la penitencia, en la soledad de una celda, recibió una revelación de Allah, confirmada en un sueño posterior, que le ordenaba escribir un libro que sirviese de introducción a la vida devota de los novicios, sin necesidad de director espiritual. Ibn Arabí, obediente a la inspiración divina, púsose a redactar su “Mawaqui al-nochum”, opúsculo ascético-místico, en el cual, bajo el velo de símbolos astronómicos, expone las luces sobrenaturales que Allah otorga al murid en las tres etapas de su camino. La etapa del novicio, puramente exotérica y material, que consiste en la práctica externa del Islam, es simbolizada por Ibn Arabí con las estrellas, cuyo brillo queda ofuscado tan pronto como sale la luna de las otras dos etapas, durante las cuales el murid interpreta los ritos externos en un sentido místico o esotérico.
Los sufíes que se “apellidan” alacbaría o acbaríes, siguen la regla de Ibn Arabí (al Xeij al-ácbar), que fija las condiciones esenciales de su peculiar método (tariqa), basado en estas cuatro reglas:
- Silencio
- Aislamiento
- Hambre
- Vigilia nocturna
Las cuales, efectivamente, da Ibn Arabí como fundamentales.
El mismo Ibn Arabí deshizo el equívoco en sus disputas con los sufíes de oriente según el cual se acusaba a los andalusies de carecer de una regla (tariqa) para la vida religiosa. Ibn Arabí atinadamente replicaba que si, en efecto, vivían sin someterse a una norma escrita, fija y uniforme, en cambio, a pesar de la multiplicidad de los procedimientos, o quizá cabalmente por su misma rica variedad, adaptábanse mejor y con más eficacia a las necesidades peculiares de los novicios para lograr la perfección.
Sadr ad-Din Qunawi sabe que por muy cercano que esté a la dialéctica, si ésta no viene acompañada del dawq, de la experiencia íntima, si no hay realización (tahaqquq), el conocimiento teórico es estéril. Por eso pide ayuda espiritual a su maestro, y al parecer, le es concedida de manera inmediata y efectiva. Este detalle es importante porque ilustra la facultad que tienen los awliya de impartir su magisterio espiritual en cualquier tiempo y lugar.
Existen un número amplio de relevos para recibir y extender la ruhaniya akbariyya. Un warit akbarí es un heredero de Ibn Arabí y por tanto, un nuevo soporte de subaraka.
Una de las cadenas de la hirqa akbariyya acaba en Murtada az-Zabidi (1205-1790), autor de Tag al-arus.
La influencia de las mujeres piadosas en el Camino de Ibn Arabí es evidente e importantísima: Yasmina de Marchena y Fátima de Córdoba, sus maestras, su piadosa madre, su esposa y la “amada” Nizam de la Meca.
Maestros de Ibn Arabí: Yasmina de Marchena, Fátima de Córdoba, Abu Madyan, Musa al-Baydaraní, Musa ben Imran, Abu Yahya, Abu Yaqub Yusuf ben Halaf, Salah al-Barbarí, Abu-l-Abbas al-Orianí, Abu Abd Allah al-Gazzal, Abu Muhammad al-Mawrurí, Surayh, Abu Muhammad az-Zuhrí, Abu Bakr ben Sid an-Nas y sobre todo Abul Abbas ben al-Arif, nombrado por Ibn Arabí “nuestro maestro de espíritu“.
Allah no se revela, revela Su palabra y Su ley.
6.- Supervivencia de esta escuela y situación actual
Las nuevas corrientes de la espiritualidad en los siglos XVI y XVII se divulgaron y propagaron por medio de las que se llamaron vulgarmente “alumbradas”, mujeres devotas, que sin procesar en orden alguna eran consideradas como dotadas de diversos carismas así como del don de la profecía. Actuaban como maestras. Hasta las carmelitas de Sevilla fueron tenidas por la Inquisición como alumbradas e incluso se sospechó de su fundadora, santa Teresa.
En el Islam, estas maestras del espíritu son algo normal. En Al-Andalus, Sol, Madre de los pobres y Fátima, de Marchena y Sevilla respectivamente fueron nombradas por Ibn Arabí de Murcia, ponderando sus dotes.
Miguel Asín se preguntó cómo ocurriría el contacto entre la cultura espiritual sufí y la “española renacentista”. Asín sospechaba que beatas musulmanas -o criptomusulmanas como la Mora de Úbeda serían las que de alguna manera harían llegar a místicos cristianos como San Juan y Teresa de Jesús los conocimientos de la sofisticada literatura estática musulmana. Asín propone que la transmisión de los conocimientos islámicos a los espirituales españoles renacentistas se efectuaron por medio de los grupos de moriscos convertidos a medias.
A la pregunta de Asín: ¿fueron o no estos moriscos los responsables de dicha transmisión cultural? Respondemos: ¿quién sino?
Sometidos a la clandestinidad, los moriscos intentan salvar del olvido su lengua y su religión: su cultura. Una cultura asediada y perseguida que tuvo que esconderse tras la simulación y el secreto.
También los judíos, a través de la cábala española, y el Zohar atribuido a Mosé de León es ejemplo de ello. Los místicos judíos citan directamente a los sufíes e incluyen en sus textos cabalísticos frases en árabe, un ejemplo es la frase del Zohar “Alá de la perla radiante” así como la semejanza entre la “llama oscura” del Zohar y la imagen sufí de la “luz negra”.
Juan Gómez Menor sugiere que San Juan pudiera tener estirpe morisca por parte de madre y judaica por parte de padre (“El linaje familiar de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz”, Gráficas Cervantes, Salamanca, 1970).
Podríamos hablar del mismo problema con respecto a la Divina Comedia y la influencia del sufismo siciliano.
Estas ideas influyeron en la vida cultural de pensadores judíos y cristianos. La convivencia entre judíos y musulmanes en Al-Ándalus, utilizando una misma lengua, explica la influencia de las ideas masarríes, difundiéndose por la Europa cristiana; esta difusión tuvo su origen en la escuela de traductores toledanos y la escuela de Sicilia.
Desde los más remotos países de Europa, hombres como Adelardo de Bath, Herman el Dálmata, Alfredo de Morlay, Gerardo de Cremona, Miguel Escoto, … etc vienen a España en busca de libros y enseñanza.
Algunos sistemas escolásticos anteriores a Santo Tomás revelan un nexo común con el sufismo batiní (siglo XII). Se inicia en la escolástica una tendencia doctrinal de la escuela agustiniana, en su mayoría doctores de la orden de San Francisco.
Raimundo Lulio se inscribe en la cadena batiní a través de Ibn Arabi y las teorías neoplatónicas comunes también a la escuela franciscana. Estas ideas masarríes fueron perpetuadas en la Europa cristiana por la tradición franciscana de Duns Escoto.
Llamamos la atención sobre el hecho de que Raimundo Lulio ignoraba el latín, solo sabía catalán y árabe, luego las teorías franciscanas las aprendió de las obras de Ibn Arabí, no de los doctores escolásticos.
En el mundo judío el sistema masarrí se propaga a través del malagueño Avicebrón. Buscan la fe a través de la razón, exigiendo para los actos de ésta una cierta iluminación divina, entran en el grupo de los pensadores musulmanes llamados israqies o iluministas. Al mismo grupo pertenece Dante Alighieri, aunque los historiadores de la escolástica lo incluyen entre los tomistas o aristotélicos (no a los neoplatónicos).
En los cantos XXVIII, XXIX Y XXX de su Paradiso, alude con insistencia a los símbolos de la luz, de la iluminación, del espejo, del centro y de los círculos para explicar la creación: habla de una materia y una forma universales, como primeros efectos de aquella; y explica su origen por el amor divino. Otras analogías ponen de manifiesto la filiación israqi de Dante, Sobre todo en sus símbolos y alegorías, usadas antes que él por Ibn Arabi. La ascensión alegórica del místico y del filósofo, que este emplea en su Futuhat coincide con la ascensión de Dante y Beatriz en Il Paradiso. Es también de notar que Dante simboliza por medio del águila (Il Paradiso, c.X) al conjunto de todos los espíritus del cielo, así como Ibn Arabí se sirve de igual símbolo para representar al Intelecto primero y universal, que es la suma de todos los espíritus. También Rogerio Bacon en su Opus Tertium , usa símbolos análogos al decir que el “intellectus agens” es “corvus Eliae”, pues Ibn Arabí llama (águila, ver tal palabra en árabe) al cuerpo universal, unión de la materia y formas universales.

Autor: Kamar Sánchez
Extracto de la conferencia pronunciada en Melilla en el año 2004.
Publicado en el blog Identidad Andaluza.
Publicado en la web WebIslam.
Fuente: http://identidadandaluza.wordpress.com/2009/11/24/la-escuela-sufi-de-almeria-y-su-relevancia-actual/?TB_iframe=true&height=500&width=940 
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