La cultura española se distingue de las restantes culturas de la actual Europa Comunitaria por su occidentalidad matizada. Si su pertenencia al conjunto no ofrece dudas, brinda no obstante una serie de componentes y rasgos, fruto de su pasado histórico, singulares y únicos. La presencia musulmana en nuestro suelo a lo largo de diez siglos -desde la invasión árabo-beréber del año 711 a la expulsión de los moriscos en 1609-, aunque tenazmente combatida y finalmente extirpada, ha dejado una profunda huella en su lengua, costumbres, modos de vida, arte, literatura. Si a ello agregamos el papel desempeñado en la Edad Media por una floreciente comunidad hebrea que actuó de correa transmisora entre sus compatriotas de las otras dos religiones monoteístas, comprenderemos mejor que este factor semita de España -pese a su drástica eliminación por los Reyes Católicos en nombre de la uniformidad religiosa y una supuesta limpieza de sangre- haya embebido nuestro carácter y hábitos incluso de forma inconsciente y por vías a menudo ocultas.
Las fastuosas conmemoraciones del Quinto Centenario, esto es, de la fecha clave de 1492 -que abarca no sólo el "descubrimiento" de América sino también la caída del reino nazarí de Granada y destierro de los judíos-, incluían en su programa -a modo de tardía y modesta reparación- un homenaje a Al Andalus y a Sefarad, a la España de las castas vencidas, víctimas del fanatismo inquisitorial y las absurdas mitologías de nuestros antepasados (¡los hidalgos españoles del Siglo de Oro se consideraban herederos del reino visigodo abatido en el siglo Vlll por Tarik y Muza!). Pero la celebración de estas dos entidades abstractas, desvinculadas de la realidad que las engendró y de la que ellas a su vez engendraron, a fin de rehabilitar un pasado trunco y exorcizar nuestra conciencia culpable, se llevó a cabo con propósitos muy distintos: mientras se ensalzaba el esplendor de Sefarad como presencia viva y el rey de España pedía solemnemente perdón a los descendientes de los sefardíes expulsados, Al Andalus era enhestado como ideal luminoso y bello pero muerto, y ninguna voz se elevó a entonar un mea culpa, por el bárbaro decreto del Tercer Filipo y su valido el duque de Lerma. Con la misma tesitura que algunos arabistas de ayer -para quienes la civilización árabe se detenía en el siglo XIV y su aproximación a ella seguía las pautas de los latinistas respecto al latín-, se proclamaba el reconocimiento y admiración a un patrimonio que, no obstante el hecho de ser nuestro, no mantendría ninguna conexión con el arte, cultura y sociedad de la España contemporánea.
Los tiempos han cambiado, desde luego, y lo que antes se percibía como ultraje, luego como curiosidad y por fin como valor -un valor perturbador, eso sí, a causa de su naturaleza anómala-, se exhibe hoy en los tratados arquitectónicos, guías artísticas y folletos destinados al turismo como una de "las glorias imperecederas del viejo solar hispano". Aun así, la ocultación continúa pues, como sabemos, la llamada Reconquista se acompañó con una destrucción sistemática de los monumentos musulmanes, tanto civiles como religiosos, como la llevada a cabo en fechas recientes por los griegos en Chipre y los serbios en Bosnia. Según muestra por ejemplo Miguel Barceló, la Isla de Mallorca sufrió las consecuencias de dicho etnocidio purificador y sólo la intervención de Alfonso X salvó a la Giralda de la demolición exigida por el clero (léase el libro de Ballesteros Beretta sobre el rey Sabio). La hermosura y magnificencia de algunos monumentos célebres hoy en el mundo entero, desde la mezquita Omeya de Córdoba al palacio nazarí de la Alhambra, les preservó felizmente de la piqueta y, aunque afectados una y otro por la construcción en el siglo XIV de una capilla real de estilo granadino y la erección del incongruente y severo palacio de Carlos V, siguen brindando a sus visitantes la insólita perfección de su arte. Pero todos los conquistadores incurren en ese género de asimilaciones y afeites y los monarcas aragoneses y castellanos no fueron una excepción.
El influjo de la mirada ajena fue decisivo en el cambio de nuestra percepción del legado arquitectónico andalusí. Una antología de los escritos de los viajeros europeos por España desde el siglo XVII hasta comienzos del actual con respecto al tema reflejaría su asombro y maravilla en abrupto contraste con la apatía e indiferencia de los indígenas. Varias anécdotas recogidas por Borrow y Ford sobre esas cosillas de los moros arrojan una luz cruda sobre la hondura del desinterés e ignorancia casi generales del propio pasado, producto de la beligerancia antislámica de la Iglesia y del castizo desdén de los campesinos e hidalgos.
Si la mirada de los demás forma parte del conocimiento integral de nosotros mismos, la de los visitantes franceses, anglosajones y alemanes contribuyó a rectificar poco a poco la visión de las obras de arte islámicas y la escasa atención que merecían. Basta con comparar las increíbles opiniones de un arabista como Simonet referente a la Alhambra con las de Washington Irwing, para captar de inmediato el abismo de prejuicios que las separaba. Muy significativamente, las primeras apreciaciones positivas de la España musulmana vinieron de la pluma de los afrancesados y liberales exiliados en Londres. Siglos de hostilidad expresa o sorda condenaron a los monumentos conservados a la incuria y vejámenes del tiempo como a los millares de manuscritos arábigos de El Escorial y otras bibliotecas a acumular polvo. El arabismo español no surgiría sino en la segunda mitad del XIX.
Ello tiene una explicación plausible. La decadencia militar, social, económica y cultural de España con el ocaso de los Habsburgo originó una reacción en los espíritus más lúcidos, imbuidos de las ideas regeneradoras de la Ilustración, contra la opresión y oscurantismo religioso culpables de nuestro atraso. La frasecilla de "Africa empieza en los Pirineos" fue vivida a la vez en la Península como realidad dolorosa e insulto. Había que deshacerse del peso inerte de la historia, asumir las doctrinas del progreso, ser europeos como los demás. Para los autores de ese proyecto bienintencionado y saludable, cualquier alusión a elementos de nuestro pasado que no se compaginaran con el abstracto ideal europeizador, resultaba incómoda e incluso molesta. El entusiasmo de los viajeros por los tesoros omeyas, almorávides, almohades y nazaríes caía en un terreno yermo y tardaría en calar en él.
Digámoslo bien alto: el complejo de inferioridad acerca del retraso histórico y nuestro pasado árabe ha perdido su razón de ser. En la Europa Comunitaria a la que nos hemos incorporado, nuestra diferencia no ha de ser ya un recordatorio penoso ni causa de frustración: la huella musulmana en nuestro suelo, visible en todos sus ámbitos, es expresión al contrario de una riqueza y originalidad únicas. Ningún país europeo cuenta con un patrimonio como el legado por Al Andalus y ello no redunda en mengua de nuestro europeísmo. Somos europeos distintos, europeos en más.
La historia nos enseña en efecto que no existen esencias nacionales ni culturas intrínsecamente puras como sostenían los cristianos viejos y sostienen los extremistas serbios de hoy. El mosaico de países que componen el espacio común europeo se ha configurado a lo largo de los siglos con el choque seminal de influencias opuestas, mediante fenómenos de hibridación, permeabilidad, contraste y emulación. La irrupción de lo heterogéneo es a la vez la del espejo en el que nos vemos reflejados y un incentivo imprescindible. Cuanto más viva sea una cultura, mayores serán su apertura y avidez respecto a las demás. Toda cultura es a fin de cuentas la suma total de las influencias que ha recibido.
La experiencia de España -como la del mundo árabe- revela que sus periodos de buena salud y expansión coinciden con los de su receptividad y multiplicación de contactos con lo exterior mientras que los de descaecimiento y postración se caracterizan por la busca baldía de unas "esencias" que constituirían el núcleo de su alma primitiva y sin mezclas: ortodoxia nacional y religiosa, autosuficiencia, rechazo de lo extraño, repliegue a valores identificatorios petrificados, miedo obsesivo a la contaminación del vecino.
Cuando se abolió la convivencia medieval y los Reyes Católicos y sus sucesores impusieron una homogeneidad sin grietas, nuestra cultura se transformó en erial: España se desenganchó paulatinamente del tren de la historia y se privó hasta fecha reciente del acceso a la modernidad.
Este desdichado ejemplo cifra una amarga lección y advertencia. La Europa Comunitaria no debe adoptar en ningún caso, como propugnan sus ultras, una actitud conservadora fundada en un ámbito cultural estricta y reductivamente europeo por muy rico y deslumbrador que a primera vista aparezca. Un proyecto cerrado a la movilidad y mestizaje concomitantes a lo moderno nos convertiría en gestores prudentes del pasado, despojándonos de esa curiosidad por lo ajeno que es el rasgo más destacado de los mejores escritores, arquitectos y pintores de nuestro siglo. El extraordinario patrimonio artístico y cultural de Al Andalus formó parte durante centurias del mundo occidental antes de ser desalojado de él por la nueva idea de Europa, devuelta a sus raíces helénicas sin intermediario de los árabes, forjada en el Renacimiento. Esa Europa inventada a finales del siglo XV separó brutalmente las dos orillas del Mediterráneo y repudió como ajena la realidad cultural que la alimentó durante la Edad Media. Es hora ya, próximos a entrar en el nuevo milenio, de que reincorporemos dicho patrimonio al lugar que le corresponde: como expresión de una occidentalidad distinta, representada por Al Andalus en el terreno de la arquitectura, filosofía, ciencia y literatura.
Las grandes creaciones omeyas, almorávides, almohades y nazaríes -fruto de los trasvases y corrientes migratorias entre la Península y el actual reino de Marruecos-, así como sus ramificaciones magrebíes, subsaharianas y mudéjares, han de ser vistas hoy como paradigma de una visión ecuménica que incluya las nociones de diferencia, anomalía, mescolanza y fecundación. Aprendamos la lección magistral de Gaudí y de Picasso y compartamos su apetito voraz por el arte de todos los continentes y épocas.
Autor: Juan Goytisolo, escritor y periodista. Premio Nacional de las Letras Españolas 2008.
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