El Asno Roñoso de la Cola Cortada / Mangy Ass with the lopped-off tail

El hiyab, el velo

El hiyab, literalmente «cortina», «descendió» no para hacer de barrera entre un hombre y una mujer, sino entre dos hombres. El hiyab es un suceso datado al que corresponde la aleya 53 de la azora 33, que fue revelada durante el año 5 de la hégira (627). (1)

¡Creyentes! No entréis en los aposentos del Profeta a menos que se os autorice a ello para una comida. Y en ese caso, no entréis hasta que la comida esté preparada para ser servida. Cuando se os llame, entrad, pero retiraros en cuanto hayáis terminado de comer, no os demoréis charlando como si fuerais de la familia.
Semejante abandono hace daño (yu’di) al Profeta, que tiene vergüenza de decíroslo. Al-lâh, en cambio, no se avergüenza de la verdad. Cuando vengáis a solicitar alguna cosa [a las esposas del Profeta], hacedlo detrás de un hiyab. Es más puro para vuestro corazón y para el suyo. (2)

Los alfaquíes utilizan la expresión «el descenso del hiyab» que, de hecho, recubre dos acontecimientos simultáneos, que suceden en dos registros totalmente diferentes: por una parte, el descenso de la aleya coránica del cielo, es decir, la revelación hecha por Al-lâh al Profeta, operación que responde a un registro intelectual, y, por otra, el descenso del hiyab de tela, un hiyab material, una cortina que corre el Profeta entre él y el hombre que se encuentra en el umbral de su alcoba nupcial.

La aleya del hiyab «descendió» en la alcoba nupcial, para proteger su intimidad y excluir a una tercera persona, en este caso a Anas b. Málik, uno de los discípulos del Profeta. Anas fue excluido por el hiyab, en su calidad de testigo y símbolo de una comunidad que se había hecho demasiado cargante, y es el propio testigo el que cuenta el suceso. Cuando se conocen las repercusiones que tendrá ese gesto‑suceso sobre la vida de las mujeres musulmanas, se impone la descripción que de él hace Anas: el Profeta acaba de casarse, impaciente por estar con su nueva esposa, su prima Zaynab, no sabe cómo desembarazarse de un grupito de invitados poco delicados que se demora charlando. El velo sería una respuesta de Al-lâh a una comunidad de costumbres groseras que hería, por su falta de delicadeza, a un Profeta cuya cortesía frisaba la timidez; esa es por lo menos la interpretación de Tabari.

Anas b. Málik dijo: «El Profeta se había casado con Zaynab b. Jahsh. Me encargó que invitara a la gente al banquete de bodas. Así lo hice. Vino mucha gente. Entraban por grupos, unos tras otros. Comían y, luego, se marchaban. Dije al Profeta:
— Enviado de Al-lâh, he invitado a tanta gente, que ya no encuentro a nadie más a quien invitar.
En un momento dado, El Profeta dijo:
— ¡Que se acabe la comida!
Zaynab estaba sentada en un rincón de la habitación. Era una mujer de gran belleza. Todos los invitados se habían ido ya, salvo tres que se demoraban. Seguían allí conversando. Contrariado, el Profeta abandonó la habitación. Y se dirigió al aposento de Aixa. Al verla, la saludó:
— La paz sea contigo, habitante de la morada —le dijo.
— Y contigo, Profeta de Al-lâh —le respondió Aixa—, ¿qué le ha parecido su nueva compañera?
Así, dio una vuelta por los aposentos de sus esposas, que lo recibieron igual que Aixa. Finalmente, volvió sobre sus pasos y llegó a la habitación de Zaynab. Observó que aún no se habían ido los tres invitados. Seguían parloteando. El Profeta era un hombre extremadamente cortés y reservado. Volvió a salir al momento y de nuevo se dirigió al aposento de Aixa. Ya no recuerdo si fui yo u otro quien fue a advertirlo de que los tres individuos se habían decidido a marcharse por fin. En todo caso, volvió a la alcoba nupcial, introdujo un pie en la alcoba y el otro lo dejó fuera, y fue en esa postura como dejó caer un sitr (cortina) entre él y yo, y la aleya del hiyab descendió en ese momento.» (3)

En esta versión, Tabari utiliza dos conceptos que suelen confundirse: hiyab y sitr, que quiere decir literalmente «cortina». Retornemos los hechos más destacados de este testimonio:
1. Al tirar de la cortina, nos dice Anas, El Profeta pronunció lo que en la clasificación del texto coránico se convertirá en la aleya 53 de la azora 33, que para los expertos es "la aleya del hiyab". Se trata de las palabras que Anas escuchó murmurar al Profeta en el momento en que éste corría el sitr (cortina) entre ambos. Palabras que eran el mensaje inspirado por Al-lâh a su Profeta, en respuesta a una situación en la que, aparentemente, Muhámmad no sabía qué hacer ni cómo actuar. Recordemos que el Corán es un libro arraigado en la vida cotidiana del Profeta y de su comunidad; suele ser una respuesta a una situación dada.
2. El segundo hecho destacable es que el Profeta festejaba su boda con Zaynab b. Jahsh,
3. Invitó a casi toda la comunidad musulmana de Medina.
4. Todos participaron en el banquete de bodas y se fueron, salvo tres hombres descorteses que continuaban charlando sin preocuparse de la impaciencia del Profeta y su deseo de quedarse a solas con su nueva esposa.
5. El Profeta, enfadado, sale al patio, va de un lado a otro, vuelve a la alcoba y espera a que los retrasados decidan irse.
6. Al-lâh, en cuanto se van, le revela la aleya del hiyab.
7. Muhámmad corre un sitr entre él y Anas, mientras recita la aleya 53 de la azora 33 que pasaremos a detallar en breve.

Tabari, en su descripción de «el descenso del hiyab», no intenta darnos las razones del enfado del Profeta, famoso por su sangre fría y su infinita paciencia. Enfado que iba a precipitar la revelación de una decisión tan grave como instaurar el hiyab. Ya, en la propia coyuntura que condujo a la revelación del hiyab, se puede apreciar la rapidez del encadenamiento de los hechos: el enfado del Profeta y la reacción divina que se produjo casi al momento. Tendremos ocasión de estudiar varias aleyas y sus asbab an‑nuzul (las causas de la revelación); entre el momento en que se plantea el problema y aquél en que se revela la solución, suele haber una especie de período de gestación, una espera, transcurre un tiempo. Ahora bien, en el caso del hiyab, la rapidez tan poco habitual de la revelación no cuadra con el ritmo psicológico regular de las revelaciones y, sobre todo, con lo que conocemos del carácter del Profeta.

El Profeta era famoso por su increíble capacidad de dominarse. Nunca actuaba sin pensárselo bien, reflexionaba días enteros cuando estaba confrontado a un problema, y la gente estaba acostumbrada a esa lentitud de reflexión. Captar el problema y reflexionar sobre él antes de tomar ninguna decisión constituían los rasgos de carácter que le permitieron sobrevivir y comunicarse con una sociedad de costumbres violentas. La impresión dominante que se desprende de su retrato «oficial», tal y como aparece en los libros de historia, es la de un hombre dulce y tímido. El Profeta «era de estatura mediana, ni muy alto ni muy bajo. Tenía la tez de un blanco rosado; los ojos negros, los cabellos espesos, brillantes y bonitos. La barba le rodeaba todo el rostro y era abundante. Llevaba los cabellos largos hasta los hombros, eran morenos. Tenía el cuello blanco [ ... ] Era tanta la dulzura de su rostro que cuando uno estaba en su presencia no podía abandonarlo [ ... ]. Cualquiera que lo hubiera visto convenía en que nunca había conocido, ni antes ni después, un hombre que tuviera una forma de hablar tan encantadora». (4)

Paradójicamente, en una sociedad en la que, según Tabari, se recurría fácilmente al sable para arreglar los problemas, Muhámmad se distinguía por su capacidad de mitigar las tensiones y permanecer tranquilo. El Profeta era un hombre público, curtido en el arte de las relaciones, el arte de seducir, de convencer a individuos y muchedumbres de diversas procedencias. Estaba acostumbrado a soportar a hombres groseros y sin modales: por otra parte, nadie podía imponerse como una autoridad en la sociedad árabe si no tenía un dominio de sí mismo ejemplar, algo que, desde su más tierna edad, le valió al Profeta ser reconocido como hakam, árbitro en caso de conflicto. ¿Cómo explicar pues que un enfado tan sin importancia haya precipitado con semejante rapidez una decisión tan draconiana como el hiyab, que rompe el espacio musulmán en dos?

El contexto histórico puede ayudarnos a empezar a esclarecer el misterio. El año 5 de la hégira (627) no fue un año como los demás. Fue el año más desastroso para el Profeta en su condición de jefe militar de una secta monoteísta que intentaba imponerse en una Arabia politeísta y satisfecha de serlo.

Volvamos al momento en que Muhámmad, perseguido en su tierra, decide abandonar Meka para encontrar asilo entre las tribus de Medina. Una ciudad de sedentarios y agricultores, como Medina, no habría tomado la decisión de albergar en ella a un contestatario que declaraba la guerra a toda Arabia y a sus dioses, a Meka, temible y poderosa, si no esperara sacar provecho de ello.

Es preciso ver las cosas de forma realista: Muhámmad y el éxito de su empresa sólo estuvieron asegurados gracias a su preocupación constante por lo real y sus tensiones. Al huir de Meka, tras haber intentado sitiar el santuario, Muhámmad sabía que no podía triunfar si no era volviendo allí, y los mecanos también lo sabían y estaban dispuestos a impedírselo. Luego cualquiera que recibiera al Profeta y le diera hospitalidad se exponía a la guerra con una de las tribus más poderosas de Arabia, los Coraix y sus aliados, la propia tribu del Profeta cuyos intereses amenazaba.

El Profeta sabía que los medinenses esperaban de él que se impusiera militarmente en la región. Cosechar victorias en el campo de batalla era necesario para dar a los muhayirun (los inmigrantes de Meka) confianza en ellos mismos y demostrar a los medinenses que habían hecho una buena elección optando por el Islam. El año 5 fue el año del empantanamiento y el marasmo tras la derrota militar de Uhud, que tuvo lugar en el año 3 de la hégira (625). Año tanto más difícil cuanto que las tropas de Muhámmad habían cogido gusto a la victoria tras la batalla de Badr, que tuvo lugar en el año 2 (624).

En Badr, el número de musulmanes era ridículamente pequeño comparado con el de sus adversarios (sólo eran 314: 83 inmigrantes mecanos, y de sus aliados medinenses, los ansâr, 61 de la tribu de los Aws y 170 de la de los Jazrach. (5) Los mecanos eran «novecientos cincuenta; cien de ellos tenían caballos, y los demás montaban camellos». (6)

Cuando comenzó la batalla en tomo a la colina de Badr, «el Profeta, con Abu Bakr, entró en la cabaña, se arrodilló otra vez, lloró y suplicó diciendo: "¡Oh, Señor!, si esta tropa que está conmigo perece, ya no habrá nadie después de mí que te adore; todos los creyentes abandonarán la verdadera religión". Tenía las manos alzadas hacia el cielo mientras rezaba.» (7) Al-lâh envió entonces como refuerzo un ejército invisible de cinco mil ángeles. (8) Pero el Profeta no se contentó con rezar, se valió de una verdadera táctica militar: informaciones sobre el enemigo, estudio del terreno (especialmente la ocupación de un pozo estratégico), negociaciones con los hombres de la tropa, sueños proféticos y otras técnicas para hacer de un puñado de individuos el principio de un ejército de conquistadores. «El Profeta rezó un buen rato; después salió de la cabaña, y los musulmanes formaron en orden de batalla. El Profeta, con una vara en la mano, pasó por delante de las filas para alinearlos. Uno de los ansâr, llamado Sewad, hijo de Gaziyya, se salió un poco de la fila. El Profeta le dio un varazo en la tripa.» (9) Las pérdidas del enemigo fueron importantes: tan sólo murieron 14 musulmanes frente a 72 mecanos y otros tantos prisioneros. (10) Como la mayoría de estos últimos eran aristócratas, obligaron a sus parientes a pagar un rescate (para evitar ser reducidos a la esclavitud) que constituyó un fabuloso botín.

Desgraciadamente, el milagro de Badr no se reprodujo cuando los musulmanes debieron afrontar una enorme concentración de tropas mecanas en la batalla de Uhud, trece meses después. Uhud fue un desastre: los mecanos eran «tres mil hombres completamente armados, una parte, habitantes de Meka, y otra, árabes beduinos. Doscientos tenían caballos, el resto, camellos. Setecientos hombres llevaban corazas. Marcharon sobre Medina y, al llegar a las puertas de la ciudad, se detuvieron en una montaña cuya altitud es de una milla».'1 El Profeta se apresuró a salir a su encuentro para evitar que tomaran Medina. Salió a la cabeza de mil hombres. Sólo tenían un caballo, además del del Profeta. Cuando se sabe que el número de corazas y caballos garantizaba entonces la suerte del vencedor, puede comprenderse que el triunfo de los mecanos fuera rápido: «El Profeta, en pie, vio cómo huían hacia Medina los musulmanes. Fue hasta una colina de arena con unos compañeros y gritó: "¡Amigos míos, estoy aquí, yo, el Profeta de Al-lâh!' Pero aquellos, aun escuchando su voz, no volvieron atrás.» (12) La descripción de la batalla y, sobre todo, las razones de la derrota, especialmente el hecho de que a algunos musulmanes les interesaba más el pillaje que la guerra santa, ocupan páginas y páginas de los volúmenes de historia. (13) Lo más duro fue el regreso a Medina: las pérdidas musulmanas se elevaban a 70 hombres. «No había una sola casa en Medina que no estuviera de luto. Cuando el Profeta entró en la ciudad, escuchó lamentos a la puerta de la mezquita. Preguntó qué significaban. Le respondieron que eran las mujeres de los ansâr que lloraban a los muertos de Uhud.» (14)

El año 5 de la hégira, el año del descenso del hiyab, fue, pues, particularmente desastroso. Desde Uhud, el Profeta no había cesado de organizar expediciones para mantener vivos el deseo de vencer y el recuerdo de Badr, pero no llegaba a realizar su sueño: vencer a los mecanos para hacerse militarmente creíble a los ojos de sus discípulos, de los medinenses y quizá de todos los demás árabes. Peor todavía, éstos, bajo el mando de los mecanos, acababan de asediarlo ese mismo año en la propia Medina. La aleya del hiyab forma parte de la azora 33, al‑Ahzab, literalmente la «coalición de clanes», de facciones. Esta azora describe, entre otras cosas, el sitio de Medina, conocido como la batalla de Junduk, la batalla de la Fosa, pues Muhámmad mandó que cavaran una alrededor de la ciudad para protegerla.

El Islam vivía un momento de crisis militar grave, de la que no salió hasta la primavera del año 8 (630), cuando el Profeta cosechó una victoria decisiva sobre los mecanos, después de la cual conquistó Meka y toda Arabia. El incidente que tuvo lugar durante la noche de bodas del Profeta y Zaynab debe ser situado en su contexto, época de dudas y de derrotas militares que minan la moral de los habitantes de Medina.

Los fundadores de la ciencia religiosa consideran la aleya 53 de la azora 33 como la base de la institución del hiyab. Los libros del fiqh siguen dedicando un capítulo al «descenso del hiyab». Esta aleya no es la única relativa a ese acontecimiento, pero fue la primera de una serie que condujo de hecho a la escisión del espacio musulmán. Una atenta relectura de esta aleya nos revela que las preocupaciones de Al-lâh en ella son del orden de la discreción: conminar a los discípulos a tener maneras corteses de las que parecen carecer, como el hecho de entrar en una estancia sin pedir permiso.

Más allá de las normas de educación, la última parte de la aleya abordaba otro tema, la decisión de Al-lâh de prohibir a los musulmanes casarse con las mujeres del Profeta después de su muerte. La aleya del hiyab termina así: «No debéis hacer daño (tu’du) al Enviado de Al-lâh, casándoos, después de su muerte, con sus esposas. No lo hagáis nunca, un acto semejante sería una enormidad con Al-lâh.»

Tabari, que explica el Corán frase a frase, aborda de manera separada esta última parte. El Profeta estaba amenazado por hombres que, estando él en vida, afirmaban su deseo de casarse con sus mujeres tras su muerte. ¿Cómo era eso posible? La crisis de la sociedad debía de ser muy profunda para que una agresión semejante, bien es cierto que verbal, pero peligrosa simbólicamente, pudiera pronunciarse. Más allá del incidente de la mala educación de los invitados el día de la boda con Zaynab, parece que el hiyab vino a poner orden en una situación muy confusa y embrollada. El hiyab sería el desenlace de un entramado de conflictos y tensiones. Ahora bien, una lectura rápida del texto coránico, como la del testimonio de Anas que Tabari reproduce, da la impresión contraria, de ahí la siguiente cuestión metodológica: ¿debemos limitar nuestra investigación de esa aleya a la noche de bodas de Zaynab o, por el contrario, el Islam nos capacita para buscar las causas en otra parte, en el contexto histórico, por ejemplo? Aparentemente, la tradición científica inaugurada por los alfaquíes nos anima a llevar la investigación tan lejos como sea posible. Suyuti, por ejemplo, autor de un libro sobre Asab an‑Nuzul (Las causas de las revelaciones) nos dice: «Es imposible entender una aleya sin conocer la qisa (la historia) y las causas que condujeron a su revelación.» (15) Y añade que «suele ocurrir que los mufasirun (comentaristas, los que explican el Corán) expongan varias causas (asbab) para una misma aleya.» (16) A pesar de la abundancia de comentarios e interpretaciones del texto coránico, no puede encontrarse en ninguna parte (que yo sepa) una síntesis que se proponga integrar el conjunto de causas relativas a una misma aleya en su encadenamiento cronológico, por una parte, y el análisis de su impacto psicológico y social, por otra. As‑Suyuti, que se propone explicar las causas de la revelación, y Tabari, que quiere explicar la aleya y pretende hacer un trabajo más global, se contentan con hacer una crónica de los acontecimientos. El libro de as‑Suyuti sobre las causas es un resumen en unos cientos de páginas del enorme Tafsir de Tabari, que consta de treinta volúmenes, pues este último añade a la identificación de las circunstancias de la revelación, el análisis lingüístico de cada término, los matices y los debates de los expertos en lo que se refiere a la interpretación y la propia conclusión de Tabari. Pero, de síntesis, nada. Ahora bien, sin una síntesis, no podemos captar en la actualidad toda la complejidad de los acontecimientos; de ahí la necesidad de examinar toda la información de la que disponemos y, especialmente, la dimensión lingüística del término hiyab.

El concepto de hiyab es tridimensional, y las tres dimensiones coinciden muy a menudo. La primera es visual: sustraer a la mirada. La raíz del verbo hayaba quiere decir «esconder». La segunda es espacial: separar, marcar una frontera, establecer un umbral. Y, por último, la tercera es ética: incumbe al dominio de lo prohibido. A ese nivel, no se trata ya de categorías palpables, que existen en la realidad de los sentidos, como lo visual o lo espacial, sino de una realidad abstracta, del orden de las ideas. Un espacio oculto por un hiyab es un espacio prohibido. El diccionario Lisân al‑‘arab (La lengua de los árabes) tampoco nos es de gran ayuda. Nos explica que hayaba quiere decir «ocultar con un sitr». Y el sitr en árabe, quiere decir literalmente una «cortina». Luego una operación que divide el espacio en dos y sustrae una parte a la mirada. El diccionario añade que algunos sinónimos del verbo ocultar están formados a partir de las palabras sitr y hiyab. Satara y hayaba significan ambos «ocultar». Quien tiene la paciencia de seguir al autor de este diccionario, a través de los ejemplos que se toma el cuidado de mencionar, llega a decantar gradualmente y a enriquecer esa noción fundamental.

El depositario de la llave de la Kaaba, la tumba santa, posee el privilegio de la hiyaba: «Los Banu Kusai —explica— decían que tenían la hiyaba de la Kaaba, es decir que eran los responsables de su protección y que tenían las llaves». Cita también el «hiyab del príncipe» el hombre más poderoso de la comunidad musulmana recurría al velo para sustraerse a las miradas de los que lo rodeaban, ¡tradición que escandalizaría si se aplicara a los actuales jefes de Estado árabes! El hiyab es, además, la cortina detrás de la que se ponían los califas y los reyes para sustraerse a las miradas de sus familiares, nos dice la enciclopedia del Islam: «Ese uso, parece que desconocido para los habitantes del Hiyaz, habría sido introducido en Islam, probablemente por influencia de la civilización sasánida, por los omeyas [ ... ]. Muawîya y sus sucesores estaban separados de sus familiares por una cortina, sitâra o sitr, pero se trata de una misma costumbre que, al evolucionar, terminó convirtiéndose en institucional.» (17) Esa costumbre, que nos parece tan rara hoy, se practicó desde Muawîya, el quinto califa. (18) Se introdujo a continuación en Andalucía, África del norte y Egipto, donde la dinastía fatimí (909‑1171) la elaboró hasta el punto de convertirla en un verdadero ceremonial. Con los fatimíes, la dimensión sagrada del califa había adquirido particular importancia: «El califa, considerado como la hipóstasis de la inteligencia activa del mundo, era casi objeto de culto. Por ello, debía sustraerse, en la medida de lo posible, a las miradas de sus fieles, que de este modo quedaban protegidos del resplandor de su rostro.» (19)

No se puede explorar el sentido de la palabra hiyab sin mencionar el uso que de ella hacen los sufíes, y que nada tiene que ver con la cortina. Con ellos, accedemos a los horizontes ilimitados de las aspiraciones espirituales que los musulmanes deben ambicionar y donde el hiyab es un fenómeno esencialmente negativo, una perturbación, una incapacidad. «En sufismo, se denomina mahyub (velado) a aquél cuya consciencia está determinada por la pasión sensual o mental y que, en consecuencia, no percibe la luz divina en el corazón. Según esa expresión, es el hombre el que está cubierto por un velo, o una cortina, y no Al-lâh.» (20) En la terminología sufí, el mahyub es el que está trabado en su realidad primordial, incapaz de experimentar estados elevados de consciencia. La persona no iniciada en la disciplina sufí no sabe cómo explorar sus capacidades inauditas de percepciones múltiples, que se puede, a fuerza de entrenamiento y disciplina, extraer de lo material y dirigir hacia las alturas, hacia el cielo, hacia lo divino.

Para al‑Hallaj, lo que permite ir más allá del hiyab que encarcela nuestra conciencia es la búsqueda constante de Al-lâh: «Las criaturas se extravían en una noche tenebrosa buscándoTe, y sólo perciben alusiones.» (21) Lo opuesto al hiyab, entre los místicos, es el kashf el descubrimiento. (22)

Vemos, pues, que el concepto de hiyab es uno de los conceptos claves de la civilización musulmana, como el del pecado lo es para la civilización cristiana, o el del crédito para la América capitalista. Reducir o asimilar ese concepto a un pedazo de tela que los hombres han impuesto a las mujeres para ocultarlas cuando caminan por la calle, es empobrecerlo, por no decir vaciarlo de su sentido, sobre todo cuando sabemos que el hiyab, según la aleya coránica y la citada explicación de Tabari, «descendió» del cielo para separar el espacio entre dos hombres.

Quedémonos con que el hiyab puede expresar una dimensión espacial, delimita un umbral entre dos dominios distintos, que puede ocultar el poderío o el poder, como en el caso del hiyab al‑amir (hiyab del príncipe), pero que puede expresar la noción contraria, como el hiyab sufí, que impide el conocimiento de lo divino, y, en este caso, el velado es un individuo disminuido. Luego si el hiyab que separa del príncipe hay que respetarlo, el que separa de Al-lâh ha de ser destruido.

Para completar, habría que señalar el uso anatómico de la palabra hiyab, que designa un límite y una protección al mismo tiempo. La ceja, nos dice Lisân al‑‘arab, es un ejemplo que combina esas dos nociones: «al‑hayiban (cejas) son los dos huesos situados por encima de los ojos, con sus músculos y sus pelos [ ... ], se llaman así porque protegen el ojo de los rayos solares.» Todo lo que separa y protege es un hiyab, de ahí su uso común en anatomía, el diafragma es un hiyab al‑yawf (hiyab del estómago), y el himen, hiyab al‑bukuriyya (hiyab de la virginidad).

Cuando abandonamos el dominio lingüístico para volver al texto coránico, descubrimos un hiyab negativo, similar a la noción sufí, la de obstáculo que nos impide ver a Al-lâh: «En el Corán, que lo utiliza siete veces solamente, se encuentran informaciones preciosas sobre el sentido real y metafórico del término (hiyab) máxime cuando, en cierta medida, nos aclaran sobre su evolución. De una manera general, designa una separación: es el velo o la cortina detrás de la que María se mantenía apartada de los suyos (azora 19, aleya 17); es el aislamiento (después, el gineceo) impuesto al principio sólo a las mujeres del Profeta (azora 33, aleya 53, cf. 33, aleya 32) siguiendo, al parecer, el consejo de ‘Umar. El día del Juicio Final, los elegidos serán apartados de los condenados por un hiyab (7, 46), una muralla, glosan los exegetas que dan esta interpretación del Corán (46, 13): «Sólo le es dado al hombre que Al-lâh le hable por la revelación o detrás de un hiyab» (42, 5 l), aparentemente destinado a proteger al elegido del resplandor del rostro divino.

Este último sentido del hiyab, velo que ocultaría a Al-lâh de los hombres, a veces toma en el Corán un valor eminentemente negativo, cuando describe la incapacidad de ciertos individuos de ver a Al-lâh. Es el caso de la aleya 5 de la azora 4 1, en la que, según Tabari, el velo del que trata expresa las dificultades que tenían los Coraix, de tradición politeísta, en captar el mensaje monoteísta de Muhámmad:
Dicen [los politeístas]: «Nuestros corazones están bajo envolturas (akinnatin) que nos impiden comprender el verso con el que nos llamas. Y nuestros oídos sufren de un mal que les impide escuchar, Entre vosotros y nosotros hay un hiyab.» (23)

En esta aleya, el hiyab es una disminución de la inteligencia humana. Además, el título de la azora (Fusilat) es precisamente «Las aleyas expuestas con claridad.» (24) Hiyab es aquí sinónimo de akinnatin, que es «un envoltorio como el que protege al arco.» (25) Y Tabari añade que el sentido de hiyab en esta aleya «quiere decir una diferencia conflictiva de religión.» (26) pues los Coraix que se oponían al Profeta practicaban el culto de los ídolos, mientras que el Profeta los exhortaba a adorar al Al-lâh único: «El hiyab que reivindican [los politeístas] que existe entre ellos y el Profeta de Al-lâh, en realidad son sus opciones conflictivas en materia religiosa.» (27) El que está cegado por el hiyab es, sobre todo, el politeísta. Para algunos teólogos, como es el caso de an‑Nisaburi, el hiyab es un castigo: «Entre las invocaciones que recitaba as‑Siriy as‑Siqte, podemos señalar la siguiente: "Al-lâh, si has de torturarme con algo, no me tortures con la humillación del hiyab".» (28) Es curioso observar la evolución reciente de este concepto que, en sus comienzos, tenía una connotación tan fuertemente negativa en el Corán: señal del que está maldito, excluido del privilegio y de las gracias espirituales a los que el musulmán puede acceder, y que en la actualidad se reivindica como símbolo de la identidad musulmana y maná para la mujer musulmana.

Numerosas reediciones de libros relacionados con la mujer, el Islam y el velo han sido emprendidas por autoridades religiosas «preocupadas por el futuro del Islam» y cuyo objetivo, explican en sus introducciones, es «salvar la sociedad musulmana del peligro que representa el cambio». En una época en que el libro árabe vive una grave crisis, debido entre otras causas a la guerra del Líbano (gran centro tradicional de la industria editorial), y en que los precios suben vertiginosamente de un mes a otro, sorprende ver que esas reediciones suelen ser lujosas (¡tapas doradas!) y que circulan a precios sorprendentemente bajos: por 58 dirham (unos 40 francos franceses) se puede comprar la nueva edición de 1981 del Kitáb ahkán an‑nisá' (Disposiciones legales relativas a las mujeres), de b. al‑Yawzi, (29) un autor muy conservador del siglo XIII (muerto en el año 589 de la hégira). Con b. al‑Yawzi, la dimensión carcelaria del hiyab alcanza el delirio. La simple lectura de algunos títulos de capítulos dan el tono:
Capítulo 26, «Desaconsejar a las mujeres que salgan»;
Capítulo 27, «Las ventajas de la mujer que opta por el hogar»;
Capítulo 31, «Argumento para probar que es mejor para la mujer no ver a los hombres».

Evidentemente, la participación de la mujer en la oración colectiva se convierte en un acto clandestino. Cita un extraño al-hadiz en que las mujeres del Profeta se infiltraban en plena noche en la mezquita, rezaban en ella completamente tapadas con sus velos y la abandonaban a toda prisa antes del amanecer. (30) En cuanto al derecho a peregrinar a Meka, Ibn al‑Yawzi comienza ese capítulo exponiendo las condiciones requeridas para que una mujer pueda emprender ese viaje: que sea libre (luego la mujer esclava queda privada automáticamente del hajj), que haya sobrepasado la edad de la pubertad y que sea capaz de razonar (‘aqila). Es preciso también que sea bastante rica (para poderse costear el viaje) y, en fin, que la acompañe un hombre que le esté vedado por la ley del incesto (Muhrim). Y añade que, en cualquier caso, la mujer no puede viajar más de tres días si no va acompañada por su padre, su marido o su hijo. (31) Portavoz del Madhab, representante más conservador, más ascético y más rígido de las cuatro escuelas del Islam sunní, Ibn al‑Yawzi expone las mutilaciones físicas que se imponen a las mujeres, como la escisión, que no tiene nada que ver con el Islam y que era totalmente desconocida en la Arabia de Muhámmad del siglo VII. El capítulo 6 se titula «La circuncisión de las mujeres» (32), y el 67 otorga al marido «el derecho a pegar a su mujer.» (33)

La reedición del libro de Ibn al‑Yawzi no es un hecho aislado, forma parte de una auténtica campaña de los medios de comunicación. Desde 1983, se ha difundido la primera edición, procedente esta vez de El Cairo, de las fatwas relativas a las mujeres, del jeque Ibn Taymiyya (autor del siglo XV), extracto de su monumental Machmu al‑fatawi al‑kubra (Recopilación de las grandes fatwas; las fatwas son pareceres de grandes autoridades religiosas sobre un tema dado). Los que estuvieron al cargo de la edición extractaron todo lo que concierne a las mujeres de esos 35 volúmenes de fatwas, decisiones de naturaleza jurídico‑religiosa relativas a toda clase de problemas. Su objetivo es «ayudarnos» a todas las mujeres musulmanas poniendo a nuestra disposición todas las fatwas en un solo volumen fácil de manejar, para permitirnos «combatir a los que hablan en la actualidad de la libertad de las mujeres.» (34) El deseo de ocultar el cuerpo femenino aparece en esta obra como obsesión: un capítulo detalla «la necesidad de velar el rostro y las manos durante la oración» (p. 33 y siguientes), otro se pregunta: «¿La oración de la mujer se invalida si sus cabellos se descubren?» (p. 35). En fin, otro capítulo plantea un dilema económico que parece haber torturado a nuestro jeque: «¿Una mujer que posee 1000 dirham debe usarlos para la peregrinación a Meka o para el ajuar de su hija?» (p. 89) Por supuesto, en el capítulo 4 nos volvemos a encontrar con «La circuncisión de la mujer», ¡que no tiene nada que ver con el Islam ni con la cultura árabe!

Pero el súmmum en el mercado del «libro femenino» sigue siendo la nueva edición (1980) del libro del alfaquí de origen indio Mohámmed Ciddik Hasan Jan al-Qannuyi, Husn al‑uswa, que supera en misoginia a todos los demás. (35) Por 60 dirham (más o menos 50 francos franceses) se puede leer todo sobre «El gran apetito sexual de las mujeres» (p. 52) y también que la mujer «no está obligada a ir a la mezquita o a la oración pública del viernes» (p. 345). Se puede leer con detalle «todo lo que nos refirieron sobre la incapacidad de la mujer para razonar y su incapacidad para la religión» (p. 365), y, por supuesto, nos enseña todo lo que sabe sobre «El número de mujeres que componen la población del infierno» (p. 33l).

Ese salto en la historia, desde la institución del hiyab a su interpretación a lo largo de los siglos, fascina en las postrimerías del siglo XX a una población musulmana en busca de su identidad a través de una producción editorial que resalta la clausura y el encierro de la mujer como fundamento del Islam. Es preciso retener esta doble perspectiva si se quiere comprender lo que significaba el hiyab en el año 5 de la hégira, cuáles eran las disyuntivas que representaba, y cuáles las actuales.

El «descenso del hiyab», desde el principio, es doble, comprendiendo un nivel concreto: el Profeta corre una cortina palpable entre él y Anas b. Málik, y un nivel abstracto: el descenso de la aleya, del cielo hacia la tierra, de Al-lâh al Profeta que la recitó. El Profeta corre una cortina real entre él y el único extraño que se encuentra todavía con él en su hogar tras la salida de los invitados y, al mismo tiempo, recita la aleya que en ese momento le inspira Al-lâh.

En una de las versiones de Bujari, Anas nos dice: «Cuando la gente se fue, el Profeta volvió a la alcoba [de la novia], entró y corrió una cortina (arja as‑sitr).» Y añade, importante detalle: «Aún seguía con él en el cuarto, cuando se puso a recitar: "¡Creyentes, no entréis en los aposentos del Profeta, a menos que os autorice a ello para una comida..."» (36) En la descripción de Bujari, como en la de Tabari, el hiyab es una división del espacio en dos zonas que aíslan a ambos hombres en presencia, el Profeta de un lado, y Anas, el testigo que nos describe el acontecimiento, de otro. Esta dimensión del hiyab de delimitar zonas es patente en algunas versiones en que se dice que «el Profeta golpeó (daraba) un sitr entre él y Anas, y el hiyab descendió», (37) refiriéndose con sitr a la cortina física, y con hiyab, a la aleya coránica. Hay que señalar que, en las traducciones francesas del Corán aquí utilizadas, de Denise Mason y de Régis Blachére, el concepto de hiyab se reduce al velo, elemento del atuendo; la dimensión espacial, la de sitr, la cortina, no se expresa.

Un incidente relativamente de poca importancia (unos invitados se retrasan más de lo debido después del banquete de bodas) provoca una respuesta tan fundamental como la escisión del espacio musulmán en dos universos, el universo del adentro (hogar) y el universo del afuera (el espacio público). No deja de sorprender la desproporción entre el incidente y la respuesta, el Profeta habría podido sencillamente pedir a la gente que no entrara en su casa sin permiso. Era amado y respetado suficientemente como para ser obedecido. La aleya, como las explicaciones que se nos ofrecen, hace suponer que la gente entraba en casa del Profeta sin guardar las formas. Deja suponer también que la casa del Profeta era fácilmente accesible a la comunidad y que, además, no había ninguna separación entre su vida privada y su vida pública, entre el espacio privado (la vivienda del Profeta y las estancias de sus mujeres) y el espacio público (la mezquita, el lugar de la oración y de reunión de la comunidad ... ).

Así pues, se deduce, si reunimos todos los elementos un poco dispersos de este capítulo, que, durante un período agitado en los comienzos del Islam, el Profeta profiere una aleya bastante excepcional y determinante para la religión musulmana, que introduce una ruptura en el espacio, que puede comprenderse como una separación de lo público y lo privado, o bien, de lo profano y lo sagrado, pero que va a orientarse hacia una segregación de los sexos: ese velo que desciende del cielo va a cubrir a la mujer y separarla del hombre, del Profeta y, por tanto, de Al-lâh. Una vez aclarado estos aspectos (la realidad lingüística, social, histórica y religiosa del hiyab), ¿no habría que preguntarse cómo vivía el Profeta, que relaciones mantenía con sus discípulos, sus mujeres y sus conciudadanos, y en qué lugares, y por qué sintió la necesidad de protegerse como algo absoluto y radical?

Notas Capítulo V
(1) Todos los autores están de acuerdo sobre el año, pero el mes varía según el caso: b. Saad, at‑Tabaqat, vol. VIII, p. 174; Tabari, Tarij, vol. III, p. 42, en la traducción francesa de Zotenberg, realizada a partir del texto persa, dan el mismo año, pero un mes diferente de la fecha de la aleya del Hiyab, p. 221 y siguientes; b. Hisham, Sira, vol. III, p. 237.
(2) El Corán, p. 4 azora 33, aleya 53, traducción de la autora. Las de Régis Blachére y Denise Masson dejan en la oscuridad la dimensión espacial del hiyab que expresa la palabra sitr, al utilizar la palabra «velo» para traducir tanto hiyab como sitr.
(3) Tabari, Tafsir vol. XXII, p. 26.
(4) Tabari, Tarij, trad. Zotenberg, p. 337.
(5) Hisham, Sira, op. cit., vol. XI, p. 364.
(6) Tabari, Mohammed..., op. cit., p. 150.
(7) ídem, p. 156.
(8) B. Hisham, Sira, op. cit., vol. II, p. 285.
(9) Tabari, Mohammed... op. cit., p. 154.
(10) Hisham, Sira, op. cit., vol. II, p. 372.
(11) Tabari, Mohammed... op. cit., p. 191.
(12) ídem., p. 201.
(13) Hisham, Sira, op. cit., vol. III, pp 64‑112.
(14) Tabari, Mohanimed, op. cit., p. 209.
(15) As‑Suyuti, Lubab al uqul fi asbab an‑nuzul, Dar Alhya al‑Uhm, Beirut, 4ª ed., 1983, p. 13.
(16) idem, p. 15.
(17) Enciclopedia del Islam, artículo «Hiyab».
(18) No hay un quinto califa en la ortodoxia musulmana. Sólo hay cuatro: Abu Bakr, ‘Umar, Uzman y Ali. Muawîya, que tomó el poder utilizando un método considerado inadmisible, un arbitraje trucado, constituye una ruptura en la cadena de transmisión del poder. Así pues, utilizo la cifra cinco exclusivamente con un fin didáctico, para ayudar al lector a situarse.
(19) Enciclopedia del Islam, ibídem.
(20) Titus Burkhardt, Introduction aux doctrines ésotériques de l’Islam, Dervy‑Livres, París, 1969.
(21) Al‑Hallaj, Diwan, trad. Massignon, éd. du Seuil, París, 1981.
(22) Ad‑Darqaui, Leures d'un maitre sufi, trad. de Titus Burkhardt, Arché, Milán, 1978.
(23) Enciclopedia del Islam, ibídem.
(24) El Corán, trad. de Masson, p. 631.
(25) Tabari, Tafsir op. cit., vol. XXIV, p. 91.
(26) ídem, p. 92.
(27) Ibídem.
(28) An‑Nisaburi, Tafsir garaib al‑Quran wa ragaib al‑furqan, publicado como complemento del Tafsir al‑Quran de Tabari, en la edición de Dar al‑Ma’rifa, vol. XXII, p. 18, Beirut, 2ª ed. 1972.
(29) Kitab ahkam an‑nisá’, al‑Maktaba al‑Asriya, Beirut, 1980.
(30) Ídem, p. 200.
(31) íd., p. 251.
(32) id., p. 144.
(33) id., p. 330.
(34) B. Taymiyya, Falawi an‑nisá’, Maktabat al‑Irfan, El Cairo, 1ª ed., 1983, p. 5. El autor murió en el 728 de la hégira.
(35) Mohámmed Ciddiq Hasan Jan, Husn al‑uswa bima tabata mina al‑lahifi an‑niswa, Muasasat ar‑Risala, Beirut, ed. 1981. El autor murió en el 1307 de la hégira, es decir, a finales del siglo XIX o principios del siglo XX.
(36) Bujari, Sahih, op. cit., vol. m, p. 254. La aleya citada es la 53 de la azora 33 que encabeza el capítulo.
(37) Íbidem., b. Saad, at-Tabaqat, vol. VIII, p. 173.


Autora: Fátima Mernissi, doctora en Sociología y profesora universitaria en el Institut Universitaire de Recherche Scientifique de la Universidad Mohamed V de Rabat.
Capítulo V de su libro El harén político.
Fuente: WebIslam

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada