El Asno Roñoso de la Cola Cortada / Mangy Ass with the lopped-off tail

Sobre la Música y la Danza

Como Ayudas a la Vida Religiosa

El corazón del hombre ha sido constituido de tal manera por el Todopoderoso que, como el pedernal, tiene un fuego escondido que es despertado por la música y la armonía dejando al hombre postrado en éxtasis. Estas armonías son ecos de aquel mundo superior de belleza al que llamamos el mundo del espíritu; le recuerdan al hombre su relación con aquel mundo, y producen en él una emoción tan profunda y extraña que él mismo se ve incapacitado para explicarla. El efecto de la música y la danza es tanto más profundo cuanto más simples y propensas a la emoción son las naturalezas sobre las que actúan. Avivan la llama de cualquier clase de amor que se encuentre adormecido en el corazón, ya sea terrenal y sensual o divino y espiritual.

Por ello ha habido grandes discusiones entre los teólogos acerca de la legitimidad de la música y la danza consideradas como ejercicios religiosos. Hay una secta llamada de los zahiritas1, que, pretendiendo que Dios es totalmente inconmensurable, niegan la posibilidad de que el hombre pueda sentir de verdad amor por Dios, afirmando que sólo puede amar a aquellos de su propia especie. Si de hecho, siente lo que él considera que es amor por su Creador, dicen que es una simple proyección o una sombra arrojada por su propia fantasía, o un reflejo del amor hacia otra criatura; la música y la danza, según ellos, sólo tienen que ver con el amor por otra criatura, y son por lo tanto ilegítimas como ejercicio religioso. Si les preguntamos cuál es el significado de ese amor por Dios que prescribe la ley religiosa, contestan que significa obediencia y adoración. Este es un error que esperamos refutar en un capítulo posterior en el que hablaremos del amor de Dios. De momento nos contentaremos con decir que la música y la danza no ponen en el corazón nada que no estuviera previamente en él, sino que simplemente avivan la llama de las emociones dormidas.

Por lo tanto, si uno tiene en su corazón aquel amor por Dios que la ley prescribe, es perfectamente lícito e incluso loable para él tomar parte en ejercicios que lo promuevan. Por otra parte, si su corazón está lleno de deseos sensuales, la música y la danza no harán sino incrementarlos, por lo que serán ilícitos para él. Mientras que si los escucha sólo por diversión no serán ni lícitos ni ilícitos, sino indiferentes, puesto que el solo hecho de que sean agradables no los convierte en ilícitos, lo mismo que el placer de escuchar el canto de los pájaros o mirar el verdor de la hierba y el correr del agua no son ilícitos. El carácter inocente de la música y la danza, consideradas como simples pasatiempos, se ve corroborado por una tradición auténtica que nos viene desde Ayesha2, que relata: “Un día de fiesta había unos negros actuando en una mezquita. El Profeta me dijo: ‘¿Quieres verlos?’ Contesté: ‘Si’. Por tanto me levantó con su santa mano y estuve mirando durante tanto rato que más de una vez me dijo: ‘¿No has tenido bastante?’.” Otra tradición que nos viene de Ayesha es la siguiente: “Un día de fiesta dos niñas vinieron a mi casa y empezaron a tocar instrumentos y a cantar. El Profeta entró y se tumbó en un lecho volviendo la cara. Entonces entró Abu Bakr3 y al ver a las niñas tocando exclamó: ‘¡Qué es esto, la flauta de Satanás en la casa del Profeta!’. A lo que el Profeta se volvió y dijo: ‘Déjalas en paz, Abu Bakr, que hoy es un día de fiesta’.”

Dejando a un lado los casos en los que la música y la danza avivan la llama de deseos malignos que ya estaban adormecidos en el corazón, llegamos a aquellos casos que son sensiblemente lícitos. Tal es el caso de los peregrinos que alaban con canciones las glorias de la casa de Dios en la Meca, y así incitan a otros a seguir en su peregrinaje; o el de los ministriles cuya música y canciones despiertan el ardor marcial en el pecho de quien les escucha, incitándole a luchar contra los infieles. Análogamente, la música de duelo, que despierta la tristeza por el pecado y por el fracaso en la vida religiosa, es lícita; la música de David era de ese tipo. Pero los cantos fúnebres que aumentan la tristeza por los muertos no son lícitos, pues está escrito en el Corán: “No os lamentéis por lo que habéis perdido”. Por otro lado, la música alegre en las bodas, fiestas y otras ocasiones parecidas, como una circuncisión o el regreso de un viaje, es legítima.

Llegamos así al uso puramente religioso de la música y la danza: como es el caso de los sufíes, quienes de esta manera despiertan en su interior un amor aún mayor hacia Dios y por medio de la música a menudo obtienen visiones espirituales y éxtasis. Su corazón en esta situación se vuelve tan limpio como la plata en la llama de un horno, y alcanza un grado de pureza que nunca podría obtener por la mera austeridad externa. El sufí se vuelve entonces tan agudamente consciente de su relación con el mundo espiritual que pierde toda conciencia de este mundo y a menudo cae sin sentido.

Sin embargo, no es lícito para el aspirante al sufismo tomar parte en esta danza mística sin permiso de su Pir o director espiritual. Se cuenta del Jeque Abu’l Qasim Girgani que, cuando uno de sus discípulos le pidió permiso para tomar parte en una de estas danzas, dijo: “Haz un ayuno estricto durante tres días; a continuación pide que te cocinen platos tentadores; si entonces todavía prefieres la danza puedes tomar parte en ella”. Sin embargo, al discípulo cuyo corazón no se encuentre absolutamente purgado de deseos mundanos, aunque pudiera conseguir una leve visión del camino de los místicos, su director debería prohibirle tomar parte en tales danzas, ya que le harían más daño que bien.

Aquellos que niegan la realidad de los éxtasis y otras experiencias espirituales de los sufíes no hacen sino poner al descubierto su propia mezquindad y necedad. Sin embargo, debemos concederles una cierta indulgencia, puesto que es difícil creer en la realidad de estados de los cuales uno no tiene experiencia personal, lo mismo que para un ciego es difícil comprender el placer de contemplar el verdor de la yerba y el correr del agua, o para un niño comprender el placer de ejercer la soberanía.

Un hombre sabio, aunque él mismo no tenga experiencia directa de estos estados, no por ello negará su realidad, porque ¡qué mayor locura que la de aquel que niega la realidad de algo sólo porque no lo ha experimentado él mismo! De esta gente está escrito en el Corán: “Aquellos que carecen de guía dirán: ‘Esto es un fraude manifiesto’.”

En cuanto a la poesía erótica que se recita en las reuniones de sufíes, y a la que la gente a veces pone objeciones, debemos recordar que cuando en tales poesías se menciona la separación o la unión con el amado, el sufí, que es un iniciado en el amor de Dios, aplica tales expresiones a la separación o la unión con Él. Análogamente, los “rizos negros”, se interpretan como la oscuridad de la incredulidad “el resplandor del rostro”, como la luz de la fe, y la embriaguez, como el éxtasis del sufí. Tomemos por ejemplo el siguiente verso:

Podrás medir mil medidas de vino,
pero hasta que no lo bebas, no disfrutarás.

Con esto el autor quiere decir que los verdaderos deleites de la religión no se pueden alcanzar por medio de la instrucción formal, sino por una atracción y un deseo sentidos. Un hombre puede conversar mucho y escribir volúmenes acerca del amor, la fe, la piedad, etcétera, y emborronar cantidades ingentes de papel, pero hasta que él mismo no posea aquellos atributos, todo esto no le servirá de nada. Por lo tanto, aquellos que critican a los sufíes por sentirse fuertemente conmovidos —incluso hasta el éxtasis— por estos versos y otros parecidos, no son más que superficiales y poco caritativos. Incluso los camellos se sienten a veces tan fuertemente motivados por los cantos árabes de sus conductores que son capaces de correr a gran velocidad, llevando cargas pesadas, hasta caer totalmente exhaustos.

Sin embargo, quien escucha a los sufíes corre peligro de blasfemar si aplica a Dios alguno de los versos que oye. Por ejemplo, si escucha un verso como: “Has cambiado de tu afecto anterior”, no debe aplicarlo a Dios, que no puede cambiar, sino a sí mismo y a sus propios cambios de humor. Dios es como el sol, que brilla constantemente, aunque a veces su luz nos la eclipsa algún objeto que se interpone entre nosotros y Él.

Se dice de algunos adeptos que llegan a alcanzar tal grado de éxtasis que se pierden en Dios. Tal fue el caso del Jeque Abu’l Hassan Nuri, el cual, al oír un determinado verso cayó en estado de éxtasis y, al llegar a un campo lleno de tallos de cañas de azúcar recién cortadas, corrió por él hasta que sus pies quedaron heridos y sangrantes, y poco después expiraba. En tales casos hay quien supone que se produce un auténtico descenso de la deidad a la humanidad, pero esto sería un error tan grande como el de quien, al ver por primera vez su imagen reflejada en un espejo, supusiera que de una forma u otra se había incorporado al espejo, o que las coloraciones sonrosadas que se reflejaran fueran cualidades inherentes al propio espejo.

Los estados de éxtasis en los que caen los sufíes varían de acuerdo con las emociones que en ellos predominan: amor, miedo, deseo, arrepentimiento, etcétera. Estos estados, como ya hemos dicho antes, a menudo son el resultado de escuchar no sólo los versos del Corán, sino también poesía erótica. Hay quien pone objeciones a que se recite poesía, así como el Corán, en estas ocasiones; pero debemos recordar que no todos los versos del Corán se prestan a suscitar emociones: como por ejemplo aquel que ordena que un hombre debe dejar a su madre la sexta parte de su propiedad y a su hermana la mitad. O aquel otro que ordena que una viuda debe esperar hasta cuatro meses después de la muerte de su marido para desposarse con otro hombre. Las naturalezas que pueden ser llevadas al éxtasis religioso por el recitado de tales versos, son especialmente sensibles y muy poco comunes.

Otra razón para usar la poesía, así como el Corán, en estas ocasiones, es que la gente está tan familiarizada con el Corán —y hay muchos que incluso se lo saben de memoria— que su efecto queda empañado por la repetición constante. No se puede estar siempre citando nuevos versos del Corán, como se puede hacer con la poesía. Cuando en una ocasión unos árabes salvajes estaban escuchando el Corán por primera vez y se sentían fuertemente impresionados por él, Abu Bakr les dijo: “Una vez fuimos como vosotros, pero ahora nuestros corazones se han endurecido”, lo cual quiere decir que el Corán pierde parte de sus efectos sobre aquellos que están familiarizados con él. Por la misma razón el califa Omar solía ordenar a los que peregrinaban a la Meca que se marcharan rápidamente, “ya que —decía— temo que sí os acostumbráis a la ciudad Santa, el temor que os inspira abandone vuestros corazones”.

Por otra parte, hay algo de frívolo y superficial, al menos a los ojos de la gente corriente, en el uso del canto y de instrumentos musicales, como la flauta y el tambor, y no es apropiado a la majestad del Corán el que se asocie, aunque sea temporalmente, con tales cosas. Se cuenta del Profeta que en una ocasión, al entrar en casa de Tabia la hija de Muaz, unas jóvenes cantantes que había allí empezaron a improvisar canciones en su honor. Él las hizo callar bruscamente, ya que la alabanza del Profeta es un tema demasiado sagrado para ser tratado de tal manera. También existe el peligro, si se utilizan exclusivamente los versos del Corán, de que quienes los escuchan les den una interpretación personal, y eso es ilícito. Por otro lado no hay ningún mal en interpretar unos versos de formas diversas, ya que no es necesario aplicar a un poema el mismo significado que le dio su autor.

Otros aspectos de estas danzas místicas son las contorsiones corporales y el arrancarse las ropas que a veces las acompañan. Si éstas son resultado de un estado de auténtico éxtasis, no hay nada que decir contra ellas, pero si son conscientes y deliberadas por parte de aquellos que desean aparecer como ‘adeptos’, entonces no son más que simples actos de hipocresía. En cualquier caso, el adepto más perfecto es aquel que se controla hasta que se ve absolutamente obligado a dar rienda suelta a sus sentimientos. Se cuenta de un cierto joven, discípulo del jeque Junaid, que al oir comenzar los cánticos en una asamblea de sufíes, no pudo contenerse y empezó a gritar en éxtasis. Junaid le dijo: “Si vuelves a hacer eso no permanezcas en mi compañía”. A partir de entonces el joven solía contenerse en tales ocasiones, hasta que un día algo agitó sus emociones de tal manera que, tras una larga y violenta represión, lanzó un chillido y murió.

En conclusión: al celebrar estas asambleas hay que tener en consideración el momento y el lugar, y que no haya espectadores que vengan por razones indignas. Aquellos que participan en ellas deben sentarse en silencio, no mirarse unos a otros sino mantener sus cabezas agachadas, como rezando, y concentrar sus mentes en Dios. Cada uno debe estar atento a cualquier cosa que se le pueda revelar en su corazón, y no hacer ningún movimiento provocado por un impulso consciente. Pero si uno cualquiera se levanta en estado de auténtico éxtasis, los demás deben levantarse con él, y si cayera el turbante de uno de ellos, los demás deben quitarse los turbantes.
Aunque estas cuestiones son relativamente novedosas en el Islam y no nos han llegado a través de los primeros seguidores del Profeta, debemos recordar que no todas las novedades están prohibidas, sino sólo aquellas que contravienen la Ley. Por ejemplo, el Tarawith, u oración nocturna, fue instituido por el Califa Omar. El Profeta dijo: “Vive con cada hombre según sus costumbres e inclinaciones”, y por tanto es correcto acomodarse a los usos que dan gusto a la gente cuando lo contrario puede turbarles. Es cierto que los compañeros no tenían costumbre de levantarse cuando entraba el Profeta, ya que les disgustaba hacerlo; pero allí donde se ha convertido en costumbre, y abstenerse de hacerlo pueda molestar, es mejor acomodarse a ello. Los árabes tienen sus propias costumbres y los persas las suyas, y sólo Dios sabe cuales son mejores.

Notas:
1. Literalmente, Los de Fuera.
2. La esposa más joven de Muhámmad.
3. Que posteriormente sería el primer califa.
Autor: Abu Hamid Al Gazzali 
Fuente: WebIslam

 

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