El Asno Roñoso de la Cola Cortada / Mangy Ass with the lopped-off tail

Apreciaciones sobre el esoterismo islámico y el taoismo

"En el Islamismo, escribió Guénon, la tradición es de esencia doble, religiosa y metafísica; puede calificarse muy exactamente de exotérico el lado religioso de la doctrina que, en efecto, es el más exterior y el que está al alcance de todos, y de esoterismo su lado metafísico, que constituye su sentido profundo y que es, por lo demás, conside­rado como la doctrina de la minoría; y esta distinción conserva, verdaderamente, su sentido propio puesto que hay ahí dos caras de una sola y misma doctrina."


Autor: Abd Al-Wahid Yahia (René Guénon).
Enlace al índice del libro
Fuente: Musulmanes andaluces Click Here to Read More..

Guía y discípulo

Para encontrar la vía, se necesita primero encontrar el maestro; lo que no implica forzosamente un encuentro físico con él; expresándolo de otra manera: el espíritu de la vía es el espíritu del maestro. El encuentro con la vía ocurre de muchas maneras, a veces es evidente y con señales tangibles como en los casos de ensueños que anuncian el encuentro con el guía o algunos de sus discípulos, en otras ocasiones de manera más banal, haciendo eco a una experiencia intima inscrita en el pasado y significando que no hemos llegado hasta aquí por casualidad. El padre de mí maestro, Sidi Al-Hâdj Abbâs, decía con frecuencia: "Las personas creen en general que son ellas las que encuentran nuestra vía, cuando en realidad es la vía la que encuentra las personas." Esto el discípulo lo experimenta directamente al comprobar que la llamada existía en estado latente en su ser más profundo y que responde a ella en el momento adecuado.

Seguir el camino, es experimentar y gustar de su propio ser. Es entonces cuando un espacio nuevo se abre y permite descubrir el guía. Un sufi, Abû al-Abbas al Mursi, decía": Es más fácil conocer a Dios que el maestro". Dios puede ser conocido por sus cualidades de perfección, mientras que el maestro hace figura de velo ¿ Acaso no es un humano de carne y huesos, que bebe, come y duerme? ¿Cómo conocer su realidad interna? Es ciertamente más fácil - por lo menos hasta cierto punto- imaginar las cualidades divinas y sus beneficios . En cuanto ocurre el encuentro con el maestro y con la vía en todas sus facetas, vamos de descubrimiento en descubrimiento. Una de las funciones más importante del maestro-y puede que sea la más importante- es hacernos descubrir nuestro propio maestro interior. Es decir, permitirnos acceder a esa dimensión interior que no es otra que el maestro en uno mismo. El verdadero maestro que guía sobre la vía del Bien, evita que se le tome por otra cosa que no sea su papel de servidor o como representante de lo divino y el motivo es que esa teofanía de Dios en el maestro conlleva algún peligro para el discípulo; este puede ser tentado en idolatrarlo y con ello llevarle a una fascinación sin limites. Por lo tanto el verdadero cometido de un guía, consiste en no dejarnos llevar por una especie de fervor, pero mas bien operar en nosotros una abertura interior que permita el desarrollo de un amor real hacia él.

Es así, que a veces un discípulo siente para su maestro un amor espiritual tan intenso, que para algunas personas le parece incomprensible; y es cuanto más sorprendente al comprobar que exteriormente el maestro es en todo punto similar a cualquier otra persona.

En Marruecos, conoci grandes teólogos e intelectuales que no podían comprender que algunos de sus colegas, tan conocidos y tan reputados como ellos, concebían una admiración sin limite a mi maestro, él, que a sus ojos no les parecía disponer de cualidades excepcionales.

Un maestro es un maestro. Es tal como es; no juega a parecer algún personaje; adapta su comportamiento en función de las necesidades propias de cada situación; en tal situación puede que hable, en otra se mantendrá en silencio, aun cuando todos los que le rodeen quieran que hable... De hecho, la comunicación esencial se produce en el nivel que llamamos " de corazón a corazón", jamás su intención es satisfacer a la imagen que los demás esperan del. Gracias a una alquimia interna, la relación maestro discípulo se va modificando y evolucionando de tal forma que se nos permite progresivamente conocer su interioridad y su realidad espiritual.

Cuando fui a ver, por primera vez a mi maestro, Sidi Hamza, no sentí nada particular ni significativo. Estaba simplemente muy a gusto en su presencia y para nada impresionado. Sin embargo muchos otros estaban como paralizado a la idea de encontrarse con él; y eso que en general eran individuos sicológicamente bien asentado y con fuertes personalidades, pero se paraban a algunos metros de la puerta de mi maestro sin atreverse a entrar, incluso los habían que daban vuelta atrás y se marchaban. Mi maestro recibía a todo el que quería verle, sin excepción. Por aquel entonces me parecía incomprensible la actitud de aquellas personas hasta que vislumbré que un maestro puede ser "percibido" bajo perspectivas diferentes. La pedagogía de nuestro maestro consiste en operar en cada uno de nosotros, una transmutación interna. Esta transmutación ocurre por diferentes " métodos", el primero es autorizarnos a practicar el zikr y a continuación todas las otras practicas propias de la vía.

Entonces poco a poco algo empieza a transformarse en nosotros; es el momento que contiene la posibilidad para que nos lleve a otro conocimiento, alejándonos de su aspecto externo y mostrándonos la realidad del corazón. No tenemos que olvidar, que el corazón del hombre es el Trono de Dios y que se encuentra en la interioridad de cada uno de nosotros; precisamente hacia esa interioridad es a la que nos convida nuestro maestro. No hacia él, como persona, nos atrae, es hacia su ser interno.

Y así como anteriormente lo hemos mencionado, esta relación de corazón a corazón permite el nacimiento de un amor inconmensurable para el maestro, aun cuando el discípulo no haya tenido un encuentro físico con él.. Este fue el caso de Uwais al-Qarnî (celebre asceta del Yemen) que profesaba para el Profeta-¡ salvación y paz sobre él!- un amor sin limites, pero que a pesar de ser contemporáneo nunca pudo visitar. Al Profeta, cada vez que se giraba hacia el Yemen, le gustaba repetir "¡ los halitos de la misericordia vienen del Yemen!" Y cuando se le preguntaba el porqué, contestaba " Porque allí vive un hombre de Dios que se llama Uwais al-Qarnî". Es por la sinceridad, la orientación y la polarización del discípulo que le maestro puede abrirse y hacer que el secreto espiritual que el detiene sea accesible a cada discípulo. Y todo esto ocurre mas allá de las apariencias.

Sin embargo la apariencia puede ser utilizada como llave de acceso. El maestro, polo de atracción y símbolo vivo, permite una relación de intercambio, de comunicación de energía espiritual o de una fuerza de atracción. Pero en cuanto el discípulo a hollado una parte del camino, la relación se transforma de una manera completamente diferente de lo que al principio hemos evocado y de lo que inicialmente se percibía o concebía; el soporte físico como instrumento de orientación, no era mas que una etapa hacia el secreto del guía. Así, las primeras etapas del recorrido consisten en posicionarse en un area magnética.

¿Puede compararse esa fuerza de atracción con lo que se siente en una relación amorosa? Sin dudas, es una relación del mismo orden, pero de otra naturaleza. En una vía espiritual viva y autentica, nos encontramos con personajes de horizontes sociales, culturales, lingüísticos muy diferentes; perfiles sicológicos completamente distintos, incluso opuestos, que solo la vía puede reunir. Esas personas, entre ellas no tienen ninguna afinidad si no es orientarse hacia el mismo maestro para la realización única de Dios, y si esa afinidad no existiese en las almas, aunque sea de manera inconsciente, ciertamente no hubiese tenido ninguna razón para encontrase. Pero, justamente tienen en común un elemento esencial que permite esa afinidad.

Unas palabras del Profeta - que la paz y las bendiciones de Dios sean sobre él- aluden a este tema ": Las almas que se conocieron en la pre-eternidad, se reencontraran en este mundo. Y las que se alejaron en la pre-eternidad, se alejaran." Esto significa que existe una afinidad en las almas que es " anterior" a su encuentro en este mundo. Esta afinidad entre almas es la misma que se manifiesta entre ellas y el alma perfecta del guía espiritual. Si la relación con esta alma perfecta, o dicho de otro modo, la puesta en orbita alrededor de ella es posible, no es debido a un efecto del azar. Las afinidades a las que nos referimos, trascienden todos los aspectos contingentes. Si la cuestión de distancia cultural, lingüística, social puede, al principio representar un obstáculo, a medida que recorremos el camino en la vía del corazón, se experimenta entre las almas una extraordinaria comunión. Y se hace patente, la importancia del guía, como centro alquímico que posibilita el acercamiento entre ellas.

Con frecuencia he visto hermanas y hermanos de la vía que jamás habían tenido la oportunidad de acercarse físicamente al maestro, expresar hacia él similares propósitos que los que permanecían junto a el. Todos manifiestan modalidades de comprensión, percepción interior y expresión espontánea frente al maestro, que se evidencia que beben en una misma fuente. El maestro es esa fuente viva que se renueva constantemente.

Por supuesto, hay discípulos que tienen responsabilidades, algunos son mas antiguos que otros; sin embargo en la esencia de la relación maestro-discípulo, sea cual sea su antigüedad, su responsabilidad o su posición, todos y cada uno tienen la posibilidad de esa abertura interior hacia el conocimiento: Una relación intima de corazón a corazón entre el maestro y el discípulo.

Autor: Faouzi Skali, discípulo de la Tariqa Qadiría Butchichía.
Capítulo del libro "El encuentro de los corazones".
Fuente: Tariqa.org Click Here to Read More..

MUJER SUFI

El recuerdo permanente de la unidad y unicidad de Allah, la Realidad absoluta exige una entrega y sumisión totales. Tener esto en cuenta puede ayudar a descubrir un horizonte nuevo, inesperado, que poco tiene que ver con los conceptos habituales, con lo que se dice y se piensa acerca del Islam, el sufismo y el papel de las mujeres en este universo religioso.

Se ha dicho que, en sus inicios, el sufismo era una realidad sin nombre que luego se convirtió en un nombre sin realidad, y esto parece aún más cierto hoy, cuando se pretende ignorar lo que estuvo en su origen, la espiritualidad musulmana y la inspiración coránica de esa experiencia.

El poeta persa Farîduddîn ‘Attâr en su Memorias de los Amigos de Allah, ofrece la biografía más extensa y completa de Râbi’a al-‘Adawiyya (radi Allahu anha), una de las grandes santas del Islam y figura indiscutible de la espiritualidad musulmana. Su obra viene a sumarse a otras, anteriores y posteriores, de autores que presentan las vidas de mujeres sufíes ya desde los tiempos primeros de la hégira, pues Râbi’a (radi Allahu anha) es el ejemplo más célebre, pero no la única. Son textos, no todos, en los que las mujeres aparecen citadas en plano de igualdad con los hombres por su sabiduría, conocimiento y virtud, o como trasmisoras veraces, y gracias a los cuales se puede recrear, en cierta medida, la imagen de un mundo abierto y tolerante que poco tiene que ver con los tópicos acostumbrados; los dichos trasmitidos, con las notas y comentarios de sus recopiladores, hablan por sí solos de la sociedad a que esas mujeres pertenecen y de su importante papel en ella: maestras de grandes seres espirituales, mujeres libres, mujeres esclavas, solteras, casadas, conocidas y desconocidas, místicas y ascetas, respetadas por los ulemas de la ley islámica, a los que se dirigen desde el estado que les confiere su estatuto de sabiduría y santidad, permanecieron durante mucho tiempo en la memoria y en la tradición oral de la que luego se inspirarían sus biógrafos.
Entre algunos de esos textos podemos citar a Muhammad ibn Sa’d que ya en su at-Tabaqât al-kubrâ incluye retratos de todos los portadores de la tradición desde los tiempos del Profeta (saws) hasta entonces, citando a numerosas mujeres. O que al-Jawzî incluirá en su Sifat as-Sarwa información sobre 240 mujeres sufíes. Una autoridad importante es al-Munâwî quien, en sus Tabaqât (Nombre general de los libros que versan sobre eruditos de una época determinada), realiza un auténtico homenaje a las treinta y cinco mujeres cuya vida ofrece de la boca de los mayores maestros y sabios de la época. Sirva de ejemplo el relato sobre Fátima bint ’Abbâs (VIII/XIV), sheyka y doctora de la Ley, sufi versada en las ciencias de la jurisprudencia pero sobre todo prueba viviente de que en esa época la mujer no había desaparecido completamente del espacio público y ocupaba un lugar central; en la mezquita, corazón de la comunidad, una mujer, Fátima, pronunciaba un sermón todos los viernes.

En 1991 apareció en Arabia Saudí, entre una colección de tratados de as-Sulamî, gran sistematizador del sufismo, una obra perdida desde hacía siglos; se trataba de Memorias de las devotas sufíes, en la que el autor ilustra la vida y recoge las palabras de ochenta y cuatro mujeres sufíes. A partir de esta obra junto con la de al-Jawzî, se concluye inequívocamente la presencia de varios movimientos de mujeres ascetas entre el siglo II y III de la hégira. El trabajo de as-Sulamî recoge dichos de mujeres en paridad con los hombres, mostrándolas como maestras de práctica y de doctrina y citando cuidadosamente las cadenas de transmisores con autoridad, para avalar la veracidad de su exposición; ya en la introducción de sus Tabaqât apunta su visión incluyente mediante la Aleya del Sagrado Corán: “Y si no llega a ser por hombres creyentes y por mujeres creyentes a quienes no podáis reconocer…” (48:25) Para él, las mujeres son también “maestras de las realidades de la Unidad y la Unicidad divina, recipientes de la palabra divina, poseedoras de visiones verdaderas y de conducta ejemplar, y seguidoras de los caminos de los profetas”, y lo atestigua en su obra mediante la semblanza admirada y respetuosa, y la frecuente mención a su papel como compañeras, críticas y maestras de importantes sufíes.

Cuando se reconoce la realidad rica y fecunda de estas mujeres excepcionales parece obligado recurrir al sufismo como único modo posible de explicar la proliferación de mujeres en el mundo de la espiritualidad musulmana. Por otra parte, en el Sagrado Corán, Allah se dirige a menudo a los creyentes, hombres y mujeres, por igual: “Pero los creyentes y las creyentes son amigos unos de otros. Ordenan lo que está bien y prohíben lo que está mal” (7:71), entre otras aleyas.

La inclusión de las mujeres aparece de manera clara en la mayoría de los maestros sufíes, si bien a menudo con el matiz peculiar de considerar “hombre” a todo el que se adentra en la senda espiritual, aunque sea mujer. Así, por ejemplo, dirá ‘Attâr: “Los santos profetas (la paz sea con ellos) han dicho: Dios no mira vuestras formas.” Lo que cuenta no es la imagen, sino la intención del corazón, como ha enseñado el Profeta (saws): Los hombres serán reunidos y juzgados según su intención. (…). Y, citando a Abbâs al-Tûsî, continúa: “Cuando, el Día de la Resurrección, se nos llame diciendo: “¡Hombres, venid!”, la primera en adelantarse en el rango de los hombres será María (radi Allahu anha), la madre de Jesús. Si ese día ella no estuviera entre los hombres, entonces dejaría la reunión.” “El significado de esta verdad es la igualdad de mujeres y hombres en la santidad; no hay diferencia entre los místicos en la Unidad del ser divino. En esta Unidad, ¿qué queda de la existencia del yo y el tú? Y entonces, ¿cómo podría haber todavía hombre y mujer?”

Por su parte, el gran sufí Abd Ar-Rahmân Al-Jâmî (817-1414, 898-1492), cuenta que alguien le preguntó: “¿Cuántos son los ‘Abdâl (sustitutos, Amigos de Dios)?”. Él respondió: “Cuarenta almas”. Y cuando le preguntaron por qué no había dicho “cuarenta hombres”, su respuesta fue: “Porque también hay mujeres entre ellos.”

En los primeros siglos de la hégira, las mujeres vivían en el centro del espacio público, participando plenamente en la vida de la comunidad, y así, en el Islam primero encontramos a Jadiya (radi Allahu anha), “la mejor de las mujeres”, primera esposa  de Muhammad (saws), y a su hija Fátima (radi Allahu anha); está también A’isha (radi Allahu anha), la esposa más joven del Profeta (saws), seguidas por las “elegidas entre los Compañeros del Profeta (saws)”, así como otras mujeres del entorno, totalmente entregadas a Dios. Ya desde el principio las mujeres desempeñaron papeles importantes en la historia del Islam: sus nombres aparecen en las cadenas de transmisión de los hadices proféticos, forman parte del linaje espiritual de los calígrafos, son ensalzadas como gnósticas y poetas, sin olvidar a las mujeres gobernantes, y a las que aparecen como amigas, maestras y discípulas de grandes seres espirituales musulmanes. Importantes no sólo en el sufismo, sino en la espiritualidad y la comunidad musulmana en general, resultaría imposible escribir una historia del Islam sin contar con ellas.


Fuente: Orden Sufi Yerrahi al-Halveti Click Here to Read More..

JADIYA BINT JUWAILID: Madre y esposa ejemplar


Hablaremos ahora de Jadiya, esa mujer elegida por Allah para ser la esposa de Muhammad, el sello de la profecía.

Fue la primera persona que creyó en él y en su Mensaje; quien más le amo, le confortó y ayudó, gastando toda su fortuna en favorecer el triunfo de su misión profética.

Un día, antes de que descendiera el mensaje del Islam, había un grupo de mujeres cerca de la Ka’bah conversando. De repente se acercó a ellas un hombre y les dijo:
-¡Oh mujeres de Taimá! Aparecerá en vuestro país un profeta que se llamará Ahmad y vendrá con el Mensaje de Allah. Así, pues, si una de vosotras fuese elegida para ser su esposa, que se tenga por la más dichosa de las mujeres.

Hubo algunas que se rieron, y otras que le gritaron e insultaron, y aún otras que le tiraron piedras, hasta que se alejó de aquel lugar. Solamente una de ellas se quedó sentada guardando silencio, siguiendo al hombre con la mirada y pensando en sus palabras. Se llamaba esta mujer Jadiya bint Juwailid, la más respetada de entre las mujeres del Quraish por su inteligencia y firmeza. La gente de Mekka le había apodado "la pura", "la respetable". En aquel momento, no podía imaginar que sería ella quien ganase tal honor.

Creció  Jadiya  en el seno de una de las familias del Quraish  más respetables de Mekka. Era conocida como una joven con un fuerte intelecto y una exquisita educación.


Su primer esposo fue Abu Hala. Tuvieron una hija a la que pusieron por nombre Hind. Al poco tiempo murió Abu Hala y se casó Jadiya con Utaiqu bin Abid. Tuvo otra hija con él a la que también llamó Hind, de ahí que solieran llamarle "la madre de las dos Hind". Cuando murió su segundo esposo, decidió no volverse a casar y dedicarse de lleno a sus hijas y a sus negocios. Pero el destino, su gran destino, le estaba esperando. En aquellos días, Muhammad se encontraba en edad de contraer matrimonio, y hacía ya un tiempo que se dedicaba al comercio. Jadiya, por su parte, era una próspera comerciante que solía contratar a algún experto caravanero para que dirigiera sus caravanas, a cambio de lo cual recibía éste un porcentaje de las ganancias. En estas circunstancias le llegó la noticia de un joven llamado Muhammad, digno de toda confianza, sincero y fiel. Enseguida le mandó llamar y le ofreció llevar sus caravanas a Bilad’e Sham. A cambio, le daría más porcentaje del beneficio del que solía dar a otros. Esta era una gran oportunidad y Muhammad aceptó la oferta de inmediato.


Partió con un criado de Jadiya llamado Maisará. Una vez llegados a Bosra (cerca de Sham), vendieron toda la mercancía que llevaban y compraron los artículos que Jadiya les había ordenado. El criado Maisará estaba encantado con la compañía de Muhammad, y sentía la baraka que le rodeaba. Volvieron a Mekka con el doble de la ganancia que habían calculado que obtendrían. Esta noticia alegró mucho a Jadiya, así como el relato que Maisará le hizo del viaje, acentuando el buen comportamiento y la baraka que acompañaba a Muhammad. Según los historiadores, éste no fue el único viaje que realizó Muhammad para Jadiya, pues varias veces le envió a un mercado que se celebraba periódicamente en una zona llamada Taimá, acompañado de un hombre del Quraish. Recordando esos días, el Profeta Muhammad (s.a.s) comentaría:
No he conocido nunca una mujer mejor que Jadiya. Cuando regresábamos de los viajes, había siempre comida, fruta y de los más deliciosos manjares esperándonos.
En el transcurso de esta relación comercial, Jadiya advirtió que ese joven llamado Muhammad era muy diferente de los otros. Vio en él todas las características de un carácter perfecto. Y como era tradición entre los árabes, mandó a una persona de confianza para que le hiciera saber, francamente y sin ambages, su deseo de casarse con él.  Esta persona era su amiga Nafisa bint Munia. Ella misma nos relata el suceso:
Jadiya era una mujer muy resoluta, de fuerte carácter, honrada y trabajadora. Entre los dones que Allah le había otorgado estaba el de pertenecer a una de las más dignas y ricas familias del Quraish. Todos los hombres deseaban casarse con ella. Era la mujer más pretendida de la ciudad.
A la vuelta de uno de los viajes de Muhammad a Sham, me envió a él Jadiya secretamente y le dije: “¿Qué te impide casarte?” Me contestó: “No tengo nada que me permita casarme.” Le dije: “Y si quisiera casarse contigo una mujer rica, hermosa, honrada e independiente, ¿aceptarías casarte con ella?” Muhammad preguntó: “¿Quién es esta mujer?” Le respondí: “Jadiya." Muhammad dijo: “¿Cómo puede llevarse a cabo este matrimonio?” Le dije: “Déjalo de mi cuenta.” Entonces Muhammad dijo: “De acuerdo.”


Y así fue como sucedió. Se casó la mujer más honrada de entre las mujeres del Quraish, la pura, Jadiya, con el más honorable de los hombres, el sello de la Profecía, Muhammad (s.a.s).


Jadiya fue su apoyo y sostén en los momentos de mayor dificultad. Puso su propia persona y todos sus bienes al servicio del Profeta para favorecerle en su misión.


Cuando contrajeron matrimonio tenía Jadiya 40 años y el Profeta 25.


Allah les concedió un hijo al que llamaron al Qasim y de ahí viene el apodo que le dieron a Muhammad de "Abul Qasim". Cuando alcanzó la edad de caminar, Allah lo reclamó para Sí. El corazón de sus padres se entristeció grandemente, para después someterse sin reservas al destino que Allah había querido para su hijo. Más tarde, Allah recompensaría a Jadiya con el nacimiento de una hija, Zainab. Después llegó Ruqaiya y finalmente Um Kulzun. Dedicó Jadiya todo su tiempo a criarlas.


En la misma casa vivía un niño que se llamaba Zaid bin Hariza, quien servía a Jadiya. Cuando notó que Muhammad amaba mucho a ese niño, lo liberó y se lo dio a su esposo. Muhammad lo adoptó, convirtiéndole en su hijo y el de su esposa Jadiya. También vivía en esta casa Baraka (Um Ayman), quien más tarde se convertirá en la esposa de Zaid.


Un tiempo después, Muhammad tomó a su cargo a su sobrino Ali ibn Abu Talib, entonces un niño, para aligerar la carga de su tío, un hombre pobre que tenía muchos hijos. Jadiya fue hasta su muerte como la segunda madre de Ali, tratándole con la misma ternura con la que hubiera tratado a su propio hijo. Diez años después de estar casados, Jadiya dio a luz a Fátima, la hija que más se parecía a su padre.


No era fácil hacerse cargo de esta gran familia, pero Jadiya se ocupó de ella de la mejor manera posible. Los niños crecieron en mutuo amor como si fueran hermanos e hijos todos de los mismos padres, siempre bajo la protección y el cuidado de Jadiya.


Cuando sus hijas alcanzaron la pubertad, empezó Muhammad sus retiros. Salía de Mekka y se dirigía a una cueva en la falda de un monte que daba a la ciudad llamado Al Ghar Hirar, con el fin de adorar a Allah y dedicarse a la meditación, alejado de todos y con el corazón anhelante del Señor de todos los mundos.


Allah estaba, así, preparándole para el gran mensaje que iba a recibir y a transmitir al resto del mundo, siendo Jadiya su mejor sostén. Ella se cuidaba de que no le faltase comida ni bebida en sus retiros. Cuando tardaba mucho en volver, ella misma le llevaba los víveres, más de lo que necesitaba, pues parte de estos víveres solía dárselos a los pobres que le visitaban.


Nunca se quejó Jadiya ni le reprochó nada a su esposo Muhammad, antes bien se sentía plenamente satisfecha cuando le veía feliz. Quizás sentía que Allah estaba preparando algo grande para él.


Así, cuando llegó este gran día, Muhammad se demoró en la cueva más de lo habitual. Jadiya tuvo la premonición de que algo había pasado. Mandó, pues, a llamarle. Al rato regresó Muhammad a su casa temblando y diciendo:
- Cúbreme, cúbreme!


Cuando se hubo serenado, le contó a Jadiya lo sucedido en la cueva:
- Vino hasta mí un ser luminoso que me anunció que Allah me había elegido para ser Su Mensajero. Me enseñó a hacer las abluciones y cuando regresé purificado me ordenó: “¡Lee!” Yo le respondí: “No sé leer.” Entonces él me agarró entre sus brazos y me apretó con fuerza repitiendo: “¡Lee!” Yo volví a responderle: “Pero, no sé leer.”  Volvió  el  ángel  a  apretarme con fuerza contra él y a ordenarme “¡Lee!” Yo le repetí: “No sé leer.” Volvió a apretarme más fuerte esta vez y me dijo: “¡Lee en el nombre de tu Señor, Aquel que creó, creó al hombre de un coágulo. Lee, pues tu Señor es el más generoso, El que enseñó con el cálamo, enseñó al hombre lo que no sabía…”


Jadiya no sintió temor al escuchar este relato y le dijo:
- No temas, pues Allah jamás te abandonará. Visitas a los familiares, ayudas a los huérfanos y a los más pobres. Recibes con generosidad a los huéspedes y luchas contra la injusticia.
Y así continuó hablándole hasta que su esposo se fue tranquilizando.


Jadiya conocía sus cualidades mejor que nadie y creía que era la persona más digna de recibir esta misión divina. Para tranquilizarle aún más, se fue a donde estaba su primo Waraqa bin Naufal, quien había abandonado la adoración de los ídolos y se había convertido al cristianismo. Éste hombre había oído de los judíos la eminente llegada de un profeta. Jadiya le dijo:
- ¡Oh primo mío! Escucha lo que tiene que contarte Muhammad.
Entonces, Muhammad le relató lo sucedido. Waraqa dijo:
- Este es el Namus que Allah reveló a Musa. ¡Ojalá esté vivo cuando tu gente te rechace!
El Mensajero de Allah respondió:
- ¿Acaso piensas que me van a expulsar?
Respondió Waraqa:


- Sí, todos los enviados que te han precedido han sido expulsados. Y si cuando llegue ese día estoy vivo, te ayudaré con todas mis fuerzas.
Al escuchar estas palabras, el Mensajero de Allah sintió un gran alivio en su corazón. También comprendió la tremenda responsabilidad que había recaído sobre él.


Esto hizo que Jadiya se entregase aún más en servir al Profeta (s.a.s), animándole a mantenerse firme en su divina misión.
Hasta tal punto estuvo Jadiya unida a esta responsabilidad profética de Muhammad, que un día el ángel Yibril le dijo a Muhammad:
- Manda a Jadiya el saludo de su Señor.
El Mensajero de Allah (s.a.s) le llevó a su esposa este mensaje diciéndole:
- ¡Oh Jadiya! Este es Yibril que te trae el saludo de tu Señor.
Jadiya respondió:
 - Allah es paz y de Él viene la paz, y sea sobre Yibril la paz.
Descendió la luz sobre la casa del Profeta y creyeron todos en él y le siguieron, soportando las penalidades que acarreaba la transmisión del mensaje divino.


Jadiya fue la primera persona que escuchó de labios del Profeta la Revelación. Y fue la primera en aprender a hacer el wudu y la primera en hacer la salah.


En el comienzo de la misión divina de Muhammad hubo enormes dificultades, pero Jadiya supo en todo momento mostrar su discreción, inteligencia y recato.


Se alegraba infinitamente a cada nuevo converso que aceptaba el Islam, y suplicaba a Allah para que mantuviera firme a su esposo.
Cuando le llegó al Profeta Muhammad la orden de su Señor de anunciar el mensaje públicamente, la vida en casa del Profeta (s.a.s) se volvió mucho más dura. Los idólatras de Mekka declararon la guerra a Muhammad y a sus seguidores. Primero empezaron con advertencias para que abandonasen el Din de Allah, pero cuando esto no dio resultado, pasaron a las torturas y el asesinato. Comenzó una insoportable persecución contra los nuevos adeptos.


El Quraish desarrolló la estrategia de atacar fundamentalmente a la casa del Profeta (s.a.s). Fue especialmente activo en este sentido su tío Abu Lahab. Lo primero que hizo fue ordenar a sus dos hijos, Utba y Oteiba, que se habían casado con dos de las hijas del Profeta (Ruqaiya y Um  Kulzun), que las divorciasen, pensando que de esta forma desistiría el Profeta de su misión. Utba y Oteiba no sólo acataron el deseo de su padre, sino que también insultaron al Profeta y lo calumniaron. Por su parte, Jadiya contemplaba con tristeza lo que les había sucedido a sus dos amadas hijas. Pero lo que más le hacia sufrir era la actitud de la gente hacia Muhammad. No obstante, soportó todas las dificultades y tuvo ánimo para consolar a sus hijas, sabiendo que después de la dificultad viene la facilidad. Y así fue, pues Allah las recompensó casándolas con uno de los Compañeros más amado del Profeta, Uzman bin Afán (primero se casó con Um Kulzun, y a su muerte desposó a la otra hija del Profeta, Ruqaiya).
Después de haber recibido la Profecía, Jadiya tuvo un hijo al que llamaron Abdullah, y más tarde Attaib, pero murió siendo todavía un bebé.  De  nuevo Jadiya mostró una de sus grandes virtudes -la paciencia.


Su afán por ayudar y servir al Profeta (s.a.s) en su misión le hacía olvidar todas sus penalidades y sufrimientos.


Es difícil describir con palabras aquel ánimo inquebrantable ante las dificultades que sufría el Profeta. Fue su consuelo en todo momento.


Allah hizo de Jadiya el medio para disminuir el sufrimiento del Profeta, pues cuando éste oía cómo le difamaban o le desmentían, sentía una profunda tristeza, pero al llegar a casa, Jadiya le reafirmaba y le infundía nuevas fuerzas y nuevos ánimos para seguir su difícil tarea.


Por todo ello, Jadiya recibió la buena nueva de que Allah le había concedido una hermosa morada en el Paraíso. Dijo el Profeta:
- Me fue ordenado que anunciase a Jadiya la buena nueva de que se le había concedido una casa en el Paraíso, construida de nácar y en la que no había ruido ni fatiga.
La persecución llegó a tal punto que el Profeta ordenó a sus Compañeros que partiesen a Abisinia con el fin de preservar su fe. La paciente Jadiya despidió a su hija Ruqaiya que también partió con su esposo Uzman.


En el año 8 después de comenzar Muhammad su misión, el Quraish acordó infringir un boicot contra el Profeta, su familia y sus tribus - los Bani Hashim y Bani Al Muttalib. Ni compraban sus mercancías ni les vendían las suyas, cortando toda posibilidad de matrimonios con otros que no fueran de sus tribus. Fue un boicot económico y social para acabar con la resistencia de los musulmanes.


Abandonaron sus casas y se fue Jadiya con su familia a Ash-shi'b, un lugar en Mekka entre las dos montañas, soportando el duro asedio al que fueron sometidos.


De vivir con holgura pasó a no tener ni casa. De ser ella la que constantemente daba comida a los necesitados, tuvo que  pasar  hambre,  quedando  exhausta. Sin embargo su fuerte iman y el gran amor que sentía por el Profeta y por su misión eran una fuente inagotable de donde manaba su paciencia y su sacrificio.


Lo que más le hacía sufrir no era su situación sino ver el sufrimiento del Profeta de la misericordia (s.a.s), pues pensaba que si la gente de Mekka le conociera tan bien como ella, o hubiera visto en él lo mismo que ella, le protegerían con su propias vidas.


Pasaron los tres años del boicot y cada día Jadiya estaba más débil. Tenía 65 años y escuchaba las palabras del Profeta con la certeza de que Allah le daría el triunfo. Sin embargo, Allah quiso que su papel en la vida de Muhammad llegase a su fin sin ver la victoria
. 
Poco después moría su tío Abu Talib que tanto le había apoyado. Estas dos muertes mermaron la alegría que sintieron los musulmanes cuando acabó el asedió de los Quraish.


Jadiya había estado con el Profeta (s.a.s) cuando éste se encontraba solo, en los momentos más duros y críticos, cuando más necesitaba apoyo y consuelo. El Profeta no la olvidó ni un solo día de su vida. Solía decir:
- Creyó en mí cuando todos me daban la espalda. Me consoló con su riqueza mientras la gente me negaba hasta lo más mínimo. Y Allah me dio todos mis hijos de ella.


Muhammad mantuvo siempre buena relación con la familia de Jadiya y sus parientes, alegrándose mucho cuando alguno de ellos le visitaba. Nunca sacrificaba un animal sin mandarles una parte. Aisha dijo una vez:
- Nunca tuve celos de las esposas del Profeta excepto de Jadiya, aunque no llegué a conocerla.
Dijo:
- Cuando mataba un cordero, siempre decía: “Llevar estos trozos de carne a los familiares de Jadiya.”
Añadió:
- Un día enfadé al Profeta. Dije: “Jadiya, Jadiya… Siempre Jadiya”.
El Profeta respondió:
- “En verdad que se me ha hecho amarla.”
(Sahih Muslim)


Autor: Abu Bakr Gallego
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Rumi on the Sound of the Human Voice

This article was published in “Keşkül: Sufi Gelenek ve Hayat” in 2007.
Source: Semazen
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El hiyab, el velo

El hiyab, literalmente «cortina», «descendió» no para hacer de barrera entre un hombre y una mujer, sino entre dos hombres. El hiyab es un suceso datado al que corresponde la aleya 53 de la azora 33, que fue revelada durante el año 5 de la hégira (627). (1)

¡Creyentes! No entréis en los aposentos del Profeta a menos que se os autorice a ello para una comida. Y en ese caso, no entréis hasta que la comida esté preparada para ser servida. Cuando se os llame, entrad, pero retiraros en cuanto hayáis terminado de comer, no os demoréis charlando como si fuerais de la familia.
Semejante abandono hace daño (yu’di) al Profeta, que tiene vergüenza de decíroslo. Al-lâh, en cambio, no se avergüenza de la verdad. Cuando vengáis a solicitar alguna cosa [a las esposas del Profeta], hacedlo detrás de un hiyab. Es más puro para vuestro corazón y para el suyo. (2)

Los alfaquíes utilizan la expresión «el descenso del hiyab» que, de hecho, recubre dos acontecimientos simultáneos, que suceden en dos registros totalmente diferentes: por una parte, el descenso de la aleya coránica del cielo, es decir, la revelación hecha por Al-lâh al Profeta, operación que responde a un registro intelectual, y, por otra, el descenso del hiyab de tela, un hiyab material, una cortina que corre el Profeta entre él y el hombre que se encuentra en el umbral de su alcoba nupcial.

La aleya del hiyab «descendió» en la alcoba nupcial, para proteger su intimidad y excluir a una tercera persona, en este caso a Anas b. Málik, uno de los discípulos del Profeta. Anas fue excluido por el hiyab, en su calidad de testigo y símbolo de una comunidad que se había hecho demasiado cargante, y es el propio testigo el que cuenta el suceso. Cuando se conocen las repercusiones que tendrá ese gesto‑suceso sobre la vida de las mujeres musulmanas, se impone la descripción que de él hace Anas: el Profeta acaba de casarse, impaciente por estar con su nueva esposa, su prima Zaynab, no sabe cómo desembarazarse de un grupito de invitados poco delicados que se demora charlando. El velo sería una respuesta de Al-lâh a una comunidad de costumbres groseras que hería, por su falta de delicadeza, a un Profeta cuya cortesía frisaba la timidez; esa es por lo menos la interpretación de Tabari.

Anas b. Málik dijo: «El Profeta se había casado con Zaynab b. Jahsh. Me encargó que invitara a la gente al banquete de bodas. Así lo hice. Vino mucha gente. Entraban por grupos, unos tras otros. Comían y, luego, se marchaban. Dije al Profeta:
— Enviado de Al-lâh, he invitado a tanta gente, que ya no encuentro a nadie más a quien invitar.
En un momento dado, El Profeta dijo:
— ¡Que se acabe la comida!
Zaynab estaba sentada en un rincón de la habitación. Era una mujer de gran belleza. Todos los invitados se habían ido ya, salvo tres que se demoraban. Seguían allí conversando. Contrariado, el Profeta abandonó la habitación. Y se dirigió al aposento de Aixa. Al verla, la saludó:
— La paz sea contigo, habitante de la morada —le dijo.
— Y contigo, Profeta de Al-lâh —le respondió Aixa—, ¿qué le ha parecido su nueva compañera?
Así, dio una vuelta por los aposentos de sus esposas, que lo recibieron igual que Aixa. Finalmente, volvió sobre sus pasos y llegó a la habitación de Zaynab. Observó que aún no se habían ido los tres invitados. Seguían parloteando. El Profeta era un hombre extremadamente cortés y reservado. Volvió a salir al momento y de nuevo se dirigió al aposento de Aixa. Ya no recuerdo si fui yo u otro quien fue a advertirlo de que los tres individuos se habían decidido a marcharse por fin. En todo caso, volvió a la alcoba nupcial, introdujo un pie en la alcoba y el otro lo dejó fuera, y fue en esa postura como dejó caer un sitr (cortina) entre él y yo, y la aleya del hiyab descendió en ese momento.» (3)

En esta versión, Tabari utiliza dos conceptos que suelen confundirse: hiyab y sitr, que quiere decir literalmente «cortina». Retornemos los hechos más destacados de este testimonio:
1. Al tirar de la cortina, nos dice Anas, El Profeta pronunció lo que en la clasificación del texto coránico se convertirá en la aleya 53 de la azora 33, que para los expertos es "la aleya del hiyab". Se trata de las palabras que Anas escuchó murmurar al Profeta en el momento en que éste corría el sitr (cortina) entre ambos. Palabras que eran el mensaje inspirado por Al-lâh a su Profeta, en respuesta a una situación en la que, aparentemente, Muhámmad no sabía qué hacer ni cómo actuar. Recordemos que el Corán es un libro arraigado en la vida cotidiana del Profeta y de su comunidad; suele ser una respuesta a una situación dada.
2. El segundo hecho destacable es que el Profeta festejaba su boda con Zaynab b. Jahsh,
3. Invitó a casi toda la comunidad musulmana de Medina.
4. Todos participaron en el banquete de bodas y se fueron, salvo tres hombres descorteses que continuaban charlando sin preocuparse de la impaciencia del Profeta y su deseo de quedarse a solas con su nueva esposa.
5. El Profeta, enfadado, sale al patio, va de un lado a otro, vuelve a la alcoba y espera a que los retrasados decidan irse.
6. Al-lâh, en cuanto se van, le revela la aleya del hiyab.
7. Muhámmad corre un sitr entre él y Anas, mientras recita la aleya 53 de la azora 33 que pasaremos a detallar en breve.

Tabari, en su descripción de «el descenso del hiyab», no intenta darnos las razones del enfado del Profeta, famoso por su sangre fría y su infinita paciencia. Enfado que iba a precipitar la revelación de una decisión tan grave como instaurar el hiyab. Ya, en la propia coyuntura que condujo a la revelación del hiyab, se puede apreciar la rapidez del encadenamiento de los hechos: el enfado del Profeta y la reacción divina que se produjo casi al momento. Tendremos ocasión de estudiar varias aleyas y sus asbab an‑nuzul (las causas de la revelación); entre el momento en que se plantea el problema y aquél en que se revela la solución, suele haber una especie de período de gestación, una espera, transcurre un tiempo. Ahora bien, en el caso del hiyab, la rapidez tan poco habitual de la revelación no cuadra con el ritmo psicológico regular de las revelaciones y, sobre todo, con lo que conocemos del carácter del Profeta.

El Profeta era famoso por su increíble capacidad de dominarse. Nunca actuaba sin pensárselo bien, reflexionaba días enteros cuando estaba confrontado a un problema, y la gente estaba acostumbrada a esa lentitud de reflexión. Captar el problema y reflexionar sobre él antes de tomar ninguna decisión constituían los rasgos de carácter que le permitieron sobrevivir y comunicarse con una sociedad de costumbres violentas. La impresión dominante que se desprende de su retrato «oficial», tal y como aparece en los libros de historia, es la de un hombre dulce y tímido. El Profeta «era de estatura mediana, ni muy alto ni muy bajo. Tenía la tez de un blanco rosado; los ojos negros, los cabellos espesos, brillantes y bonitos. La barba le rodeaba todo el rostro y era abundante. Llevaba los cabellos largos hasta los hombros, eran morenos. Tenía el cuello blanco [ ... ] Era tanta la dulzura de su rostro que cuando uno estaba en su presencia no podía abandonarlo [ ... ]. Cualquiera que lo hubiera visto convenía en que nunca había conocido, ni antes ni después, un hombre que tuviera una forma de hablar tan encantadora». (4)

Paradójicamente, en una sociedad en la que, según Tabari, se recurría fácilmente al sable para arreglar los problemas, Muhámmad se distinguía por su capacidad de mitigar las tensiones y permanecer tranquilo. El Profeta era un hombre público, curtido en el arte de las relaciones, el arte de seducir, de convencer a individuos y muchedumbres de diversas procedencias. Estaba acostumbrado a soportar a hombres groseros y sin modales: por otra parte, nadie podía imponerse como una autoridad en la sociedad árabe si no tenía un dominio de sí mismo ejemplar, algo que, desde su más tierna edad, le valió al Profeta ser reconocido como hakam, árbitro en caso de conflicto. ¿Cómo explicar pues que un enfado tan sin importancia haya precipitado con semejante rapidez una decisión tan draconiana como el hiyab, que rompe el espacio musulmán en dos?

El contexto histórico puede ayudarnos a empezar a esclarecer el misterio. El año 5 de la hégira (627) no fue un año como los demás. Fue el año más desastroso para el Profeta en su condición de jefe militar de una secta monoteísta que intentaba imponerse en una Arabia politeísta y satisfecha de serlo.

Volvamos al momento en que Muhámmad, perseguido en su tierra, decide abandonar Meka para encontrar asilo entre las tribus de Medina. Una ciudad de sedentarios y agricultores, como Medina, no habría tomado la decisión de albergar en ella a un contestatario que declaraba la guerra a toda Arabia y a sus dioses, a Meka, temible y poderosa, si no esperara sacar provecho de ello.

Es preciso ver las cosas de forma realista: Muhámmad y el éxito de su empresa sólo estuvieron asegurados gracias a su preocupación constante por lo real y sus tensiones. Al huir de Meka, tras haber intentado sitiar el santuario, Muhámmad sabía que no podía triunfar si no era volviendo allí, y los mecanos también lo sabían y estaban dispuestos a impedírselo. Luego cualquiera que recibiera al Profeta y le diera hospitalidad se exponía a la guerra con una de las tribus más poderosas de Arabia, los Coraix y sus aliados, la propia tribu del Profeta cuyos intereses amenazaba.

El Profeta sabía que los medinenses esperaban de él que se impusiera militarmente en la región. Cosechar victorias en el campo de batalla era necesario para dar a los muhayirun (los inmigrantes de Meka) confianza en ellos mismos y demostrar a los medinenses que habían hecho una buena elección optando por el Islam. El año 5 fue el año del empantanamiento y el marasmo tras la derrota militar de Uhud, que tuvo lugar en el año 3 de la hégira (625). Año tanto más difícil cuanto que las tropas de Muhámmad habían cogido gusto a la victoria tras la batalla de Badr, que tuvo lugar en el año 2 (624).

En Badr, el número de musulmanes era ridículamente pequeño comparado con el de sus adversarios (sólo eran 314: 83 inmigrantes mecanos, y de sus aliados medinenses, los ansâr, 61 de la tribu de los Aws y 170 de la de los Jazrach. (5) Los mecanos eran «novecientos cincuenta; cien de ellos tenían caballos, y los demás montaban camellos». (6)

Cuando comenzó la batalla en tomo a la colina de Badr, «el Profeta, con Abu Bakr, entró en la cabaña, se arrodilló otra vez, lloró y suplicó diciendo: "¡Oh, Señor!, si esta tropa que está conmigo perece, ya no habrá nadie después de mí que te adore; todos los creyentes abandonarán la verdadera religión". Tenía las manos alzadas hacia el cielo mientras rezaba.» (7) Al-lâh envió entonces como refuerzo un ejército invisible de cinco mil ángeles. (8) Pero el Profeta no se contentó con rezar, se valió de una verdadera táctica militar: informaciones sobre el enemigo, estudio del terreno (especialmente la ocupación de un pozo estratégico), negociaciones con los hombres de la tropa, sueños proféticos y otras técnicas para hacer de un puñado de individuos el principio de un ejército de conquistadores. «El Profeta rezó un buen rato; después salió de la cabaña, y los musulmanes formaron en orden de batalla. El Profeta, con una vara en la mano, pasó por delante de las filas para alinearlos. Uno de los ansâr, llamado Sewad, hijo de Gaziyya, se salió un poco de la fila. El Profeta le dio un varazo en la tripa.» (9) Las pérdidas del enemigo fueron importantes: tan sólo murieron 14 musulmanes frente a 72 mecanos y otros tantos prisioneros. (10) Como la mayoría de estos últimos eran aristócratas, obligaron a sus parientes a pagar un rescate (para evitar ser reducidos a la esclavitud) que constituyó un fabuloso botín.

Desgraciadamente, el milagro de Badr no se reprodujo cuando los musulmanes debieron afrontar una enorme concentración de tropas mecanas en la batalla de Uhud, trece meses después. Uhud fue un desastre: los mecanos eran «tres mil hombres completamente armados, una parte, habitantes de Meka, y otra, árabes beduinos. Doscientos tenían caballos, el resto, camellos. Setecientos hombres llevaban corazas. Marcharon sobre Medina y, al llegar a las puertas de la ciudad, se detuvieron en una montaña cuya altitud es de una milla».'1 El Profeta se apresuró a salir a su encuentro para evitar que tomaran Medina. Salió a la cabeza de mil hombres. Sólo tenían un caballo, además del del Profeta. Cuando se sabe que el número de corazas y caballos garantizaba entonces la suerte del vencedor, puede comprenderse que el triunfo de los mecanos fuera rápido: «El Profeta, en pie, vio cómo huían hacia Medina los musulmanes. Fue hasta una colina de arena con unos compañeros y gritó: "¡Amigos míos, estoy aquí, yo, el Profeta de Al-lâh!' Pero aquellos, aun escuchando su voz, no volvieron atrás.» (12) La descripción de la batalla y, sobre todo, las razones de la derrota, especialmente el hecho de que a algunos musulmanes les interesaba más el pillaje que la guerra santa, ocupan páginas y páginas de los volúmenes de historia. (13) Lo más duro fue el regreso a Medina: las pérdidas musulmanas se elevaban a 70 hombres. «No había una sola casa en Medina que no estuviera de luto. Cuando el Profeta entró en la ciudad, escuchó lamentos a la puerta de la mezquita. Preguntó qué significaban. Le respondieron que eran las mujeres de los ansâr que lloraban a los muertos de Uhud.» (14)

El año 5 de la hégira, el año del descenso del hiyab, fue, pues, particularmente desastroso. Desde Uhud, el Profeta no había cesado de organizar expediciones para mantener vivos el deseo de vencer y el recuerdo de Badr, pero no llegaba a realizar su sueño: vencer a los mecanos para hacerse militarmente creíble a los ojos de sus discípulos, de los medinenses y quizá de todos los demás árabes. Peor todavía, éstos, bajo el mando de los mecanos, acababan de asediarlo ese mismo año en la propia Medina. La aleya del hiyab forma parte de la azora 33, al‑Ahzab, literalmente la «coalición de clanes», de facciones. Esta azora describe, entre otras cosas, el sitio de Medina, conocido como la batalla de Junduk, la batalla de la Fosa, pues Muhámmad mandó que cavaran una alrededor de la ciudad para protegerla.

El Islam vivía un momento de crisis militar grave, de la que no salió hasta la primavera del año 8 (630), cuando el Profeta cosechó una victoria decisiva sobre los mecanos, después de la cual conquistó Meka y toda Arabia. El incidente que tuvo lugar durante la noche de bodas del Profeta y Zaynab debe ser situado en su contexto, época de dudas y de derrotas militares que minan la moral de los habitantes de Medina.

Los fundadores de la ciencia religiosa consideran la aleya 53 de la azora 33 como la base de la institución del hiyab. Los libros del fiqh siguen dedicando un capítulo al «descenso del hiyab». Esta aleya no es la única relativa a ese acontecimiento, pero fue la primera de una serie que condujo de hecho a la escisión del espacio musulmán. Una atenta relectura de esta aleya nos revela que las preocupaciones de Al-lâh en ella son del orden de la discreción: conminar a los discípulos a tener maneras corteses de las que parecen carecer, como el hecho de entrar en una estancia sin pedir permiso.

Más allá de las normas de educación, la última parte de la aleya abordaba otro tema, la decisión de Al-lâh de prohibir a los musulmanes casarse con las mujeres del Profeta después de su muerte. La aleya del hiyab termina así: «No debéis hacer daño (tu’du) al Enviado de Al-lâh, casándoos, después de su muerte, con sus esposas. No lo hagáis nunca, un acto semejante sería una enormidad con Al-lâh.»

Tabari, que explica el Corán frase a frase, aborda de manera separada esta última parte. El Profeta estaba amenazado por hombres que, estando él en vida, afirmaban su deseo de casarse con sus mujeres tras su muerte. ¿Cómo era eso posible? La crisis de la sociedad debía de ser muy profunda para que una agresión semejante, bien es cierto que verbal, pero peligrosa simbólicamente, pudiera pronunciarse. Más allá del incidente de la mala educación de los invitados el día de la boda con Zaynab, parece que el hiyab vino a poner orden en una situación muy confusa y embrollada. El hiyab sería el desenlace de un entramado de conflictos y tensiones. Ahora bien, una lectura rápida del texto coránico, como la del testimonio de Anas que Tabari reproduce, da la impresión contraria, de ahí la siguiente cuestión metodológica: ¿debemos limitar nuestra investigación de esa aleya a la noche de bodas de Zaynab o, por el contrario, el Islam nos capacita para buscar las causas en otra parte, en el contexto histórico, por ejemplo? Aparentemente, la tradición científica inaugurada por los alfaquíes nos anima a llevar la investigación tan lejos como sea posible. Suyuti, por ejemplo, autor de un libro sobre Asab an‑Nuzul (Las causas de las revelaciones) nos dice: «Es imposible entender una aleya sin conocer la qisa (la historia) y las causas que condujeron a su revelación.» (15) Y añade que «suele ocurrir que los mufasirun (comentaristas, los que explican el Corán) expongan varias causas (asbab) para una misma aleya.» (16) A pesar de la abundancia de comentarios e interpretaciones del texto coránico, no puede encontrarse en ninguna parte (que yo sepa) una síntesis que se proponga integrar el conjunto de causas relativas a una misma aleya en su encadenamiento cronológico, por una parte, y el análisis de su impacto psicológico y social, por otra. As‑Suyuti, que se propone explicar las causas de la revelación, y Tabari, que quiere explicar la aleya y pretende hacer un trabajo más global, se contentan con hacer una crónica de los acontecimientos. El libro de as‑Suyuti sobre las causas es un resumen en unos cientos de páginas del enorme Tafsir de Tabari, que consta de treinta volúmenes, pues este último añade a la identificación de las circunstancias de la revelación, el análisis lingüístico de cada término, los matices y los debates de los expertos en lo que se refiere a la interpretación y la propia conclusión de Tabari. Pero, de síntesis, nada. Ahora bien, sin una síntesis, no podemos captar en la actualidad toda la complejidad de los acontecimientos; de ahí la necesidad de examinar toda la información de la que disponemos y, especialmente, la dimensión lingüística del término hiyab.

El concepto de hiyab es tridimensional, y las tres dimensiones coinciden muy a menudo. La primera es visual: sustraer a la mirada. La raíz del verbo hayaba quiere decir «esconder». La segunda es espacial: separar, marcar una frontera, establecer un umbral. Y, por último, la tercera es ética: incumbe al dominio de lo prohibido. A ese nivel, no se trata ya de categorías palpables, que existen en la realidad de los sentidos, como lo visual o lo espacial, sino de una realidad abstracta, del orden de las ideas. Un espacio oculto por un hiyab es un espacio prohibido. El diccionario Lisân al‑‘arab (La lengua de los árabes) tampoco nos es de gran ayuda. Nos explica que hayaba quiere decir «ocultar con un sitr». Y el sitr en árabe, quiere decir literalmente una «cortina». Luego una operación que divide el espacio en dos y sustrae una parte a la mirada. El diccionario añade que algunos sinónimos del verbo ocultar están formados a partir de las palabras sitr y hiyab. Satara y hayaba significan ambos «ocultar». Quien tiene la paciencia de seguir al autor de este diccionario, a través de los ejemplos que se toma el cuidado de mencionar, llega a decantar gradualmente y a enriquecer esa noción fundamental.

El depositario de la llave de la Kaaba, la tumba santa, posee el privilegio de la hiyaba: «Los Banu Kusai —explica— decían que tenían la hiyaba de la Kaaba, es decir que eran los responsables de su protección y que tenían las llaves». Cita también el «hiyab del príncipe» el hombre más poderoso de la comunidad musulmana recurría al velo para sustraerse a las miradas de los que lo rodeaban, ¡tradición que escandalizaría si se aplicara a los actuales jefes de Estado árabes! El hiyab es, además, la cortina detrás de la que se ponían los califas y los reyes para sustraerse a las miradas de sus familiares, nos dice la enciclopedia del Islam: «Ese uso, parece que desconocido para los habitantes del Hiyaz, habría sido introducido en Islam, probablemente por influencia de la civilización sasánida, por los omeyas [ ... ]. Muawîya y sus sucesores estaban separados de sus familiares por una cortina, sitâra o sitr, pero se trata de una misma costumbre que, al evolucionar, terminó convirtiéndose en institucional.» (17) Esa costumbre, que nos parece tan rara hoy, se practicó desde Muawîya, el quinto califa. (18) Se introdujo a continuación en Andalucía, África del norte y Egipto, donde la dinastía fatimí (909‑1171) la elaboró hasta el punto de convertirla en un verdadero ceremonial. Con los fatimíes, la dimensión sagrada del califa había adquirido particular importancia: «El califa, considerado como la hipóstasis de la inteligencia activa del mundo, era casi objeto de culto. Por ello, debía sustraerse, en la medida de lo posible, a las miradas de sus fieles, que de este modo quedaban protegidos del resplandor de su rostro.» (19)

No se puede explorar el sentido de la palabra hiyab sin mencionar el uso que de ella hacen los sufíes, y que nada tiene que ver con la cortina. Con ellos, accedemos a los horizontes ilimitados de las aspiraciones espirituales que los musulmanes deben ambicionar y donde el hiyab es un fenómeno esencialmente negativo, una perturbación, una incapacidad. «En sufismo, se denomina mahyub (velado) a aquél cuya consciencia está determinada por la pasión sensual o mental y que, en consecuencia, no percibe la luz divina en el corazón. Según esa expresión, es el hombre el que está cubierto por un velo, o una cortina, y no Al-lâh.» (20) En la terminología sufí, el mahyub es el que está trabado en su realidad primordial, incapaz de experimentar estados elevados de consciencia. La persona no iniciada en la disciplina sufí no sabe cómo explorar sus capacidades inauditas de percepciones múltiples, que se puede, a fuerza de entrenamiento y disciplina, extraer de lo material y dirigir hacia las alturas, hacia el cielo, hacia lo divino.

Para al‑Hallaj, lo que permite ir más allá del hiyab que encarcela nuestra conciencia es la búsqueda constante de Al-lâh: «Las criaturas se extravían en una noche tenebrosa buscándoTe, y sólo perciben alusiones.» (21) Lo opuesto al hiyab, entre los místicos, es el kashf el descubrimiento. (22)

Vemos, pues, que el concepto de hiyab es uno de los conceptos claves de la civilización musulmana, como el del pecado lo es para la civilización cristiana, o el del crédito para la América capitalista. Reducir o asimilar ese concepto a un pedazo de tela que los hombres han impuesto a las mujeres para ocultarlas cuando caminan por la calle, es empobrecerlo, por no decir vaciarlo de su sentido, sobre todo cuando sabemos que el hiyab, según la aleya coránica y la citada explicación de Tabari, «descendió» del cielo para separar el espacio entre dos hombres.

Quedémonos con que el hiyab puede expresar una dimensión espacial, delimita un umbral entre dos dominios distintos, que puede ocultar el poderío o el poder, como en el caso del hiyab al‑amir (hiyab del príncipe), pero que puede expresar la noción contraria, como el hiyab sufí, que impide el conocimiento de lo divino, y, en este caso, el velado es un individuo disminuido. Luego si el hiyab que separa del príncipe hay que respetarlo, el que separa de Al-lâh ha de ser destruido.

Para completar, habría que señalar el uso anatómico de la palabra hiyab, que designa un límite y una protección al mismo tiempo. La ceja, nos dice Lisân al‑‘arab, es un ejemplo que combina esas dos nociones: «al‑hayiban (cejas) son los dos huesos situados por encima de los ojos, con sus músculos y sus pelos [ ... ], se llaman así porque protegen el ojo de los rayos solares.» Todo lo que separa y protege es un hiyab, de ahí su uso común en anatomía, el diafragma es un hiyab al‑yawf (hiyab del estómago), y el himen, hiyab al‑bukuriyya (hiyab de la virginidad).

Cuando abandonamos el dominio lingüístico para volver al texto coránico, descubrimos un hiyab negativo, similar a la noción sufí, la de obstáculo que nos impide ver a Al-lâh: «En el Corán, que lo utiliza siete veces solamente, se encuentran informaciones preciosas sobre el sentido real y metafórico del término (hiyab) máxime cuando, en cierta medida, nos aclaran sobre su evolución. De una manera general, designa una separación: es el velo o la cortina detrás de la que María se mantenía apartada de los suyos (azora 19, aleya 17); es el aislamiento (después, el gineceo) impuesto al principio sólo a las mujeres del Profeta (azora 33, aleya 53, cf. 33, aleya 32) siguiendo, al parecer, el consejo de ‘Umar. El día del Juicio Final, los elegidos serán apartados de los condenados por un hiyab (7, 46), una muralla, glosan los exegetas que dan esta interpretación del Corán (46, 13): «Sólo le es dado al hombre que Al-lâh le hable por la revelación o detrás de un hiyab» (42, 5 l), aparentemente destinado a proteger al elegido del resplandor del rostro divino.

Este último sentido del hiyab, velo que ocultaría a Al-lâh de los hombres, a veces toma en el Corán un valor eminentemente negativo, cuando describe la incapacidad de ciertos individuos de ver a Al-lâh. Es el caso de la aleya 5 de la azora 4 1, en la que, según Tabari, el velo del que trata expresa las dificultades que tenían los Coraix, de tradición politeísta, en captar el mensaje monoteísta de Muhámmad:
Dicen [los politeístas]: «Nuestros corazones están bajo envolturas (akinnatin) que nos impiden comprender el verso con el que nos llamas. Y nuestros oídos sufren de un mal que les impide escuchar, Entre vosotros y nosotros hay un hiyab.» (23)

En esta aleya, el hiyab es una disminución de la inteligencia humana. Además, el título de la azora (Fusilat) es precisamente «Las aleyas expuestas con claridad.» (24) Hiyab es aquí sinónimo de akinnatin, que es «un envoltorio como el que protege al arco.» (25) Y Tabari añade que el sentido de hiyab en esta aleya «quiere decir una diferencia conflictiva de religión.» (26) pues los Coraix que se oponían al Profeta practicaban el culto de los ídolos, mientras que el Profeta los exhortaba a adorar al Al-lâh único: «El hiyab que reivindican [los politeístas] que existe entre ellos y el Profeta de Al-lâh, en realidad son sus opciones conflictivas en materia religiosa.» (27) El que está cegado por el hiyab es, sobre todo, el politeísta. Para algunos teólogos, como es el caso de an‑Nisaburi, el hiyab es un castigo: «Entre las invocaciones que recitaba as‑Siriy as‑Siqte, podemos señalar la siguiente: "Al-lâh, si has de torturarme con algo, no me tortures con la humillación del hiyab".» (28) Es curioso observar la evolución reciente de este concepto que, en sus comienzos, tenía una connotación tan fuertemente negativa en el Corán: señal del que está maldito, excluido del privilegio y de las gracias espirituales a los que el musulmán puede acceder, y que en la actualidad se reivindica como símbolo de la identidad musulmana y maná para la mujer musulmana.

Numerosas reediciones de libros relacionados con la mujer, el Islam y el velo han sido emprendidas por autoridades religiosas «preocupadas por el futuro del Islam» y cuyo objetivo, explican en sus introducciones, es «salvar la sociedad musulmana del peligro que representa el cambio». En una época en que el libro árabe vive una grave crisis, debido entre otras causas a la guerra del Líbano (gran centro tradicional de la industria editorial), y en que los precios suben vertiginosamente de un mes a otro, sorprende ver que esas reediciones suelen ser lujosas (¡tapas doradas!) y que circulan a precios sorprendentemente bajos: por 58 dirham (unos 40 francos franceses) se puede comprar la nueva edición de 1981 del Kitáb ahkán an‑nisá' (Disposiciones legales relativas a las mujeres), de b. al‑Yawzi, (29) un autor muy conservador del siglo XIII (muerto en el año 589 de la hégira). Con b. al‑Yawzi, la dimensión carcelaria del hiyab alcanza el delirio. La simple lectura de algunos títulos de capítulos dan el tono:
Capítulo 26, «Desaconsejar a las mujeres que salgan»;
Capítulo 27, «Las ventajas de la mujer que opta por el hogar»;
Capítulo 31, «Argumento para probar que es mejor para la mujer no ver a los hombres».

Evidentemente, la participación de la mujer en la oración colectiva se convierte en un acto clandestino. Cita un extraño al-hadiz en que las mujeres del Profeta se infiltraban en plena noche en la mezquita, rezaban en ella completamente tapadas con sus velos y la abandonaban a toda prisa antes del amanecer. (30) En cuanto al derecho a peregrinar a Meka, Ibn al‑Yawzi comienza ese capítulo exponiendo las condiciones requeridas para que una mujer pueda emprender ese viaje: que sea libre (luego la mujer esclava queda privada automáticamente del hajj), que haya sobrepasado la edad de la pubertad y que sea capaz de razonar (‘aqila). Es preciso también que sea bastante rica (para poderse costear el viaje) y, en fin, que la acompañe un hombre que le esté vedado por la ley del incesto (Muhrim). Y añade que, en cualquier caso, la mujer no puede viajar más de tres días si no va acompañada por su padre, su marido o su hijo. (31) Portavoz del Madhab, representante más conservador, más ascético y más rígido de las cuatro escuelas del Islam sunní, Ibn al‑Yawzi expone las mutilaciones físicas que se imponen a las mujeres, como la escisión, que no tiene nada que ver con el Islam y que era totalmente desconocida en la Arabia de Muhámmad del siglo VII. El capítulo 6 se titula «La circuncisión de las mujeres» (32), y el 67 otorga al marido «el derecho a pegar a su mujer.» (33)

La reedición del libro de Ibn al‑Yawzi no es un hecho aislado, forma parte de una auténtica campaña de los medios de comunicación. Desde 1983, se ha difundido la primera edición, procedente esta vez de El Cairo, de las fatwas relativas a las mujeres, del jeque Ibn Taymiyya (autor del siglo XV), extracto de su monumental Machmu al‑fatawi al‑kubra (Recopilación de las grandes fatwas; las fatwas son pareceres de grandes autoridades religiosas sobre un tema dado). Los que estuvieron al cargo de la edición extractaron todo lo que concierne a las mujeres de esos 35 volúmenes de fatwas, decisiones de naturaleza jurídico‑religiosa relativas a toda clase de problemas. Su objetivo es «ayudarnos» a todas las mujeres musulmanas poniendo a nuestra disposición todas las fatwas en un solo volumen fácil de manejar, para permitirnos «combatir a los que hablan en la actualidad de la libertad de las mujeres.» (34) El deseo de ocultar el cuerpo femenino aparece en esta obra como obsesión: un capítulo detalla «la necesidad de velar el rostro y las manos durante la oración» (p. 33 y siguientes), otro se pregunta: «¿La oración de la mujer se invalida si sus cabellos se descubren?» (p. 35). En fin, otro capítulo plantea un dilema económico que parece haber torturado a nuestro jeque: «¿Una mujer que posee 1000 dirham debe usarlos para la peregrinación a Meka o para el ajuar de su hija?» (p. 89) Por supuesto, en el capítulo 4 nos volvemos a encontrar con «La circuncisión de la mujer», ¡que no tiene nada que ver con el Islam ni con la cultura árabe!

Pero el súmmum en el mercado del «libro femenino» sigue siendo la nueva edición (1980) del libro del alfaquí de origen indio Mohámmed Ciddik Hasan Jan al-Qannuyi, Husn al‑uswa, que supera en misoginia a todos los demás. (35) Por 60 dirham (más o menos 50 francos franceses) se puede leer todo sobre «El gran apetito sexual de las mujeres» (p. 52) y también que la mujer «no está obligada a ir a la mezquita o a la oración pública del viernes» (p. 345). Se puede leer con detalle «todo lo que nos refirieron sobre la incapacidad de la mujer para razonar y su incapacidad para la religión» (p. 365), y, por supuesto, nos enseña todo lo que sabe sobre «El número de mujeres que componen la población del infierno» (p. 33l).

Ese salto en la historia, desde la institución del hiyab a su interpretación a lo largo de los siglos, fascina en las postrimerías del siglo XX a una población musulmana en busca de su identidad a través de una producción editorial que resalta la clausura y el encierro de la mujer como fundamento del Islam. Es preciso retener esta doble perspectiva si se quiere comprender lo que significaba el hiyab en el año 5 de la hégira, cuáles eran las disyuntivas que representaba, y cuáles las actuales.

El «descenso del hiyab», desde el principio, es doble, comprendiendo un nivel concreto: el Profeta corre una cortina palpable entre él y Anas b. Málik, y un nivel abstracto: el descenso de la aleya, del cielo hacia la tierra, de Al-lâh al Profeta que la recitó. El Profeta corre una cortina real entre él y el único extraño que se encuentra todavía con él en su hogar tras la salida de los invitados y, al mismo tiempo, recita la aleya que en ese momento le inspira Al-lâh.

En una de las versiones de Bujari, Anas nos dice: «Cuando la gente se fue, el Profeta volvió a la alcoba [de la novia], entró y corrió una cortina (arja as‑sitr).» Y añade, importante detalle: «Aún seguía con él en el cuarto, cuando se puso a recitar: "¡Creyentes, no entréis en los aposentos del Profeta, a menos que os autorice a ello para una comida..."» (36) En la descripción de Bujari, como en la de Tabari, el hiyab es una división del espacio en dos zonas que aíslan a ambos hombres en presencia, el Profeta de un lado, y Anas, el testigo que nos describe el acontecimiento, de otro. Esta dimensión del hiyab de delimitar zonas es patente en algunas versiones en que se dice que «el Profeta golpeó (daraba) un sitr entre él y Anas, y el hiyab descendió», (37) refiriéndose con sitr a la cortina física, y con hiyab, a la aleya coránica. Hay que señalar que, en las traducciones francesas del Corán aquí utilizadas, de Denise Mason y de Régis Blachére, el concepto de hiyab se reduce al velo, elemento del atuendo; la dimensión espacial, la de sitr, la cortina, no se expresa.

Un incidente relativamente de poca importancia (unos invitados se retrasan más de lo debido después del banquete de bodas) provoca una respuesta tan fundamental como la escisión del espacio musulmán en dos universos, el universo del adentro (hogar) y el universo del afuera (el espacio público). No deja de sorprender la desproporción entre el incidente y la respuesta, el Profeta habría podido sencillamente pedir a la gente que no entrara en su casa sin permiso. Era amado y respetado suficientemente como para ser obedecido. La aleya, como las explicaciones que se nos ofrecen, hace suponer que la gente entraba en casa del Profeta sin guardar las formas. Deja suponer también que la casa del Profeta era fácilmente accesible a la comunidad y que, además, no había ninguna separación entre su vida privada y su vida pública, entre el espacio privado (la vivienda del Profeta y las estancias de sus mujeres) y el espacio público (la mezquita, el lugar de la oración y de reunión de la comunidad ... ).

Así pues, se deduce, si reunimos todos los elementos un poco dispersos de este capítulo, que, durante un período agitado en los comienzos del Islam, el Profeta profiere una aleya bastante excepcional y determinante para la religión musulmana, que introduce una ruptura en el espacio, que puede comprenderse como una separación de lo público y lo privado, o bien, de lo profano y lo sagrado, pero que va a orientarse hacia una segregación de los sexos: ese velo que desciende del cielo va a cubrir a la mujer y separarla del hombre, del Profeta y, por tanto, de Al-lâh. Una vez aclarado estos aspectos (la realidad lingüística, social, histórica y religiosa del hiyab), ¿no habría que preguntarse cómo vivía el Profeta, que relaciones mantenía con sus discípulos, sus mujeres y sus conciudadanos, y en qué lugares, y por qué sintió la necesidad de protegerse como algo absoluto y radical?

Notas Capítulo V
(1) Todos los autores están de acuerdo sobre el año, pero el mes varía según el caso: b. Saad, at‑Tabaqat, vol. VIII, p. 174; Tabari, Tarij, vol. III, p. 42, en la traducción francesa de Zotenberg, realizada a partir del texto persa, dan el mismo año, pero un mes diferente de la fecha de la aleya del Hiyab, p. 221 y siguientes; b. Hisham, Sira, vol. III, p. 237.
(2) El Corán, p. 4 azora 33, aleya 53, traducción de la autora. Las de Régis Blachére y Denise Masson dejan en la oscuridad la dimensión espacial del hiyab que expresa la palabra sitr, al utilizar la palabra «velo» para traducir tanto hiyab como sitr.
(3) Tabari, Tafsir vol. XXII, p. 26.
(4) Tabari, Tarij, trad. Zotenberg, p. 337.
(5) Hisham, Sira, op. cit., vol. XI, p. 364.
(6) Tabari, Mohammed..., op. cit., p. 150.
(7) ídem, p. 156.
(8) B. Hisham, Sira, op. cit., vol. II, p. 285.
(9) Tabari, Mohammed... op. cit., p. 154.
(10) Hisham, Sira, op. cit., vol. II, p. 372.
(11) Tabari, Mohammed... op. cit., p. 191.
(12) ídem., p. 201.
(13) Hisham, Sira, op. cit., vol. III, pp 64‑112.
(14) Tabari, Mohanimed, op. cit., p. 209.
(15) As‑Suyuti, Lubab al uqul fi asbab an‑nuzul, Dar Alhya al‑Uhm, Beirut, 4ª ed., 1983, p. 13.
(16) idem, p. 15.
(17) Enciclopedia del Islam, artículo «Hiyab».
(18) No hay un quinto califa en la ortodoxia musulmana. Sólo hay cuatro: Abu Bakr, ‘Umar, Uzman y Ali. Muawîya, que tomó el poder utilizando un método considerado inadmisible, un arbitraje trucado, constituye una ruptura en la cadena de transmisión del poder. Así pues, utilizo la cifra cinco exclusivamente con un fin didáctico, para ayudar al lector a situarse.
(19) Enciclopedia del Islam, ibídem.
(20) Titus Burkhardt, Introduction aux doctrines ésotériques de l’Islam, Dervy‑Livres, París, 1969.
(21) Al‑Hallaj, Diwan, trad. Massignon, éd. du Seuil, París, 1981.
(22) Ad‑Darqaui, Leures d'un maitre sufi, trad. de Titus Burkhardt, Arché, Milán, 1978.
(23) Enciclopedia del Islam, ibídem.
(24) El Corán, trad. de Masson, p. 631.
(25) Tabari, Tafsir op. cit., vol. XXIV, p. 91.
(26) ídem, p. 92.
(27) Ibídem.
(28) An‑Nisaburi, Tafsir garaib al‑Quran wa ragaib al‑furqan, publicado como complemento del Tafsir al‑Quran de Tabari, en la edición de Dar al‑Ma’rifa, vol. XXII, p. 18, Beirut, 2ª ed. 1972.
(29) Kitab ahkam an‑nisá’, al‑Maktaba al‑Asriya, Beirut, 1980.
(30) Ídem, p. 200.
(31) íd., p. 251.
(32) id., p. 144.
(33) id., p. 330.
(34) B. Taymiyya, Falawi an‑nisá’, Maktabat al‑Irfan, El Cairo, 1ª ed., 1983, p. 5. El autor murió en el 728 de la hégira.
(35) Mohámmed Ciddiq Hasan Jan, Husn al‑uswa bima tabata mina al‑lahifi an‑niswa, Muasasat ar‑Risala, Beirut, ed. 1981. El autor murió en el 1307 de la hégira, es decir, a finales del siglo XIX o principios del siglo XX.
(36) Bujari, Sahih, op. cit., vol. m, p. 254. La aleya citada es la 53 de la azora 33 que encabeza el capítulo.
(37) Íbidem., b. Saad, at-Tabaqat, vol. VIII, p. 173.


Autora: Fátima Mernissi, doctora en Sociología y profesora universitaria en el Institut Universitaire de Recherche Scientifique de la Universidad Mohamed V de Rabat.
Capítulo V de su libro El harén político.
Fuente: WebIslam
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